OPINION: ¿Qué es la República Dominicana?
Es una pregunta que se han hecho muchos de nuestros intelectuales.
Para don Américo Lugo, maestro de las generaciones de comienzos del siglo XX, la República Dominicana no era una nación. Podría considerarse, a lo más, como una agrupación humana, con lengua propia, costumbres comunes; pero sin conciencia de su destino, sin personalidad para constituir un Estado, y, por lo tanto, entregada al caos propio de su indefinición.
Durante muchos años, Lugo y con él, muchos dominicanos, quedaron envueltos en un pesimismo desolador y sin respuesta. La evolución del pensamiento de Lugo se produjo cuando la soberanía nacional desapareció con la ocupación estadounidense de 1916. Se le revelaron, entonces, al gran pensador dominicano las consecuencias de la pérdida del control del destino nacional; la desaparición de la autodeterminación de los dominicanos. Al enfrentarse con la desaparición del Estado, Américo Lugo descubre el carácter heroico del pueblo dominicano. Fue entonces cuando escribió:
«El pueblo dominicano no es un degenerado, porque si bien incapaz de la persistencia en las virtudes, tira fuertemente hacia ellas; porque aunque falto de vigor y vuelo intelectuales, tiene todavía talento y fuerzas para ponerse de pie y dominar el gran espacio de la bóveda celeste, porque aún postrado y miserable, está subiendo, peregrino doliente, el monte sagrado donde el águila de la civilización forma su nido».
Podría enumerar las visiones desdeñosas, fraguadas por los intelectuales de estirpe pesimista, que son muchas, y llegar a la conclusión lapidaria de Juan Isidro Jiménez Grullón, para, quien la República Dominicana era una ficción. A semejantes conclusiones llegó un sociólogo francés, Alain Touraine, invitado por el Gobierno dominicano, y recibido con veneración supersticiosa, como se recibe a los grandes gurús, y proclamó que la República Dominicana no existía. Que éramos, en rigor, una ficción. Una declaración que bien pudiera figurar en la colección de estupideces recogidas por Jean Jacques Barrere y Christian Roché ( Estupidiario de los filósofos, Madrid, Cátedra, 1999) o en las payasadas que se dicen para llamar la atención. Pese al desprecio que manifiestan tantas personas dentro y fuera del país en contra de nuestra continuidad histórica. Las vidas de los dominicanos no tendrían sentido, sin esa ficción. El mundo se desplomaría sobre nuestras cabezas, si algún día nos faltara, la República Dominicana.
Creemos que la interpretación del pasado ha de hacerse para crearle los valores a la población en los que se fundamenta su razón de ser como pueblo independiente. El conocimiento de la historia está al servicio de la vida presente y ha de ser el modelo para mantenernos cohesionados en la vida futura. Si no somos capaces de apreciar la trascendencia del pasado, no tendremos razones para la conservación de los derechos adquiridos. Porque en la medida en que se venera y se conoce y se exalta el proceso que nos ha conducido a la soberanía, se estimula el mantenimiento de todo lo que hemos logrado como nación.
La historiografía ha de explicarle a nuestra población, cuáles naciones han agredido nuestro territorio para dominarlo o para conquistarlo, y cómo han podido los dominicanos vencer a sus opresores.
El pueblo dominicano no registra en sus anales el haber actuado como pueblo opresor, como pueblo conquistador de otra nación, sino el haber defendido noblemente, en todos los momentos calamitosos de su historia, su derecho a la autodeterminación. En consecuencia, sus próceres sólo han empuñado las armas para defender nuestra independencia, no para arrebatársela a otra nación. Por todo ello, merecen el reconocimiento y respeto de todos los dominicanos.
La descalificación del proyecto nacional que somos los dominicanos
Durante 170 años, los dominicanos hemos mantenido el proyecto nacional que nos legó el esfuerzo de Juan Pablo Duarte. En estas circunstancias especialísima enfrentamos una de los mayores desafíos a nuestra capacidad de supervivencia; se ha colocado en la picota la integridad de nuestro ser nacional, la definición de nuestras fronteras, el reconocimiento de la soberanía del pueblo dominicano y la preservación de los símbolos de nuestra cultura y de nuestras instituciones.
Los esfuerzos para descalificar el proyecto nacional que constituimos los dominicanos tienen dos vertientes:
1) La conjura internacional. En la OEA, el Secretario General, don Luis Almagro y en la ONU, Ban Ki Moom rompen lanzas para que le otorguemos nacionalidad dominicana a los hijos de haitianos, y romper definitivamente la unidad demográfica del Estado dominicano. De este modo, quedaría definitivamente anulada nuestra constitución social y política. No se halla en los cálculos de los dominicanos, ni en los que viven en el país ni en los que se hayan fuera del territorio, que todas estas operaciones que se llevan a cabo solapadamente, nos divorcien del sentido inicial de nuestra vida cultural y social. Tras estas maniobras se halla la cancillería haitiana, sus aliados políticos, que, al mismo tiempo que nos acusan de las peores calamidades, tratan por todos los medios de traspasarle sus problemas al Estado dominicano.
