La historia de Juana (1 de 3)

 
Aunque siempre he gozado de buena memoria, sólo recuerdo en nebulosas, cuando nos internamos en la parte alta de la capital. Lo que si suelo recordar con frecuencia es, que viviendo en la calle Barahona solía despertar con el cancán de un envase de lata, y con el muy peculiar sonido del agua, al Juana, mí madre, llenar aquella vieja tinaja.
Pero tal vez- eso creo- cuando vaciaba el agua en aquella tina de barro, ya Juana había hecho un recorrido de por los menos 200 metros, hacia la acometida de un tubo del acueducto en un empedrado y accidentado tramo, próximo al sector La fuente, hoy Rafael Atoa.
De espigada figura de ébano, y un andar apresurado, Juana solía suplir del vital líquido a los hogares de los circunvecinos más cercanos; vivíamos en una cuartería bordeada por una explanada de cemento que finalizaba justamente en la puerta de nuestro hogar, antes de penetrar a lo profundo del traspatio. Al llegar al inmueble de madera, marcado con el número 18, estaba el colmado de Hipólito Vizcaíno (don Polo).
Bien recuerdo que el piso de nuestras habitaciones, era de listones de madera empalmados por aluminio y latones apuntalados por una hilera de clavos. Eran tres angostas habitaciones; en la sala, es decir, a la entrada de nuestra morada, había un ya desusado mueble de palitos de color amarillo.
Al fondo; precisamente en la salita, había pequeños cubículos de madera, uno arriba del otro, donde colocaba mis libros.  Nuestra cama estaba ubicada en una esquina del  cuarto contiguo. Al costado derecho y bajo una ventana, había un desvencijado y raído mueble que, si no lo era, aparentaba ser de caoba.
Por mi corta edad de entonces, mientras Juana vivió en Gascue, en  casa de los progenitores de mi padre, no tengo el conocimiento de que fuera tan solícita como cuando arribamos a los populosos barrios de lo que ahora llaman El Gran Santo Domingo.
Fue cuando adquirí plena conciencia que hube de percatarme del porqué aquella mujer a la que creo nunca haber conocido completamente aunque fuera mi madre; se molestaba todas las mañanas de cinco a seis, y, diligentemente, proveía de agua a algunos de nuestros vecinos.
Sólo sé que en ocasiones, Juana no preparaba alimento alguno; pero puedo decir que casi con regularidad, una que otra vecina la llamaba, y yo podía ingerir algún bocado. Ahora reflexiono sobre dos cosas: al igual que ahora, el agua, si no escaseaba totalmente en la capital, algunas veces había que recorrer una distancia considerable para obtenerla.
Y la  otra es, que contrario a lo que dicen algunas personas no capitalinas, en los barrios, no sé ahora, siempre hubo vecinos que proveían de un plato de comida a sus vecinos inmediatos o a los más necesitados. 
Y podría decir que, aunque era tan hacendosa, Juana, no necesariamente tenía que hacer de aguatera para obtener un bocado y, de algún modo, mitigar el hambre de su prole.
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