Memorialista de la urbe que fue
Mi viejo amigo José Cestero se ha convertido, a fuerza de trabajo tesonero y vocación irrenunciable de oficio, en el gran memorialista plástico de la ciudad que fue. De aquella que tenía en El Conde la vía comercial central vertebrada por vigorosas edificaciones modernas, tiendas de textiles, calzado y novedades, joyerías, perfumerías, sombrererías, farmacias, hoteles y pensiones, restaurantes y cafés, servicios de transporte al interior, aerolíneas, telecomunicaciones, diarios como La Opinión y El Caribe, compañías de seguros, ferreterías, mueblerías, electrodomésticos, jugueterías, barberías, sastrerías, librerías, salas de cine, galerías de arte, entre otras facilidades.
Eje articulador de dos polos emblemáticos. Uno encabezado en el Este por el viejo Parque Colón rodeado de pátina colonial. Dominando la Catedral Primada junto al Palacio de Borguellá, el Palacio Consistorial, el Teatro Capitolio, símbolos diversos de la comedia humana. Con la Isabel la Católica –la Calle de los Bancos- cubriendo su costado Norte y la amable Arzobispo Meriño enmarcando su lado Sur. Y otro en el extremo Oeste representado por el republicano Parque Independencia coronado con romántica glorieta, señal de la urbe que ensanchaba sus límites hacia nuevos destinos, abriéndose a la modernidad. Teatro Independencia, Hotel Presidente, la sede de la ESSO, la Farmacia Esmeralda, el Edificio Gómez, el Cuartel del Cuerpo de Bomberos, el Salón Marión, el acogedor Acordeón, la Casa Pérez, Tropigas. La Escuela Normal que nos dejó la Ocupación, el Cementerio Municipal. Contrastando con la Puerta del Conde y el antiguo fortín de La Concepción de la villa amurallada.
Y entre todo esto, las guaguas de dos pisos que por cinco centavos nos trasladaban por las rutas claves de la urbe, con sus franjas multicolores que daban vistosidad engalanada al transporte colectivo. Obra de la creatividad de talleres locales que las vestían de trópico. ¡A cuidar las cabezas ante los cables cruzados del tendido eléctrico y las ramas de los árboles que formaban arcadas forestales sobre avenidas como la Bolívar y la Independencia!
Cestero es para mí motivo grato. Encarna viviente El Conde libertario y juvenil de la transición postrujillista, acaudillado por el liderazgo multiplicador de Silvano en el fortín cultural del grupo Arte y Liberación ubicado en el Café Sublime, con sus anchas puertas abiertas que integraban la dinámica de la vía, con el continuo trajinar peatonal y automotriz, a los círculos parlantes trazados por los contertulios de café, agua y cigarrillo. En un triángulo conformado por animados locales, completado por La Cafetera y el Café Jai Alai, sedes de peñas parlanchinas variopintas.
Allí, entre sorbos de aromático café expreso extraído al vapor de las cafeteras La Cimbali, copos humeantes de cigarrillo Cremas, discurría la retórica enfebrecida de las utopías socialistas. ¡Oh, las vanguardias culturales de los redentores bisoños, bajo la mágica tutela del Viejo Colson y la Vieja Aída, la Portalatín!
El taller de Cestero sito en la Vicente Celestino Duarte con Arz. Meriño era otro punto de encuentro de los miembros de este grupo. Efraím Castillo, Miguel Alfonseca, Martha Jane, Jeannette Miller, entre otros contertulios, lo frecuentaban. Allí les sorprendió a algunos la proclama sabatina de Peña Gómez por Radio Comercial el 24 de abril del 65 que disparó la chispa de la revolución constitucionalista. Entre sus paredes empezó a escribir el poeta Alfonseca los primeros párrafos de su Diario de la Guerra.
Durante la contienda, fue centro, este humilde mulato que no ha reclamado espacios especiales en los altares de los reconocimientos vanos, del esfuerzo que nucleó a un grupo de artistas plásticos y grafistas políticos para sembrar las paredes de las bocacalles, los edificios emblemáticos de la ciudad sitiada, con carteles y telas alusivas a la resistencia que libraban los combatientes constitucionalistas.
En un taller de la Santomé, entre El Conde y la Arzobispo Nouel, junto a Silvano Lora, Ada Balcácer, Ramírez Conde, Ramón Oviedo, Norberto Santana, Asdrúbal Domínguez, Elsa Núñez, Dionisio Pichardo, Nicolás Pichardo, Alfredo Pierre –con la presencia veterana de Feliservio Ducoudray-, se fraguaron las piezas de arte público que patentizaron el compromiso militante de los artistas con la patria intervenida. Allí me encontraba a Cestero, sentado a la entrada del recinto, sudoroso, fumándose un cigarrillo en una pausa de descanso.
A finales de los 70 y en los 80, un viejo compañero del Liceo Juan Pablo Duarte a quien llamábamos el Sutton (Francis de los Santos), residente entonces en el Hotel Universal, se convirtió en marchand d’art de la obra de Cestero. Tanto en La Cafetera de El Conde como en el Mesón de Bari de la Hostos, lugares que yo frecuentaba, se apersonaba el vendedor a ofertar los óleos del pintor, ya montados en bastidores o las telas sueltas, con verdadera insistencia. Si era sábado, la cosa se hacía más apremiante. Me decía el amigo –practicante de santería afroantillana- que ese día se le “montaban” unos seres muy exigentes, que sólo consumían whiskey y ginebra durante las sesiones. Por lo cual necesitaba urgente vender.
