Temas de San Cristóbal: Metamorfosis de Juanico (cuento)
Conocí a Juanico una de esas tardes de otoño en que coinciden y se mezclan la lluvia y la tristeza. Llovía desde la mañana, con esa inconstancia desesperante de amagar y no dar. Como a las tres de la tarde se despejó el cielo y aproveché para salir. Para entonces, él era empleado del Tribunal de Primera Instancia de San Cristóbal, y yo un muchacho de unos diez años, que caminaba por las calles del pueblo curioseando, con pantalones cortos y muchas veces descalzo.
Era la época en que la gente manifestaba su odio hacia los Trujillo y a quienes durante su régimen cometieron abusos y crímenes, con acciones muchas veces exageradas. Había que comprender que no era fácil callarse y estarse quieto después de haber permanecido 31 años maniatados y en silencio.
Esa tarde se juzgaba a un colaborador del régimen que no tuvo tiempo de huir al extranjero, o no consideró muy grandes sus pecados.
La sala de audiencias estaba llena. El público abarrotaba además los pasillos y el frente del edificio. Los que estaban afuera vociferaban a coro, entre otras cosas: «Paredón, paredón».
Con mi pequeño tamaño y delgadez evidente, pude desplazarme por entre las piernas de los adultos y llegar hasta la primera línea de bancas para el público, justo detrás del acusado. Al primer descuido de quienes la ocupaban, aprovechando mi menudencia, me acomodé entre ellos sin que lo notaran. Cuando descubrieron la forma en que me acomodé en la banca, ocupando un espacio mínimo en ella que en nada afectaba su comodidad, no se ocuparon de echarme, es más, ni siquiera protestaron.
Durante un buen rato me mantuve inmóvil, como si fuera un polizón, pero después que tomé alguna confianza, levanté la mirada y la dirigí hacia el frente. Ahí fue cuando lo vi y me dejó impresionado. Entró por la puerta que comunica la sala de audiencias con los despachos posteriores de los jueces y los fiscales, y levantó, al entrar, su brazo derecho. Simultáneamente hizo un movimiento suave de sube y baja con la cabeza. No dijo una palabra, pero los presentes, al parecer conocían de antemano las normas establecidas, o bien, entendieron el lenguaje de sus gestos y su mirada, y se pusieron de pie.
Después que el juez entró y golpeó el estrado con la maceta y dijo: -Se inicia la audiencia-, volvieron a sentarse con reverencia. Yo no recuerdo si durante la ceremonia me quedé sentado o me paré mecánicamente. Sólo estaba pendiente de Juanico. Llamó mi atención que el tipo usaba un bigote grande y tupido, sin llegar a ser descomunal. No era militar ni lo había sido, pero se mantenía tomando notas, con los hombros erguidos y conservando la rectitud de la espalda y la rigidez del porte.
No era hombre de gran estatura; podría decirse que su tamaño era el del promedio de los hombres de nuestro pueblo. No era grueso ni atlético, sino más bien delgado. Al decir delgado, quiero dar a entender que era casi flaco.
Vestía con humildad. No podía esperarse otra cosa del subalterno de un juez, que sólo gana el sueldo mínimo. Pero llevaba camisa blanca, una corbata aceptable y un saco modesto. Y todo muy bien planchado. Además, su ropa tenía apariencia de limpieza.
Yo me fastidié de oír alegatos que por entonces no entendía muy bien ni cautivaban mi interés y un par de horas después me fui a la casa sin saber en qué paró el juicio de aquel hombre cuyo nombre no recuerdo y a quien sólo vi de espalda. De todo aquel alboroto me grabé únicamente la imagen de Juanico, con un porte natural que muchos militares seguramente envidiaban.
El paso de los años y el interés por los juegos infantiles alejaron mi mente de Juanico. No volví a verle ni a saber de él, hasta una mañana, también de otoño, en que la brisa jugueteaba con las hojas amarillas caídas de los árboles, elevándolas y obligándolas a cambiar de lugar constantemente y seguir un camino sin rumbo fijo, inconstante y sin destino final.
