Pólvora Poética

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Miguel Alfonseca

 

Varias generaciones y concepciones estéticas convergieron en el fragor de Abril del 65 para expresar con su arte la canción de gesta, articuladas como un solo puño combatiente en el Frente Cultural que nucleó la vanguardia intelectual alineada con la causa constitucionalista. Causa que devino, tras el desembarco de las tropas americanas, en resistencia nacionalista. Desde un salmista profundamente creyente como el entrañable Máximo Avilés Blonda –poeta y hombre de teatro cuya presencia grata se hizo patente temprano en mi hogar a través de mi hermana Flérida, su alumna en la Escuela Nacional de Arte Dramático. El grande escritor que fuera Ramón Francisco –un CPA de sandalias conventuales y medias blancas, constante en La Cafetera y anfitrión amable en su casa museo, autor, como Neruda, León Felipe, Pedro Mir, de odas y contracantos a Walt Whitman, y de esa formidable saga histórica que es La Patria Montonera.

EL AUTOR es sociólogo. Reside en Santo Domingo.
EL AUTOR es sociólogo. Reside en Santo Domingo.

Pasando por Rafael Astacio Hernández, de la Generación del 48 y del Partido Nacionalista Revolucionario de Corpito Pérez, Dato Pagán y otros serie 23 y llegando a Pedro Caro, de mi grupo generacional, quien en medio de la pólvora presagiaba una isla integrada, una Arcadia interétnica. Recalando en el inmenso Miguel Alfonseca, voz espléndida de Arte y Liberación que desplegó sus mejores banderas de militante de la cultura en una multiplicidad de roles combativos.

Al calor de esa pólvora, el bueno pacifista de Avilés nos dice todo con el título de su poema testimonio Hemos llegado a un punto, en el que expone su asombro ante la intervención a la luz de las normas del derecho internacional: “Hemos llegado a un punto/ en que la boca del fusil es la que habla./Hemos llegado a un punto/ en que la lengua del pueblo suena a bronce caliente./Hemos llegado a un punto/en que el aliento del pueblo huele a pólvora./ Y dónde, nos preguntamos, en este punto,/están los tratados, las organizaciones internacionales,/las veneradas leyes y el respeto a los demás?/La codicia invadió nuestros predios con su muerte amarilla/ y se levantaron tumbas en todos los rincones./Éramos casi una isla con tristes habitantes/que crecían diariamente alimentando sueños,/criando su ganado de esperanzas./Aldeas rumorosas habitaban sus valles,/ dulces ríos tranquilos lamían su superficie./

Éramos casi una isla de tristes habitantes/pero llegamos al punto del bronce y de la pólvora./Regresaba de la escuela aquella tarde,/traía un tibio olor a roble viejo,/reía con la risa de muchacho/y apacentaba mi ganado de esperanza./Empezó todo con gran ruido metálico,/hombres con la digestión paralizada,/otros con hambre,/otros con alcohol, porque era sábado./Las doce se marchaba en el reloj lejano,/las doce del persignarse de las viejas,/las doce del arroz del hombre de trabajo./La vecina cruzó y me dijo la nueva./Éramos casi una isla de tristes habitantes/y nos fuimos haciendo más heroicos de pronto.”

En los primeros versos de su Tercera Oda a Walt Whitman, Mon Francisco reanuda su diálogo imaginario con el cosmogónico patriarca de Hojas de Hierba: “Mi muy estimado Walt:/Recordarás que he venido escribiéndote desde 1960./Recordarás… Isla y despojo y llanto./Recordarás que entonces denunciamos la máscara,/la máscara asesina que asediaba a la historia:/Vida y sudor detrás, y en esto, la República!/Quemantes sus productos, sus débiles productos/sosteniendo el vaivén de su agonía./Te conté de sus hombres: rudos trabajadores./Te conté mi temor por su exterminio./Te conté de la dura raza de América Latina,/su fatiga de sol a sol:/La rebelión, la rebelión, te dije, se avecina:/Nuestra es la tierra aprendimos sus hombres/y entre risas y foetes del bárbaro homicida/gritó Santo Domingo: Aquí, señor! Presente!/Esto es lo que decía, Walt: Dominicanos!/Isla Santo Domingo! República! Presente!/

La dura carabina sustituyó al machete./Gruesas gotas de sangre del proyectil rodaron./Isla! Isla Santo Domingo! Dominicanos! Presentes!/Y estos hombres empujan su ascenso a la alegría./Quien, quien, levantó alevoso el orden que caía?/Mientras se cubre el cielo de balas asesinas/el  gran eco responde: Revolución! Justicia!/y las ratas se asustan desde los aposentos/y corren a esconderse como bestias heridas!/Es el pueblo que pasa: Revolución!  Reposesión!  Justicia!/Es el pueblo naciendo del vientre de la historia:/el  parto del fusil… doloroso y sangriento…/América Latina clavó un hombre en mi tierra, Walt.”

Más panfletario que otros versificadores de la situación bélica del 65, Rafael  Astacio  Hernández desenvaina su espada encendida en el poema Jornada de Abril, en cuyo arranque saluda el acontecimiento histórico: “Como aurora recién venida/desde el más puro sudor/ y desde la sangre misma del pueblo,/emerge centelleante como luz singular/colmada de cantos/la fraternal victoria del pueblo./Si, el veinticuatro de Abril,/el  veinticuatro de Abril extrovertido/llegó seguro, estable, con fusiles y cantos/y amables corolas/empolvadas con justiciera pólvora;/llegó con negros y marchitos presagios/para los tránsfugas vampiros/y estranguladores del pueblo…” Para los cuales el poeta invoca “un rayo caído medio a medio/en el mismo corazón de los traidores a la Patria.”

