Rescate irreverente

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EL AUTOR es escritor. Reside en Santo Domingo.

Para más de un analista la muerte de José Antonio Reyes Oyola, en una operación policial de rescate, fue un hecho que pudo realizarse sin perdida humana para ninguno de los involucrados. El hombre   atrincheró en una vivienda con una mujer y su bebé, a quienes mantuvo secuestrados, fue muerto por un oficial de la Policía que se hizo pasar por cura, y quien luego explicó que el secuestrador “no quería ceder y hubo que actuar”.

No se tienen todavía todos los elementos que permiten hacer un juicio de valor conclusivo, al grado de decir   que esta lamentable muerte pudo evitarse; sin embargo, las últimas palabras conocidas del secuestrador, sin dudas, lo ponían al alcance de una mediación efectiva que podía evitar su muerte.

Sus palabras revelan que él estaba en condición de racionalizar su situación apelando a mecanismos de exculpación, que de alguna manera daban señales a la apertura de   una posible mediación que permitiera que este rescate resultara sin víctimas.

Lo cierto fue que algo falló y el hombre terminó de la peor manera.  Quizás el secuestrador reaccionó tras advertir disonancias entre un militar que simulaba ser un sacerdote amoroso y esmerado en el cuidado espiritual de las almas y un personaje que se extravió en su actuación y que finalmente se reveló como un militar osco y represivo. Es aquí donde está el nudo que hace difícil explicar la razón de fuerza que llevó este caso a ese infausto final.

Parece entendible que el caso del secuestrador de Cotuí había entrado en una fase de negociación que requería de persuasión y de un manejo más inteligente. En la medida que un secuestrador está pidiendo condiciones para deponer su actitud y   entregarse, en esa medida, quienes lo tienen acorralado deben entender que está racionalizando sus miedos, que está haciendo cálculos de riesgos y posibilidades, y que está llegando a estado de ablandamiento que hace la situación más manejable, lo que facilita una salida negociada y sin pérdidas de vidas humanas.

Sus mecanismos de defensa racionales estaban activos, su universo simbólico está operando en pro de su interés para conservar su integridad física. Él no estaba tan enajenado, él pudo hacer algunos cálculos. Cuando pide la intervención de la prensa, sin dudas que está pensando   que mientras más conocido y divulgado es un hecho, menos posibilidades de que pueda ser ocultado en todos sus detalles. La prensa tiene en este caso un valor protector y el secuestrador está apelando a su intervención. Desea que la situación sea conocida para evitar atropellos que queden en la sombra de lo no visto o en el silencio de lo no denunciado o contado.

Pero la parte más compleja de esta mediación, la que le impregnó más irreverencia e impudicia a este el preámbulo trágico es el   inexplicable disfraz de este policía para hacerse pasar por el sacerdote que había solicitado este desesperado joven. Con este simulacro de lo sagrado la parte simbólica religiosa del imaginario social fue oprobiosamente degradada y cruelmente desvirtuada.

En medio de esta situación en que una vida joven se debate entre la más deplorable y condenable amenaza a dos personas inocentes (un secuestro), y su instinto de supervivencia, en medio de ese trance dramático él busca seguridad y protección y solicita la presencia de un sacerdote, algo que puede suponer más que una mediación protectora de su integridad, la búsqueda en su universo simbólico de un amarre más elevado y significativo para su vida.

El secuestrador movido por sus recuerdos, sus experiencias, sus posibles conocimientos sobre la fe, pudo apelar a un valor espiritual que, además de garantizarle la integridad física, podía servirle de apoyo para calmar su desosiego y orientar  su alma abatida por las culpas y pesares que pudieran estarlo confundiendo y abrumando.

En su confusión y estado perturbado el secuestrador apela a   un recurso supremo que tiene un valor humano, social y espiritual que merece respeto, en términos más sacros, que merece reverencia. Hablamos de lo que representa un sacerdote, un pastor, una persona que de alguna manera está llamada a mediar, a darle forma a los oficios sagrados para ayudar a otros a encontrarse con Dios.

No olvidemos que como sujetos vivimos en una cultura en la que nuestra comprensión de la vida y de la realidad está mediada por símbolos, y los símbolos religiosos tienen para nosotros, aun en medio de este desenfrenado proceso de secularización, un peso que no podemos ignorar. Un sacerdote, con su indumentaria, un pastor con sus características e identidad tienen un significado patente entre nosotros que debe respetarse.

Con todo el poder mediático desplegado en este caso, el símbolo de la mediación sacerdotal y pastoral ha recibido un duro golpe. La credibilidad colectiva ha sido agredida, precisamente en tiempos en los que más necesitamos de la vigencia de estos valores. La pregunta que flota en el imaginario popular es: ¿A quién le creo?

En definitiva, los símbolos funcionan como un lugar de encuentro entre el pasado, el presente y el futuro y, sobre todo, ayudan al ser humano a encontrar algunos puntos de certeza ante las confusiones y desconciertos propios de esta vida.

Necesitamos cuidar nuestros símbolos, necesitamos ver lo sagrado con mayor reverencia. Necesitamos una policía más inteligente y capaz, más humana y mejor orientada. Necesitamos una sociedad más justa, promotora de valores que exalten más la vida. Necesitamos como iglesia una teología que nos ayude a comprender la vida y su dignidad en su dimensión más amplia y sagrada.

JPM

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Luis De New York
Luis De New York
4 Años hace

mi pregunta es, cual es el motivo del secuestro?

Maria Belen Chacon
Maria Belen Chacon
4 Años hace

el coronel actuo correctamente. a los delincuentes hay que darles pa bajo, rapido y sin contemplaciones tal y como ellos hacen con sus victimas iniocentes.

Whitey Sharkie
Whitey Sharkie
4 Años hace

sr. gomez, olvide la «santa irreverencia»; aquí el caso y el señalamiento debe ser el asesinato a sangre fría, de forma cruel y no tan inusitada.