Relato: Imploran intervención de Dios para mitigar la calamidad pública

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EL AUTOR es periodista. Reside en Santo Domingo.

Los parroquianos loaban cantos al Señor, clamaban la intervención del Celestial para mitigar las penurias y calamidades que se habían venido encima y azotaban a la población. La gente comenzó a salir a las calles polvorientas para realizar largas procesiones, las cuales sirvieron para el desahogo de interminables ruegos de feligreses que imploraban la mediación divina.

 

“Pesqué, pesqué Dios mío, piedad, piedad Señor

si grandes son mis culpas,

mayor es tu bondad…”

 

-“Parece que pagamos algo, esto no es normal, es un castigo. Nunca habíamos estado en estas condiciones…”-dijo Mela en conversaciones con Purita a través de las empalizadas de sus viejas casas de madera techada de hojas de palma.-“Es que aquí hay mucha gente mala, de mal corazón. No se conduelen de los otros”, respondió Purita.

La culpa de todo casi siempre se le echaba a alguien: A Lucifer, a la brujería, a los ateos y hasta a los gobiernos. Pero como era de esperar, este “faul” se le pegó a los haitianos. Tamayo es una comunidad activa, muy productiva, habitado por agricultores y a donde llegó una que otra familia extranjera, especialmente de origen árabe.

El apogeo de la industria azucarera era visible y ejercía cierto impacto económico en la zona, lo que convirtió esta pequeña comunidad en un atractivo para comerciantes. Los ciudadanos haitianos que eran, mayormente picadores de caña, “congóses” acabados de llegar de Haití y que apenas entendían español, acudían los domingos al poblado para asistir al mercado, o cuando no, a enterrar a sus difuntos en el cementerio del lugar.

La gente no veía la presencia de estos “congóses” con “buenos ojos”, dada su expresión cultural que resultaba extraña, propia de sus ancestros procedentes del corazón de África.

“Los haitianos trajeron toda esta desgracia pa´cá con sus brujerías”,-dijo Mela. Y después de abundar en la conversación, optó por ir a la peregrinación de esa tarde: “Seguimos hablando después, ahora voy a prepararme para la procesión…”, expresó.

La población pasaba un mal momento, una enorme sequía y un calor insoportable.

Después de un largo apogeo de las actividades productivas y económicas, las cosas comenzaron a deteriorarse. Los parroquianos se preocupaban por la situación y los negocios languidecían lentamente. Las tiendas, colmados y almacenes florecientes, comenzaron a verse “tristones” y con escasos compradores.

Los dueños de tiendas pasaban un buen tiempo frente a sus negocios chanceando con algunos orates del lugar. Las panaderías vendían menos panes y la agricultura decaía hasta un punto que el “otrora plátano tamayero”, orgullo de toda la comarca, desaparecía de la mesa familiar. Hasta las matas de estas musáceas se resistían a producir “bananos robustos” que eran orgullo de los productores.

Las “cocanas”, fuentes de abasto de masas de coco para el procesamiento y  producción de aceite, cerraron una a una. Los productores y compradores Prebistilio Reyes, sus hijos Ramón y Ciriaco, y tío Franciscolo, así como los que operaban cocanas en Hato Nuevo, fueron desapareciendo  del negocio. Los cocoteros ya no eran como antes que producían robustos frutos con gruesas masas y abundantes aguas. Ahora los cocos no solo eran más pequeños, sino que mermaba la cantidad y la productividad de las matas.

El tío Franciscolo, el cual recuerdo como si fuera ahora mismo, era un gran productor de cocos. De carácter retraído y de poco hablar, se forjó como tronco de una laboriosa familia que se daba el lujo de llenar una casa con solo cocos que caían o “goteaban” de las matas.

Desaparecían los frutales. Los ricos mangos “Largos”, “Banilejos”, “Mameyuelos”, “Yamaguí”, “Manzano” y otros que eran apetecibles por su acidez y fibras, comenzaron a escasear y algunos desaparecieron.  No se veían los “memisos” producidos por plantas que crecían a orillas del río Yaque del Sur.

Escasearon las guayabas, guanábanas, cajuiles y las almendras, mientras mermaban también la producción del “Mango grande” o “Mango Jáquez”, que se tenía como “comida de puercos”, porque eran atacados por gusanos y usados por los productores para engordar cerdos.

La situación preocupaba al parroquiano que ya no podía acudir a una mata de mango a darse una hartura de la rica fruta o ir a uno de los cañaverales del ingenio Barahona para llenarse de jugo de caña, que algunos ingerían con panes que eran empapados o rellenados de guarapo de caña.

No obstante las dificultades, la vida discurría apacible porque, incluso, después de consumir opíparamente “plátanos con arenques” o con “bacalaos”, la gente iba al parque del pueblo, donde a veces aprovechaba para echar una “pavita” o pequeña siesta en las banquetas, debajo de frondosas matas de caobas y laureles.