El poeta Miguel Alfonseca, bañado por una fresca fragancia whitmaniana que traspasa su verso, produciría Coral Sombrío para Invasores, una efectiva reconvención a los muchachos marines, quienes se arriesgaban a encontrar la muerte en los callejones valientes del Santo Domingo vertical, peleando una guerra que no era la suya.

“Morirán sin los abetos de Vermont./Morirán sin los grandes pastos rizados por el viento,/
sin los frescos terrones de California/ni la cordillera del Oeste,/donde el cielo es un pálido patriarca en mansedumbre./Morirán sobre una tierra que no es suya,/entre unos hombres de distinta lengua,/ojos diferentes/y distinto corazón./Porque son invasores./Destrozan nuestros niños/y aúllan las raíces del planeta./Matan nuestras madres/y el mundo gime pateado en los ovarios./Morirán sin la sana harina del labriego/ cocida en el fuego saludable de los árboles./Morirán sin los cánticos de la campiña,/sin la ronda amorosa de la escuela,/sin el jubileo de los pájaros en la ventana/cuando la edad sitúa el mundo lejos,/ en el marco de madera tibia labrada con las manos./

Morirán sin el cedro, sin el olmo, sin el roble,/que escucharon el vagido de su nacimiento./Porque son invasores./Porque matan al hombre que defiende su heredad,/la tierra en que nacieron sus padres/y murieron,/la tierra en que nacieron sus hijos/y morirán./Porque vienen sin el amplio corazón de Lincoln./Morirán lejos de los grandes bosques de Oregón/donde el aire es una canción silvestre./Morirán sin los dulces brazos de sus ríos,/sin las cálidas palmas de sus madres,/sin los besos temblorosos de la amada,/sin la risa de sus hijos./Porque son invasores./Porque no defienden su patria/sino que agreden la nuestra./Patria pequeña de tierra./Patria inmensa de hombres./Porque vienen a enterrar/el alba que subimos con huesos y con sangre/con pólvora y con llanto/y con amor.”

Pedro Caro, joven militante del PCD, cifra la utopía en Habrá una Isla un día, citando al poeta insular Jacques Viau (“Nadie que no sea joven habitará esta tierra”), cuya referencia le sirve de pie para introducirnos al poema, que alienta la hermandad entre los dos pueblos que habitan la Hispaniola y la igualdad multicolor.

“Habrá una isla un día/repleta de mujeres y de niños gozosos,/donde el canto levante las espigas/y el odio no sea más/del  hombre compañero./Habrá una isla de todos,/para todos./Una isla de amor/donde todos los niños/paseen sus mejillas en la lluvia,/alegremente sonreídos./Bajo un tiempo de amor,/la isla se unirá,/Se abrirá para siempre/como una joven recién embarazada,/que espera el nacimiento de su hijo/robusto y lleno de contento./Habrá una isla un día/ardientemente enamorada de sus hombres,/que le hablarán sencillamente/en un común lenguaje de amantes inexpertos,/Habrá una isla un día/de arados que penetren con dulzura/la tierra que le ama,/y coloquen semillas en su vientre/como coloca el hombre su semen milagroso./Habrá una isla un día/igual para los negros,/igual para los blancos,/igual también para el mestizo/que aún le duele su origen/de razas que se cruzan./

Habrá una isla,/y habrá también un reluciente sol/bajo el cual trabajarán los hombres./Unidos dulcemente en el común deseo/de poseer el canto./ Sin odio ya posible/ la isla se unirá bajo un nuevo sistema,/bajo un tiempo de amor,/donde habrán niños y hombres/ con maneras de amar de hijos y padre./Muchachos que olvidarán el llanto./ Muchachas que amarán regocijadamente,/que aprenderán de nuevo bordando los pañuelos,/palabras que se dicen al oído con tímido recato./Pero será un tiempo nuevo,/y ya no habrá más lágrimas,/y tendremos libertad para sufrir/por los que habían sufrido,/libertad de llorar/por los que habían llorado./Libertad para amar/a las dulces muchachas/que se habían olvidado/de las suaves maneras,/y que en vano esperaban/el regreso imposible/a los tiempos del canto./Habrá una isla, hermano,/una isla de amor para los negros,/una isla de amor para los blancos,/una isla de amor para el mestizo.”

A un año de estos eventos, en un domingo de abril del 66, asistí en el Teatro Baquedano de Santiago de Chile a la lectura que en su voz monótonamente cansina hiciera Neruda del Versainograma a Santo Domingo. Tras un recuento histórico de episodios que han marcado nuestra suerte como isla desdichada (“Vamos a recordar lo que ha pasado/desde que don Cristóbal marinero/puso los pies y descubrió la isla./¡Ay mejor no la hubiera descubierto! /Porque ha sufrido tanto desde entonces/que parece que el Diablo y no Jesús/se entendió con Colón en este aspecto”), el vate chileno concluía sentenciando: “Me gusta en Nueva York el yanqui vivo/y sus lindas muchachas, por supuesto,/pero en Santo Domingo y en Vietnam/prefiero norteamericanos muertos.”

Era la pólvora metafórica, a veces fulminante, de los poetas.

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