Así, me convertí en comprador de los trabajos de Cestero a precios asequibles, convirtiéndolos en medios idóneos para obsequiar a gente que apreciaba, como fuera mi hermana Lolita residente en Puerto Rico, con escenas del Parque Independencia y El Conde con guagua de dos pisos, y la socióloga norteamericana Hellen Safa, de la Universidad de la Florida, beneficiaria de un cuadro de la Cieguita de la Puerta del Sol.
Luego vendrían otras personas relacionadas a Cestero a suplir esa función, cuando residía en una de las viviendas a la vera de la Plaza Billini, justo donde luego Versace abriera un local operado por Mauro Torriani. En ese trajinar trashumante de este artista raigal, lo encontré en el patio de la residencia de mi prima Leda Piantini del Castillo, próxima a La Francesa. Allí iba a pintar bajo el auspicio del galerista Viriato Pernas Piantini, hijo de Leda.
Múltiples han sido los motivos de la obra de Cestero, realizada a trazos rápidos que se mueven entre estilos expresionista y neo impresionista. Escenas de la vieja ciudad de Santo Domingo: la Catedral, el Parque Colón, el Palacio Consistorial, el Arquillo y el Callejón de los Curas, la Casa de Tostado, el Palacio de la Real Audiencia o de los Capitanes Generales con su reloj del sol marcando el tiempo. Al fondo el Alcázar de Don Diego en contrapunto con las chimeneas de la planta del Timbeque y el puente colgante Duarte. La Plaza de España, la Cuesta de las Atarazanas, la Avenida España, la Iglesia de Santa Bárbara.
El Conde en todas sus facetas cambiantes, con La Opera destacándose. La calle Hostos captada desde diversas perspectivas, con el Edificio Baquero dominando, las reposadas ruinas de Nicolás de Bari, la Iglesia de la Altagracia, la Cuesta empedrada que culmina en los vestigios memorandos de San Francisco que Moneo quiere arropar.
Nos lleva Cestero a conocer la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes y la Puerta de la Misericordia. Nos pasea por el Parque Independencia cuando brillaba en todo su esplendor como una fresca mañana caribeña, con sus jardines simétricamente estructurados, sus bancos coloquiales y esa glorieta musical alma de recreo que nos cobijó a varias generaciones de capitaleños. Nos sitúa en las bocas temibles de las baterías de los fortines que protegían a la villa amurallada de las incursiones enemigas.
Los personajes preferidos de Cestero habitan varias dimensiones. En la música nos hallamos con las figuras de Beethoven, Mozart, Stravinsky. En la pintura, Van Gogh, Dalí, Picasso, Diego Rivera, Frida Khalo, autorretratos en los que interactúa con Guillo Pérez, Ramírez Conde, el pequeño gigante Condesito. Dementes e indigentes pueblan los espacios de sus telas. El célebre y querido Dr. Anamú, un faculto de las ciencias médicas que ofrecía consultas en el Parque Independencia y residía en el Hospital Padre Billini.
El Capitán, con su quepis, fusta y aquella marcialidad impecable. La Ciega Marcela. Otras estampas emblemáticas de La Cafetera, como el maestro del corte y la confección, ajedrecista consumado, conversador locuaz y sabio, Roque Félix Mufdi Abudeyes, a quien me unió una estrecha amistad durante décadas.
Resaltan tres gallos cantores de México: Negrete, Infante y Luis Aguilar. Cantinflas y Chaplin. Los Tres Chiflados. Líderes políticos como Juan Bosch. Escenas marinas que recrean las viejas goletas que realizaban tráfico de cabotaje y movían comercio entre las islas en los 50, como La Flor del Ozama.
De las andanzas del ilustre hidalgo Don Quijote y su escudero Sancho ha hecho Cestero toda una saga. En el Museo de Arte Moderno, en el Auditorio del Banco Central, en la Feria Internacional del Libro, allí entre otros espacios ilustrativos ha cabalgado esta historia cervantina patrimonio universal, a la cual nuestro artista ha puesto valor agregado criollo.
Como una forma de mostrar su involucramiento existencial con los personajes que expresa en sus obras, Cestero cohabita con ellos o se desdobla encarnándolos, generando escenas de fina ironía. Como bien sentencia José Saldaña: “El Quijote de Cestero es el nuestro. El que anduvo estas tierras abrasadas por el sol y el salitre, densas en su selvática virginidad”.
Pero quizás el rasgo más señero de Cestero –a quien finalmente le han tributado merecido reconocimiento al otorgarle el Premio Nacional de Artes Visuales 2015- consiste en su propio estilo de vida. Auténtico hasta la médula, enamorado de la vida que se mueve fluida en las calles de su vieja ciudad, ha sabido fraguar toda una filosofía existencial que guía sus pasos. Sonriéndole a sus congéneres, tocado con su sombrero de paja y camisas rameadas. Sorteando las cosas con humor como un turista feliz que goza de habitar su propia tierra.
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