2) La otra vertiente la representa el regente del Gobierno, el más influyente de todos los Ministros, y al que algunos califican, y acaso no les falta razón, el poder tras el trono, el Ministro de la Presidencia, don Gustavo Montalvo. En los gobiernos como en las monarquías, los validos han desempeñado un papel fundamental en el ejercicio del poder, y en algunos casos, han opacado al gobernante. El mundo recuerda más a Gaspar Guzmán y Pimentel, el famoso Conde Duque de Olivares que a Carlos IV; tiene mayores referencias del Conde de Floridablanca, que del propio Carlos III y desde luego, con la mala fama que tuvo Carlos IV, el rey alfeñique, la figura de Manuel Godoy, el Duque de Alcudia, personaje de triste recordación para los dominicanos; impulso el Tratado de Basilea en 1795 y que tantos desbarajustes produjo en la propia España.
En Juan Dolio, ante la plana mayor del Gobierno haitiano y ante los testigos internacionales, el Ministro de la Presidencia, don Gustavo Montalvo, esbozó el sendero que había adoptado el Gobierno dominicano en lo que toca a las relaciones con Haití, Sus importantes declaraciones niegan el proyecto nacional que constituyen los dominicanos; se contrapone a los resultados históricos que nos llevaron a independizarnos de Haití en 1844. He aquí la doctrina del más influyente de los funcionarios de Gobierno:
» En todo el mundo hay países que han sabido dejar atrás lo peor de su pasado, para centrarse en construir el futuro que quieren para sus hijos» ( Véase Gustavo Montalvo 10/7/14 : youtube.com/watch?v=PSsh8LcBZEg )
¿A cuál pasado se refiere el señor Ministro, a nuestra independencia nacional, acontecimiento mil veces glorioso? ¿A la guerra dominico haitiana, en la que los dominicanos éramos la nación agredida?
En otro pasaje, el señor Ministro, muestra su desprecio por la enseñanza de la historia:
Si mantenemos vivas esas disputas corremos el riesgo de sacrificar los intereses de nuestro presente por los agravios narrados en nuestros libros de historia. Y no digo esto como una simple reflexión romántica, lo digo desde el pragmatismo. Porque es muy sencillo demostrar las consecuencias económicas que han supuesto esos prejuicios. La verdad objetiva es que la política de odio sembrada en el pasado ha tenido un costo elevadísimo para esta isla. ( Ídem)
La existencia del dominicano consiste en la aceptación de un proyecto o ideal de ser que se realiza en la lealtad a los hombres que fundaron el Estado dominicano en 1844, y lo mantuvieron durante la guerra dominico haitiana, durante la guerra de Restauración y durante las etapas de resistencia a todas las invasiones.
El Estado dominicano no puede explicarse sin la defensa. Los dominicanos han tenido que arrancarle la libertad a un enemigo avieso y hostil. A un enemigo conjurado como un obstáculo en su destino. La dualidad social y política de la isla de Santo Domingo, supone que los dominicanos están llamados a mantener viva, como el fuego del tíbar, la llamarada que forjó su independencia en 1844. Es un hecho ejemplar en todo el continente. Sólo los dominicanos corremos el riesgo, en vista de nuestra especialísima condición, de volver a un estadio anterior al de nuestra propia independencia. Estamos obligados como Sísifo a sostener la piedra gigantesca que contenga el mar de adversidades y de combinaciones conjuradas que trata de hacernos naufragar. Estamos forzados a mantener inalterable una frontera intrainsular, a expensas de cruentos sacrificios. Hemos sostenidos, a veces con unos hilitos de sirgo, el sólido armazón de los resultados históricos de 1844. Porque la República Dominicana es un equilibrio. Un equilibrio de las poblaciones, de las culturas, de las economías, de dos sociedades distintas y de propósitos opuestos, enclavadas en un mismo espacio insular, alimentada por la conciencia, que le han fraguado las interpretaciones historiográficas, y por el deseo de mantener la lealtad al sentido inicial de nuestra vida, marcado por el inolvidable Juan Pablo Duarte, quien escribió como uno de sus grandes pensamientos de que entre los dominicanos y los haitianos no es posible la fusión «.
En Juan Dolio, don Gustavo, promovió la desconexión con ese pasado: la independencia queda reducida a vago recuerdo, desplazada por los intereses del comercio. A los ojos del Ministro resulta ideal que los dominicanos dejen de venerar su bandera, su himno, sus próceres, sus efemérides. Veamos.
Nuestros recuerdos son una parte de nuestra identidad; pero no pueden ser toda nuestra identidad. No tienen por qué condicionar nuestro presente ni nuestro futuro. Nuestro futuro puede ser muy diferente. Puede ser mucho mejor. Y es nuestra responsabilidad que así sea.
¿Cuál es la intención de don Gustavo? ¿Qué idealicemos la dominación haitiana?