DISCURSO EN EL PARQUE
Fue entonces cuando, por primera vez, oí su voz. Parecía tener la potencia de un trueno en miniatura. Estaba en el parque central, frente al cuartel de policías y hablaba gesticulando con energía, como los políticos cuando dicen sus discursos de campaña, como si le hablara a las banderas del cuartel que, en sus astas, se mecían indiferentes con el viento, como cóndores, sobrevolando los empinados picos donde esconden sus nidos.
Me senté en una banca próxima a donde él estaba y empecé a oírle. Extrañamente para mi, hablaba de los monumentos árabes en España.
– La mezquita de Córdoba -decía-, es un monumento importante, cuya construcción se inició en el siglo VIII, bajo el mandato de Abderramán I, y del que destacan sus 800 columnas de mármol.
-Sí, señores -repetía con énfasis-, dije 800 columnas de mármol, ni una menos. Eso es lo que se llama grandiosidad.
-En la Alhambra de Granada está el Patio de los leones. Diez leones misteriosos, sin ojos definidos, de piedra viva, parecen cargar la plataforma de la fuente, labrada con singular maestría. Por sus bocas, sale un chorro de agua, tímido. Arriba, corona la fuente, un chorro de agua fuerte, que se esparce con el viento y refresca a quienes se acercan sin temor a los leones inmóviles…
Yo me encontraba impávido en la banca, casi igual que la vez aquella cuando lo conocí en el Tribunal de Primera Instancia y no me atrevía a moverme, como si fuera un polizón. Oía con respeto sus palabras. Admiraba su erudición y, a veces, la potencia de su voz y la vehemencia de su énfasis, hacía que se erizaran los vellos de mis brazos.
Seguí oyéndolo hablar, anonadado, con un desconcierto absoluto.
-Garraud -dijo después, al cambiar de tema-, es el príncipe de la criminología lionesa, el que da mayores pautas para legislar, el verdadero creador del derecho francés moderno. Leedlo a diario, digo a los abogados actuales, que suben a estrados a improvisar sin fundamento. Leedlo, si queréis alternar con elegancia, con principios y con espontaneidad.
Lo que decía era interesantísimo, pero ya no era el mismo Juanico. Había cambiado muchísimo. Andaba vestido con una camisa de caqui, gruesa y de mangas largas. De su pecho pendían unos treinta medallones distintivos, que por su peso le obligaban a arquear la espalda. Los pantalones, también color caqui, terminaban cubiertos por unas medias deportivas que los envolvían, trayendo la imagen de un beisbolista. Los zapatos tenis, color blanco, remachaban la imagen de desfachatez.
Era un caso curioso. De la cintura hacia arriba parecía un Porfirio Díaz desvencijado, y de la cintura hacia abajo, hacía pensar en un beisbolista mediocre.
ENAJENADO MENTAL
– Pobre Juanico -pensé-, se volvió loco.
Esta impresión mía se reforzó cuando lo vi dirigirse a un arbusto y desamarrar una cadena que terminaba en una argolla gruesa. De la argolla pendían otras cinco cadenas, cada una de las cuales sujetaba un perro. Con la cadena principal en una mano, se dirigió a ellos, dándoles indicaciones en forma imperativa. Les hablaba por sus nombres.
– Faraón Primero, usted debe llevar la dirección. Sultán segundo, no quiero entretenimientos. Nada de ladridos, Faraón Tercero. Y usted, Sultán Séptimo, si quiere orinar, hágalo ahora, antes de que marchemos. No se me quede atrás, Faraón Octavo, marche al ritmo de los demás. Adelante Faraón Primero…
Y sin dejar de dar órdenes marchó tras sus perros, que llevaban collares con cascabeles, que sonaban a cada paso, alejando su imagen desvencijada de Porfirio Díaz. Cuando dejé de verlo, empecé a reflexionar.
Comprendo que haya buscado refugio en los perros, que se entienda con ellos. Es cautivadora su nobleza. Pero su caso no parecía una situación de identidad, sino un problema de personalidad. Sin dudas estaba loco.
Los detalles observados me crearon muchas interrogantes que debía despejar para seguir tranquilo. ¿Cómo fue posible que un hombre tan sosegado, tan meticuloso, tan formal, se enloqueciera? ¿Cuáles fueron esas presiones psíquicas tan determinantes, que su mente no pudo superar?. ¿Por qué se le permitía dar un espectáculo tan penoso, en vez de procurar su recuperación en una institución adecuada y atendido por personal médico especializado?
