Veinte omisiones en el expediente SeNaSa (2 de 3)
POR LUIS M. GUZMAN
Si en la primera parte quedó claro que los controles estructurales fallaron, en esta segunda entrega el foco se desplaza hacia algo igual de grave, el silencio institucional. El caso SeNaSa no se sostuvo únicamente por omisiones regulatorias, sino por la inacción prolongada de las instancias llamadas a investigar, prevenir, corregir y advertir. No fue falta de información ni de señales tempranas; fue una ausencia sistemática de voluntad para preguntar lo evidente y detener lo que ya mostraba signos de descomposición.
8- La Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA) contaba con indicios financieros y contractuales desde años atrás. Contratos atípicos, concentración reiterada de proveedores y flujos millonarios sin correlato operativo constituyen señales objetivas que, en cualquier sistema funcional, activan investigaciones de oficio. Sin embargo, la actuación solo llegó tras la exposición pública, confirmando una lógica reactiva que debilita la prevención y normaliza la espera del escándalo.
9- El Ministerio Público, como director del sistema de persecución penal, tampoco puede abstraerse de esta realidad. Los hechos descritos en el expediente no fueron episodios aislados, sino conductas continuadas ejecutadas por redes organizadas durante un período prolongado. La respuesta judicial actual ha sido firme, pero tardía. En materia de corrupción estructural, la tardanza no es neutral, amplía el daño, consolida redes y eleva el costo institucional.

10- En el ámbito de la salud pública, PROMESE/CAL debió advertir la fragmentación del gasto farmacéutico y el uso sistemático de pagos per cápita a privados sin control centralizado. La dispersión de compras, la pérdida de referencias de precios y la ruptura de economías de escala no son fallos administrativos menores; son brechas estructurales que facilitan sobrecostos, distorsionan el mercado y debilitan la capacidad reguladora del Estado.
11- El Ministerio de Salud Pública, como ente rector sanitario, no podía alegar desconocimiento. Programas sin sustento verificable, como los dirigidos a adultos mayores, y su impacto directo sobre la atención primaria debieron activar alertas inmediatas. El silencio institucional frente a estas distorsiones no fue pasivo ni inocuo, legitimó un modelo que drenaba recursos sin traducirse en mejoras reales en cobertura, calidad ni resultados sanitarios.
12- El Servicio Nacional de Salud (SNS) fue uno de los principales perjudicados del esquema. La cancelación abrupta de contratos y la competencia desigual con proveedores privados erosionaron la red pública, mientras SeNaSa privilegiaba esquemas costosos y opacos. Que el principal prestador público quedara marginado no fue un accidente administrativo, sino una reconfiguración deliberada que debilitó la capacidad operativa del Estado.
13- La Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental (DIGEIG) tenía el mandato de prevenir conflictos de interés y promover integridad institucional. En SeNaSa, la existencia de estructuras paralelas, concentración de decisiones y relaciones contractuales reiteradas debieron activar alertas tempranas. Su ausencia total en la fase preventiva confirma que la ética pública operó como discurso formal, sin capacidad real de intervención ni corrección.
14- En el plano financiero, la Superintendencia de Bancos debía vigilar operaciones inusuales vinculadas a fondos públicos. Movimientos millonarios repetitivos, pagos concentrados y transferencias sin justificación operativa son señales clásicas de riesgo sistémico. En un sistema robusto, estas dinámicas generan Reportes de Operaciones Sospechosas. En este caso, esas alertas no se materializaron, revelando un vacío crítico en la supervisión.
15- La Unidad de Análisis Financiero (UAF), especializada en la prevención del lavado de activos, tampoco actuó a tiempo. Pagos sistemáticos del 30–35% en concepto de sobornos y estructuras empresariales interconectadas configuran tipologías ampliamente documentadas a nivel internacional. El rastro del dinero fue persistente y visible. La falta de acción temprana revela una desconexión profunda entre la normativa y su aplicación real.
16- La Dirección General de Impuestos Internos (DGII) debió cuestionar ingresos desproporcionados y posibles simulaciones de servicios. Empresas con facturación millonaria y baja actividad real constituyen señales elementales de evasión o fraude fiscal. Que estas inconsistencias no derivaran en fiscalizaciones profundas confirma que otra alarma clave permaneció inactiva, permitiendo la sostenibilidad del esquema sin presión tributaria efectiva.
Fragmentación del control
Lo común en todas estas fallas no es la falta de atribuciones legales, sino la fragmentación del control. Cada institución observó una parte del problema, pero ninguna asumió la responsabilidad de integrar la información ni de actuar de forma coordinada. Sin visión sistémica ni cruce de datos, el Estado perdió capacidad de detección y la corrupción encontró un entorno cómodo para organizarse.
Este silencio institucional explica por qué el caso SeNaSa pudo crecer sin frenos durante años. Cuando investigar depende de que el escándalo estalle y prevenir se vuelve opcional, la corrupción deja de ser una anomalía y se convierte en una práctica tolerada. El problema, entonces, no es solo lo que se robó, sino todo lo que el Estado decidió no preguntar cuando aún estaba a tiempo.
jpm-am

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