“Reforma” de la educación dominicana (parte 4: El Alumno)

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El autor es educador. Reside en Orlando, Florida

POR HUGO GIL

 En la entrega anterior analizamos de manera simple el rol que tradicionalmente se le ha asignado al maestro como el intérprete o transmisor del contenido curricular dentro del sistema educativo dominicano. En esta oportunidad, también de manera simple y somera, trataremos acerca del papel que tradicionalmente el sistema le ha atribuido al alumno. 

El amado lector debe advertir que por el corto espacio de que disponemos en este tipo de publicación en formato digital no se espera que los análisis alcancen el nivel de profundidad que una publicación de otra naturaleza, un libro o revista especializada, por ejemplo, alcanzaría.

   Queda evidente que, si el maestro es el transmisor del contenido, el alumno, en consecuencia, es el receptor de éste. En sentido llano puede decirse que el discípulo es visto por nuestro sistema como una caja de deposito donde se espera que se acumule el conocimiento que algún día (al menos teóricamente) le servirá para ser un ente útil a la sociedad.

 Los exámenes en ese sentido no son más que herramientas para medir la cantidad de conocimiento archivado. Mientras se sostenga y alimente esta concepción, la educación dominicana jamás podrá superar la deficiencia que le caracteriza en los actuales momentos.

   Lejos de ser una simple gaveta o caja de archivo para depositar datos, el alumno debe funcionar como un ente dinámico y progresivo, punto neurálgico del sistema y razón de ser de la educación. El alumno no debe ser visto como un elemento más del sistema, sino como el centro mismo, el núcleo. 

Todos los demás componentes del proceso educativo, incluyendo principalmente el maestro, deben pendular y gravitar en torno al alumno. En vez de ver nuestros alumnos como depositarios del conocimiento, debemos verlos como entes de adquisición y desarrollo de destrezas.

 Un recreador y descubridor de elementos de desarrollo. Una potencial fuente de destrezas que le permitirán hacer una contribución significativa al desarrollo de la cultura y de la sociedad.

   Debemos terminar con esa óptica parasitaria que castra y quiebra el potencial del ser humano convirtiéndolo en una simple marioneta que se mueve caprichosamente el ritmo estéril del titiritero. Cuando el sistema recibe inicialmente a un potencial científico, empresario, profesional o artista, por la incapacidad propia del sistema y los erráticos operativos de éste, este potencial ente contribuidor del desarrollo social termina convertido en un paria social que tiene que sobrevivir malamente las deficiencias del sistema. Una víctima en vez de un contribuidor.

   Es necesario replantearnos los objetivos y propósitos de la educación dominicana. Hay que rediseñar nuestras tácticas y estrategias. Debemos enfocarnos en nuevos métodos que transformen al alumno del un ente pasivo a un ente dinámico que se desarrolla en la medida que aplica formulas, crea contenidos, redescubre y descubre, analiza, hace síntesis, proyecta posibilidades. La naturaleza nos entrega un niño con todo su potencial para ser un ente significativo en base a su contribución social. Evitemos castrar y cosificar su inteligencia y capacidades.

   Al fin y al cabo, si tenemos evaluaciones deficientes en base a los medidores usados por organismos nacionales e internacionales, el hecho no se debe a que tengamos alumnos brutos o con escasa inteligencia; definitivamente se debe a que tenemos un sistema inherentemente deficiente que no sabe qué hacer con el maravilloso potencial que el niño trae cuando entra al sistema.

   Es muy fácil que “la soga rompa por lo más delgado”, como reza el dicho popular. En el caso de la educación dominicana no se trata de que la soga rompe por lo más delgado, sino de que a base de ineficiencias nos hemos hecho expertos en debilitar lo fuerte, castrar lo productivo, embrutecer lo inteligente y hacer de una vida llena de potencial esplendor un trapo viejo.

jpm-am

  

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