Me fui del parque arrastrando conmigo mi incertidumbre y mi pesar.
Empecé a preguntar a los amigos viejos y algunos familiares, ¿quién había sido Juanico y qué problema de salud mental lo afectaba?
Conocí su historia poco a poco, estructurando los datos que iba recabando, escuchando unos informes allí y otros allá; algunos como chismes, otros como quejas y los menos como burlas.
Juanico fue un muchacho inquieto del pueblo a quien la pobreza le impidió asistir a la universidad y hacerse abogado como había sido su sueño. Su pobre madre viuda, apenas conseguía para el sustento y no podía pagarle inscripciones universitarias ni costearle los pasajes. El lo sabía y por ello, no le hizo reclamos, sino promesas.
– Mamá -le dijo un día-, voy a buscar trabajo. Se que no podré asistir a la universidad y quiero ganar algo para ayudarla en los gastos de la casa.
Consiguió el cargo de alguacil en el Tribunal de Primera Instancia de San Cristóbal y se sintió feliz. Trabajar en esa área compensaba sus intenciones frustradas de hacerse abogado.
Mientras los demás salían corriendo tan pronto terminaba la jornada de trabajo, él se quedaba devorando los libros que llevaban los jueces para elaborar sus sentencias, y memorizando los expedientes de tanto leerlos. Tan pronto pasaron dos o tres años, no había juez, fiscal o abogado que no pidiera su «opinión autorizada» antes de tomar una decisión en un asunto judicial importante. Sólo que, para disimular la consulta, adornaban las preguntas requiriéndole lo que, sobre tal o cual cuestión, sabía o creía él que opinaba Garreaud.
Juanico se regocijaba con las consultas y contestaba las interrogantes con amplios escritos reflexivos, comentando no sólo la opinión de Garreaud, sino también la de otros jurisconsultos franceses.
La primera señal de desequilibrio que se le observó fue un lamento. Se quejó con el juez de que a empleados menos trabajadores y capaces se les incrementara el salario mientras que a él se lo mantenían congelado.
-Yo también tengo hijos, y debo comer -dijo al juez enojado- No lo tome a mal magistrado, pero a usted le consta que no sólo soy alguacil sino también consultante y por ello no recibo ninguna compensación. Comprenderá, además, que para saber lo que sé, debo comprar muchos libros, y lo hago con mi salario, porque no tengo otros ingresos.
A LA UNIVERSIDAD
El juez, queriendo salir del paso, no porque tuviera por él gran aprecio ni buenas intenciones, le dijo:
– Mire Juanico, yo creo que en usted hay mucho talento desperdiciado. Usted es un buen abogado, aunque carece del título. ¿Por qué no se somete a exámenes en la universidad como alumno libre? Con su saber y su experiencia, seguramente aprobaría todos los exámenes sin necesidad de asistir a cátedras. Usted sabe lo que los maestros enseñan en las cátedras y mucho más. Hágase abogado con título, Juanico, que usted no es hombre de ganar el sueldo mínimo.
Juanico oyó como buena la sugerencia que le fue hecha con maldad. Dio las gracias al juez, dio media vuelta y se puso a soñar.
– Esos abogados de ahora -se dijo-, cuando salen de la universidad no saben ni ponerse la toga. Si ellos pueden pasar los exámenes, qué no haré yo. Mañana mismo voy a la universidad para hacer mis diligencias. Si no me dan problemas, antes de un año tengo mi diploma de abogado.
Cuando oyó los gallos cantar al día siguiente, no esperó más para levantarse. Organizó sus papeles, los revisó meticulosamente, elaboró su carta de solicitud, fundamentándola en sus años de experiencia. Tomó el primer carro y fue a la Escuela de Derecho. Lo recibió el Decano. Un muchacho de poco más de 20 años, que seguramente no había pisado un estrado.
– Su solicitud no es admisible -le dijo fríamente-. Usted no califica por la edad. Además, su experiencia práctica, no invalida en nada su necesidad de aprender las concepciones teóricas del derecho moderno.
Juanico no le dijo nada. Lo miró con indiferencia. Tomó sus papeles y regresó a su casa. Se encerró en su cuarto un par de días. Cuando salió empezó a divagar y a protestar.