Los venduteros mermaban sus ventas, lo que me impactó directamente. Ya que de pequeño era vendedor de dulces y “bombones” de harina de trigo. También, “bienvesabes” o “coconetes” de cocos rayados que producía mi madre Purita en la casa y en la panadería de mi padre Eloy. Dulces de leche solo, de leche relleno de naranja o de coco gozaban de mucha demanda. Los  “comisionistas” que iban a vender ropas y otras chucherías a las tiendas y negocios del pueblo lo apetecían y compraban para llevárselo a la ciudad, pero últimamente eso no estaba ocurriendo. La venta de alimentos en colmados escaseaba.  Loa tramos de estos negocios lucían vacíos y polvorientos, con pocas provisiones y hasta escasas botellas de ron y otras bebidas en sus exhibidores.

 

La tierra se endurecía

 

La larga sequía que aniquilaba las producciones de plátano, guineo y otros rubros completaba el panorama. La propia industria azucarera que operaba el ingenio comenzó a confrontar problemas porque escaseaba el agua para irrigar las plantaciones cañeras. Las regolas o canales y el “canal grande”, que servían para canalizar las aguas del río Yaque del Sur a zonas cañeras y a cultivos agrícolas, se secaban paulatinamente. En lo que eran conductos de grandes torrentes, apenas corría en sus cauces chorritos de agua.

Cuando estos canales llevaban mucha agua, los mozalbetes aprovechábamos que los “Guardacampestres” del ingenio cerraran las compuertas de control y cogíamos con nuestras propias manos abundantes peces y mariscos. Atrapábamos las  tilapias, guabinas, dajaos, camarones y jaibas que se quedaban saltando en los charcos como si buscaran donde protegerse.

Pero las cosas cambiaron y estas prácticas fueron desapareciendo lentamente; vino la sequía y el agobiante calor que acabó con todo. La tierra se endurecía y cuarteaba. Se abrían surcos a causa de la resequedad. Las matas de plátanos comenzaron a secarse, las hojas se tornaban amarillenta y producían racimos de platanitos que apenas podían sancocharse.

La desesperación comenzó a asomarse y la gente empezó a implorar al cielo, esta vez con más fe. La iglesia católica se llenaba de feligreses que suplicaban un cambio de la situación. El sacerdote del pueblo organizó procesiones que recorrían por todas las calles y concluían entre cánticos y “golpes de pecho” para que les sean perdonados sus pecados.

-“Dios haz algo por este pueblo que implora…”, suplicaban las personas que tenían más edades mientras se aferraban a las cuentas de su rosario. Rezaban a San Isidro Labrador para que para que mande la lluvia:

 

“San Isidro Labrador,
ejemplo de vida entregada al señor.
Te pedimos tu intercesión ante Dios,
para recibir la lluvia en nuestros campos
y la protección de nuestras cosechas,

….”

Amén.

 

La iglesia, con la ayuda de la comunidad, construyó  ermitas (santuarios) en los barrios El Charquito, Altos de las flores y otros, que eran adornadas con íconos de Jesucristo en la cruz, San Antonio, La Virgen de La Altagracia y otros santos. Todas las tardes y entradas las noches, las devotas y devotos del pueblo realizaban procesiones portando velones, crucifijos y rosarios a manos, por las calles polvorientas del poblado, entonando plegarias de consolación:

 

“Pequé, pequé Dios mío, piedad, piedad Señor

si grandes son mis culpas,

mayor es tu bondad…”

 

Los ruegos y las procesiones parece que tocaron las fibras más sensibles del corazón del Señor y un día, sin que nadie lo esperara, comenzó a lloviznar. La gente se lanzó a las calles lleno de alegría para agradecer la llegada de las lluvias.

 

–“Por fin comenzó a llover, Dios escuchó a sus humildes servidores”, expresaban. Las pequeñas lluvias fueron seguidas de aguaceros más intensos, indetenibles, por los días de los días. Quince días después los parroquianos no sabían qué hacer, las lluvias no cesaban y las casas comenzaron a inundarse.

Los continuos aguaceros tomaron ribetes perturbadores. Los bomberos iniciaron visitas a las familias para  indicarles que debían adoptar medidas preventivas ante la inminencia de un desbordamiento del río Yaque del Sur que en las crecidas convertía el centro de la población en su cauce principal.

De aquel infortunado momento, me llega a la mente aquellos momentos cuando mis padres, auxiliados de mis hermanos mayores, se dispusieron a preparar “soberados” en el techo de la casa para subir allí a los más pequeños, con miras a evitar que sean arrastrados por las crecidas.

El río se desbordó y no solo inundó a la población sino que la riada arrasó las pocas plantaciones que estaban de pie, llevándose de cuajo las siembras de yucas, batatas y otros productos que quedaban en el lugar.  Los aguaceros continuaron intensamente y en los pequeños ratos soleados la gente salía de nuevo a implorar.

 

“Pesqué, pesqué Dios mío, piedad, piedad Señor

si grandes son mis culpas,

mayor es tu bondad…”

 

Las aguas arrastraron lodos y la correntía seguía por las calles. Los devotos continuaban sus ruegos a Dios y a los santos, pero esta vez para que detengan las lluvias que amenazaba la vida de los tamayenses:

 

“San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol

San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol…”.

ereyes@indotel.gob.do

JPM

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