Una iniciativa con un inadvertido trasfondo antinacionalista
Honorables congresistas: Con todo el respeto que nos merecen sus proponentes, el proyecto de Ley que busca desalojar del Panteón de la Patria al general Libertador Pedro Santana, no solo constituye una iniciativa con un inadvertido trasfondo antinacionalista, sino uno de los peores ejemplos de patriotismo que con su eventual aprobación podría legárseles a las presentes y futuras generaciones.
El referente histórico de la independencia nacional, y a la vez, el antihéroe por excelencia de la clase gobernante de Haití, ha sido y sigue siendo el general Pedro Santana. De manera que de prosperar la iniciativa, nuestro Congreso estaría cristalizando los anhelos de un Estado cuyos regentes jamás renuncian al plan de dominación total de la Isla, que hoy vemos dinamizarse mediante una agresiva ocupación uterina que toma cuerpo en todos los rincones del territorio. Y ese es el gran problema de la República, por cuya magnitud debería llamar poderosamente la atención y ocupar un lugar prioritario en la agenda legislativa, y no que los restos del general Pedro Santana reposen en el Panteón de la Patria.
Sin ánimo de tocar una nota discordante con el nivel de respeto y de solemnidad que merece nuestro Congreso, debo señalar que el proyecto de Le que hoy se presenta a vistas públicas adolece de grandes vacíos históricos y jurídicos. Probablemente sean lagunas hijas más de la prisa y del fervor anti-santanista que del desconocimiento. Pero el caso es que a causa de sus deficiencias, la calidad del producto legislativo y la salvaguarda del sentimiento genuino de la nacionalidad sufrirían un grave revés con su aprobación.
Sin lugar a duda el Congreso tiene la autoridad constitucional para decidir sobre el futuro de los restos del general Libertador. Pero este mismo Congreso tiene también la sabiduría para no sancionar una pieza cuestionable desde varios puntos de vista. Este venerable organismo de la Patria, cuenta en su matrícula con ciudadanos conscientes de que el primer Poder del Estado no debe tomar decisiones fundadas en argumentos pasionales en detrimento de la razón.
El desahucio es una figura humillante para cualquier ser humano, y es precisamente lo que en el fondo encierra la iniciativa que pretende desalojar del sitial de los inmortales al Libertador Pedro Santana. Igual que ningún beisbolista ingresa al Salón de la Fama por los ponches que haya recibido, ni por sus faults, ni por sus pifias, sino por sus méritos, asimismo ningún prócer ingresa al Panteón de la Patria por sus errores, sino por sus merecimientos. Si por sus errores fuera, habría que decretar un desalojo masivo de los altares donde habitan los restos de nuestros grandes héroes.
Si tuviéramos que juzgar al insigne general Ramón Mella, no por sus grandes aportes a la independencia nacional, sino por haber sido uno de los hombres más leales al general Pedro Santana, y por haber gestionado que la República se pusiera bajo la protección de España, entonces a alguien más se le pudiera ocurrir someter otro proyecto de Ley similar al que hoy discutimos. Y eso no puede ser.
Si tuviéramos que juzgar al insigne general Francisco del Rosario Sánchez, no por sus desvelos para emancipar el país del yugo haitiano, sino por haber terminado sus días aliado a ese mismo Estado enemigo de la República, y por haber declarado al general Pedro Santana, el Padre del pueblo y el elegido tantas veces por la providencia para salvar la República, entonces también a alguien más se le pudiera ocurrir otro proyecto de Ley. Y eso no puede ser.
Si tuviéramos que juzgar al preclaro general Juan Pablo Duarte, no por haber fundado la República, sino por no haberse acogido a los indultos decretados a su favor para regresar al país y salvar sus circunstancias políticas, entonces también a alguien más se le pudiera ocurrir otro proyecto de Ley. Y eso no puede ser.