Todos se quedaron atolondrados. Jamás había dicho una palabra descompuesta, jamás se había expresado así de nadie.
DISTORSION
Olvidó el tribunal en que laboraba y comenzó a hablar solo. Simulaba juicios frente a su casa en los que él era abogado defensor, abogado acusador, juez y fiscal. Desarrollaba cada papel con independencia de criterio. Al final enjuiciaba sus actuaciones en cada caso.
– Juanico, como abogado acusador estuviste flojo -se le oía decir a veces, como para sí-. Debiste elucubrar más a fondo las declaraciones del acusado para encontrar sus contradicciones y sus vaguedades. Como fiscal fuiste poco inquisidor, tenías que presionar más al acusado para contrariarlo y llevarlo a errar. ¡Qué serenos fueron tus juicios como abogado defensor ! ¡Nunca te saliste de tus casillas! ¡Ah!, pero como juez estuviste fabuloso. Escudriñaste cada gesto del acusado, cada mirada, cada palabra que evitó pronunciar para no delatarse. Estuviste fabuloso, Juanico. A cualquier otro lo hubiera engañado el farsante, pero a ti no. Eres el mejor.
Sus vecinos del barrio toleraban sus descomposturas porque lo conocieron por años. Había sido tranquilo y callado. De su trabajo a su casa, a estudiar. Esas eran sus características.
– Ahora hay que soportar sus juicios cada mañana -me comentó un día uno de sus vecinos-, y después sus discursos mientras barre la calle y carga con las suciedades de sus perros. Fue un gran hombre mientras estuvo cuerdo; ahora creo que es un gran loco.
JUBILACION
Su mujer, preocupada hasta más no poder, iba diariamente al tribunal a informar al juez de la evolución de la enfermedad mental que lo afectaba. Se tranquilizó y dejó de ir, cuando él le entregó el oficio de jubilación de su esposo enfermo y le dijo que sólo regresara los días 25 de cada mes, a procurar el cheque de pensión. Era una pensión de hambre, a pesar de que en Juanico de juntaron los años de antigüedad y la enfermedad.
Un día, a media mañana, iba yo entretenido, pensando en esas injusticias sociales de la vida en nuestro medio. Al llegar a una esquina me detuve azorado al oír la orden de alto con severa voz de mando. Era Juanico exigiendo vía libre para sus faraones y sultanes.
Lo vi alejarse, con sus pantalones envueltos por las medias y unos tenis morados, ordenando detenerse a todo el que podía estorbar su paso.
JPM
¡ excelente me gustó !
alguna ves oi el comentario que la provincia benemérita la usaban gentes del sur profundo y la capital ,para abandonar allí sus locos.en ocasiones abundaban,varios cobraron fama personal.
el libro del dr.zaglul «mis 500 locos» dio fama a los locos de san cristóbal, pero en la etapa post-trujillo, el «loco» más célebre y emblemático de san cristóbal fue el señor juanico, lo recuerdo bien en su casa de la calle gral.cabral frente al banco agrícola pronunciando encendidos discursos hacia la calle.el pueblo lo recuerda con simpatía y cariño, aunque no siempre era tranquilo, a veces podía ser agresivo. no me percaté de su muerte
si mal no recuerdo juanico en una ocacion fue mayordomo del casino san cristobal
primo hacia mucho tiempo no encontraba con una historia tambien redactada, hoy pude conocer mucho mejor a ese juanico de nuestra niñez, ese que le dijera al coronel bolivar nuñez, cuando este le pregunto, nunca me ha dicho mi esposa que usted le ha faltado, a li que este le contesto, loco si, pendejo no.
claro que lo recuerdo, el la calle general cabral, en la esquina de la gallera, recuerdo que mi abuela decia que era un loco manso. doctor, le agradezco el relato, pues no conocia esa parte de la historia de ese personaje pintoresco de nuestro san cristobal del ayer.excelente
gracias por hacerme recordar esos tiempos, son triste pero fueron nuestros, gracias . y a usted por mantener viva la historia de mi inolvidable san cristobal, gracias mil y mucha salud.
excelente: solo para sancristobalenses !. historia viva del pueblo.