La enseñanza de la historiografía debe ofrecerle al dominicano la información indispensable para comprender el pasado. De tal modo que el ciudadano tenga una actitud responsable y solidaria con el esfuerzo emprendido por las generaciones que les han precedido. Desarrollar el espíritu crítico, la capacidad de reflexionar sobre los acontecimientos, valorando el sentimiento de independencia del dominicano, rechazando la actitud de conquista y cualquier otra forma que pretenda disculpar o disfrazar la dominación extranjera. Evaluar el comportamiento histórico de los próceres de nuestra nación a la luz de las normas jurídicas internacionales que reconocen el derecho de las naciones a su autodeterminación territorial.
La enseñanza de la historia tiene como principalísima función fabricarles el pasado a los futuros ciudadanos de la nación dominicana. Crearle la conciencia de pertenecer a una historia y de ser parte de la evolución de un pueblo. En otras palabras: sentar los cimientos de la identidad, mostrar el papel representado por el pueblo dominicano en la búsqueda de su bienestar. En su declaración de Juan Dolio, el Ministro propone que destruyamos las lealtades fundadas en el recuerdo.
Pero la historia es, además, el mecanismo de la formación en los valores del civismo y en la vinculación de los ciudadanos con su territorio y con los ideales que han hecho posible la existencia de un pueblo con personalidad propia. Es la demostración, en resumidas cuentas, de la presencia de una voluntad colectiva que ha luchado con denuedo por la autodeterminación. Es todo lo que nos caracteriza: cultura, territorio y derecho a gobierno propio.
El espíritu de guerra ideológica que desarrolla el Ministro Montalvo contra todos los que defienden la independencia del influjo haitiano, lo lleva a comparar la dualidad social y política que mantiene los dos Estados en la isla de Santo Domingo con la insostenible y nauseabunda circunstancia de la Sudáfrica del apartheid. Es la mayor acusación que puede hacérsele a la propia nación dominicana; no puede haber mayor manifestación de desprecio contra nosotros mismos:
Ya lo dijo Nelson Mandela nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen, su religión, el odio se aprende, y si son capaces de aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar.
El mejor ejemplo de eso es precisamente Sudáfrica (…) En ambas naciones hay millones de personas que quieren más desarrollo, más educación, más salud, más seguridad, mejores trabajos y más oportunidad. Comienza una nueva era en las relaciones dominico haitianas. Una era de entendimiento y cooperación mutua, que traerá más bienestar y más progreso a ambas naciones.
En ese enfoque quiénes son los verdugos y quiénes son las víctimas. En todas las circunstancias historiográficas, los dominicanos hemos sido la nación agredida (1844-1856), 1801, 1805. Sin embargo, esas odiosas comparaciones, se hacen para descalificar moralmente al pueblo dominicano. Evans Paul, primer ministro haitiano, dijo urbi et orbí, que Haití no se disculpará con sus torturadores, es decir, con los dominicanos.
El esfuerzo de independencia emprendido por los dominicanos fue magistralmente descrito por don Eugenio Ma. De Hostos, mentor de Américo Lugo y del prócer Gregorio Luperón:
«La lucha que sostuvo el pueblo dominicano contra Haití no fue una guerra vulgar. El pueblo dominicano defendía más que su independencia, su idioma; la honra de su familia, la libertad de su comercio, mejor suerte para su trabajo, la escuela para sus hijos, el respeto a la religión de sus antepasados, la seguridad individual…Era la lucha solemne de costumbres y de principios que eran diametralmente opuestos; de la barbarie contra la civilización»(Véase prólogo de J. Bosch al El derrumbe pág. 15-16, frase recogida en los textos de Luperón, SD,1975).
Así describía las cosas, el Maestro Hostos, hace más de un siglo. Muy lejos del desprecio manifiesto por esa gesta que trasuntan las palabras del Ministro Montalvo.
Todo el esfuerzo emprendido para dotarnos de unas fronteras claras y de una soberanía podría volverse agua de borrajas, si los dominicanos prescinden del mandato que nos han legado los próceres del pasado. El día en que se pierda el equilibrio demográfico, social y político entre los dos Estados de la isla de Santo Domingo,, ya sea porque habremos desdeñado tanto nuestros intereses, que miraremos con indiferencia la desnacionalización del trabajo, de las poblaciones y del territorio; ya porque le hayamos traspasados nuestros derechos nacionales a otra población; o, porque queden deshechas nuestras fronteras interiores, saltará en pedazos el esfuerzo de todas las generaciones de dominicanos.
El día en que traicionen a esos próceres comprometiendo la suerte del Estado y el porvenir de la nación, el país entrará en capilla ardiente. Pero será una muerte catatónica. Por poco tiempo. Porque cuando los dominicanos descubran la vida que nos depara una circunstancia semejante, cuando se multipliquen los horrores, los errores y los escollos, cuando entren en ese antro de Trofonio y vean caer todos nuestros progresos, tomarán el hilo de Ariadna y volverán a la Trinitaria, y a una refundación de la primera República, y sería ésta la más grande de todas las batallas.