Si tuviéramos que juzgar al intrépido general Gaspar Polanco, no por haber sido el gran héroe de la Guerra Restauradora, sino por haber decidido el asesinato de Pepillo Salcedo, entonces también a alguien más se le pudiera ocurrir otro proyecto de Ley. Y eso no puede ser.
Y si tuviéramos que juzgar al glorioso brigadier Juan Sánchez Ramírez, no por haber salvado las raíces hispánicas de la dominicanidad, sino por haberse opuesto a la fundación de una república independiente como quiso Ciriaco Ramírez, para en cambio reincorporar el territorio a España, también a alguien más se le pudiera ocurrir otro proyecto de Ley. Y eso no puede ser.
De manera, que el Altar de la Patria es un recinto sagrado, y el prócer que por sus méritos ingresa a ese espacio augusto, no debe ser desalojado por sus errores, a lo que añadimos, que no hay institución más idónea que el Congreso para velar por el cumplimiento de ese principio.
Quienes han estudiado los textos históricos de José Gabriel García, Emilio Rodríguez Demorizi, César Herrera Cabral y Frank Moya Pons, entre otros, saben muy bien lo que ocurrió en este país durante el mes de julio de 1844, cuando en franca violación del Manifiesto de Independencia firmado el 16 de enero de 1844 por los Trinitarios, y entre ellos por los hermanos Santana, el general Juan Pablo Duarte fue proclamado en Santiago Presidente de la República por el General Ramón Mella sin haberse todavía convocado a elecciones y sin haberse conformado la Constituyente. Ese hecho constituyó un golpe de Estado contra el orden establecido representado por la Junta de gobierno dirigida por Francisco del Rosario Sánchez y estuvo a punto de derivar en una guerra civil, lo que habría provocado un debilitamiento interno favorable a las pretensiones de Haití.
De manera que tratar de justificar la pieza mediante el simple argumento de que “es precisamente Pedro Santana Familias que exilió al patricio Juan Pablo Duarte” deja mucho que desear.
Quienes han estudiado los textos de los citados historiadores saben muy bien lo que ocurrió en este país a principios de 1845, cuando María Trinidad Sánchez se puso al frente de un movimiento que buscaba darle el título de Dictador a Santana a cambio de que de destituyera al ministro Bobadilla y se decretara el regreso de los principales patriotas comprometidos con el grito de Independencia dado el 27 de febrero de 1844, pero saben además, quién fue el verdadero responsable de ese movimiento que le costó la vida a María Trinidad Sánchez, y que a sabiendas de que Santana no lo fue, es por lo que Francisco del Rosario Sánchez se reconcilia y en marzo de 1853 publica su artículo “Amnistía” llamándole a Santana Padre del pueblo y el elegido tantas veces por la Providencia para salvar la República.
De manera que tratar de justificar la pieza mediante el simple argumento de que “es precisamente Pedro Santana Familias quien asesinó a una dama de la talla de María Trinidad Sánchez” deja mucho que desear.
Quienes han estudiado a los historiadores antes citados, saben muy bien lo que ocurrió en este país el 25 de marzo de 1855, cuando el general Antonio Duvergé encabezó junto a los generales Pelletier y Mena, una revolución para deponer el gobierno constitucional de Santana y poner a Báez al frente de la presidencia, y cuyos implicados iban desde la región Este hasta la provincia de Azua. Para no dar lugar a dudas, Duvergé fue juzgado por la más numerosa corte militar conformada hasta entonces en la historia de la República, y durante un juicio previo instrumentado en su contra por el desastre militar de Azua y salvado afortunadamente por la oportuna intervención de Santana, fue el general Francisco del Rosario Sánchez quien hizo las veces de fiscal acusador.
De manera que tratar de justificar la pieza mediante el simple argumento de que “es precisamente Pedro Santana Familias quien asesinó a Antonio Duvergé” deja mucho que desear.
Quienes han estudiado, repito, los textos históricos de José Gabriel García, Emilio Rodríguez Demorizi, César Herrera Cabral y Frank Moya Pons, entre otros, saben muy bien lo que ocurría en Haití a principios de 1860, cuando el general Francisco del Rosario Sánchez pactaba con las autoridades de ese país invadir el territorio nacional para deponer a Santana y elevar a Báez a la presidencia, a sabiendas, sin embargo, de que Haití era un Estado enemigo de la República renuente a reconocer su independencia, y a sabiendas también, de que las leyes criollas castigaban con la pena de muerte a cualquier dominicano que se uniera o pactara con Haití.
De manera que tratar de justificar la pieza mediante el simple argumento de que “es precisamente Pedro Santana Familias quien asesinó a Francisco del Rosario Sánchez” deja mucho que desear.
Quienes desconocen, no solo la gravedad de los sucesos que ocurrieron en este país entre la revolución tabacalera iniciada en 1857 y los últimos meses de 1860, sino los alcances también de sus efectos, jamás podrán formarse una idea apropiada acerca de las verdaderas circunstancias que motivaron la anexión a España en 1861.
La crisis monetaria agravada por la citada revolución civil del 57, sumada a la subsiguiente salida de los cónsules junto al retiro de su mediación ante las pretensiones de dominación de Haití, fueron sucesos que concurrieron casi simultáneamente con situaciones tan calamitosas como el regreso de esos mismos cónsules a bordo de acorazados de guerra que doblegaron la soberana nacional, la gestión fallida del francés Maxime Raybaud para anexar la República al imperio de Soulouque, los planes alternativos de Francia e Inglaterra para anexarla al reino de Cerdeña, las presiones concomitantes del Departamento de Estado vía el general William Leslie Cazneau para apropiarse del territorio, la toma durante el mismo año de la isla de Alto Velo por filibusteros norteamericanos, los levantamientos recurrentes azuzados por Buenaventura Báez desde el exterior, el estado de pobreza extrema que irritaba a la población, el estancamiento crónico de la economía, la ausencia de opciones viables de desarrollo, y la realidad de un Estado incapaz por insolvencia de cubrir las necesidades más perentorias de la nación, tales como la nómina y el avituallamiento de un ejército en guerra. Solo comprendiendo la complejidad de esa maraña, pero abordándola no desde la superficialidad de un criterio anecdótico, sino desde la profundidad de juicio capaz de desentrañar la crudeza de sus implicaciones sociales, pueden entenderse los motivos de la alianza política concertada con España por Santana en 1861.
Existe un consenso tácito entre la comunidad de intelectuales conscientes de la historia, que apunta hacia un gran error de la anexión, pero no precisamente por el pacto propiamente dicho, sino por la forma que las autoridades españolas la implementaron, y sobre todo, por el trato discriminatorio que asumieron frente a la población y la oficialidad principalmente de color del pueblo dominicano, circunstancias que sin duda fueron agravándose por las imposiciones absurdas de moralidad que la iglesia encabezada por el nuevo arzobispo Monzón intentaba hacer cumplir con ínfulas inquisitorias, hechos que encontraron en Santana una repulsa contundente que le fue granjeando la animadversión de la oficialidad española.
En efecto, refiriéndose a los motivos que derivaron en las negociaciones de la anexión, el historiador Frank Moya Pons afirma en su Manual de historia dominicana que “la historia de esas negociaciones tiene mucho que ver con el estado de postración en que había caído la economía en aquellos años a consecuencia del fraude de Báez y de la Revolución de 1857.” Indica además que otro de las causas residía en “las posibilidades de que los Estados Unidos aprovecharan la debilidad del Gobierno para introducir grupos de aventureros en el territorio nacional que dieran un golpe de Estado y se apoderaran del gobierno como lo habían hecho por esos años en Nicaragua…”
Más adelante, el mismo historiador asegura que también “la misión de Raybaud tuvo mucho que ver con esa decisión pues Santana quedó temeroso de que Haití volviera a invadir y sorprendiera al Gobierno Dominicano sin recursos.” Otra de las razones planteadas por Moya Pons hace referencia al dominio comercial que Geffrard había logrado en los pueblos fronterizos y dice que “según los dominicanos de aquellos días, lo que Geffrard quería con este comercio era “haitianizar” económicamente aquellas regiones para irlas penetrando poco a poco e ir dominándolas en forma pacífica y paulatina.”
Asegura además Moya Pons que en aquellos momentos los baecistas “seguían urdiendo conspiraciones desde Curazao y Saint Thomas alentados por su jefe Buenaventura Báez, quien no cesaba en su empeño de volver al país, y algunos de sus seguidores, entre ellos Francisco del Rosario Sánchez, mantenían contactos con los haitianos con el propósito de invadir el país para derrocar a Santana.” A seguidas Moya Pons añade que “esta alianza entre los baecistas y los haitianos preocupaba mucho al gobierno.”
Conforme al mismo historiador, Santana previó que apoyado en la anexión podía “recuperar aquellos territorios perdidos en tiempos de Toussaint que impedían el ejercicio real de la soberanía de las regiones aledañas a Las Caobas, Hincha, San Rafael y San Miguel del Atalaya.” Esta afirmación coincide con una de los más acérrimos adversarios de Santana, el general José de la Gándara, quien aseguró que lo que buscaba Santana con la anexión era el apoyo del pabellón español para recuperar los territorios ocupados por Haití.
Santana pactó la anexión bajo puntos específicos que convertía la República en Provincia autónoma de España y no en una colonia. Santana fue víctima de un engaño vulgar de parte de las autoridades españolas, que no respetaron el pacto, y por eso se rebeló y murió en rebeldía.
Hay que tomar en cuenta el criterio que Santana le mereció al general Gregorio Luperón, quien dijo de él lo siguiente: “Gobernó cuatro veces constitucionalmente la nación, la salvó de las invasiones haitianas con gran dignidad, pujanza y valor. Fundó el ejército, la marina, la probidad en la Hacienda Pública, la equidad en la justicia, el respeto a las leyes y a las propiedades; infundió verdadera moralidad y honradez en las masas y fue el mandatario de más prestigio y popularidad que se ha conocido.”
Si los restos de un dominicano como Santana, que goce de las virtudes señaladas por el general Gregorio Luperón, no merecen reposar en el Altar de la Patria, entonces quien lo merecería.
Antes de finalizar debo referirme a la incongruencia que implicaría que el Congreso Nacional, que distinguió al general Pedro Santana con el título de Libertador mediante una resolución vigente todavía, sea la misma entidad de la República que se preste al absurdo de legislar para que sus restos sean desalojados del Panteón de la Patria.
Nadie en ninguna parte del planeta entenderá que el Congreso de una nación considere que los restos de su Libertador no merecen descansar en el Panteón de la Patria.
De manera que para evitarle ese trance al primer Poder del Estado y a todos los congresistas, sugiero que los proponentes del proyecto retiren la pieza para que la reintroduzcan con una modificación que disponga que previo a ser desalojado del Panteón de la Patria, se le retire al general Pedro Santana el título de Libertador. Solo así quedaría a salvo la reputación de nuestro Congreso.
Dicho esto, solo nos resta lanzar la voz de alerta para evitarle a tiempo el daño irreparable que se le haría a la dominicanidad, si al hombre que abandonó su familia y ofrendó su fortuna y su salud para conquistar la independencia conculcada por la ocupación haitiana, y que además empeñó su valoración histórica en aras de conjurar otra ocupación parecida, se le expulsare del sitial que ha ingresado por sus méritos y no por sus errores.
De la sabia decisión de los honorables congresistas depende que ese daño no se materialice, y si lo evitaran, la posteridad los premiará con un juicio histórico favorable.
Muchas gracias.
Nasarquín Santana
Santo Domingo, D.N.
30 de octubre de 2018