Funerarias y cementerios

En los tiempos en que yo era muchacho –en verdad no hace tanto- las funerarias eran escasas; la vente por lo general velaba y lloraba a sus muertos en el hogar donde habían vivido. Vecinos y amigos acudían compungidos, vestidos sencillamente de “luto”,  sin espejuelos negros que ocultaran las lágrimas y el dolor, para darle el “pésame” a los dolientes. (Te “acompaño en su sentimiento”, “resignación”, etc.).

Del muerto “solo lo mejor” se dice en los “velorios”.

La esposa o el esposo, hijos y demás familiares sentían la solidaridad. El café no faltaba. En los barrios, ya tarde en la noche, los más jóvenes hacían chistes y cuentos de diversos colores en lo que llegaba el “jengibre”,  poco antes del amanecer.

Al cementerio iba mucha gente en autobuses alquilados, vehículos diversos, triciclo, bicicleta, incluso caminado detrás del carro fúnebre.

En las funerarias, que generalmente usan las clases, media y alta, los velatorios son distintos. La gente va a “cumplir”, no a “sentir” el dolor de los parientes del difunto o la difunta; aunque la ropa sea negra al igual que las gafas, es como una pasarela propia de un desfile de modas. (La vanidad vestida de negro y blanco).

La gente “cumple”; se acerca al féretro, mira al cadáver, observa como lo vistieron y maquillaron, mira las coronas a su alrededor, finge,  sale rápidamente de la capilla y se detiene en el lobee a conversar amenamente sobre temas diversos que nada tienen que ver con el cadáver. Se habla de negocios, farándula y política. Se renuevan afectos y desafectos. Acaban con éste y con aquél, con aquella o con la hermana. Es como una recepción, donde solo falta el coctel, el vino, los quesos, el jamón, prosciutto y los mozos.

Los visitantes firman el libro de condolencia para que los parientes sepan que estuvieron allí. Se marchan. Y ahí termina todo. “cumplieron” con la familia y con la sociedad. (La prensa está presente en los entierros de los poderosos, no en los de los pobres diablos)

Hay funerarias de clase media baja y de clase alta. No hay café, ni te de jengibre. Todo se vende. Hasta el parqueo hay que pagarlo. Los “pica-pica” (mendigos pidiéndole a los  políticos ricos y a los ricos políticos) no faltan. Piden y “plagosean” como si estuvieran en el local de un partido.

Antes de las doce de la noche el muerto o la muerta se queda sin compañía. Cierran la funeraria y todo el mundo para su casa hasta el entierro el día siguiente.

Lo más triste y lamentable es el cementerio. Más del 90% de los que acuden a la funeraria no va al cementerio. Solo familiares cercanos y amigos entrañables de toda la vida, se les ve en una pequeña carpa colocada para la ocasión.

Hay cementerios para ricos y para pobres; unos públicos, arrabalizados, sucios, abandonados, y otros privados, lleno de gramas, con frondosos árboles, protegidos por cámaras y guardianes.

Las clases sociales se expresan en la enfermedad, en la muerte y en el sepelio.

No es lo mismo acudir a un hospital público que a uno privado aunque la muerte sea la misma. No es lo mismo ser velado en una casa o en un patio de un barrio marginado, que en una funeraria de lujo donde todos llegan en vehículos de lujo, vestidos con trajes de cientos y hasta miles de dólares.

El “muerto con tierra tiene”, decía mi padre, que en paz descanse y donde quiera que esté me espere muchos años. En los atules, de pino, caja de bacalao,  cedro, caoba o cualquier otra madera, todos se van con lo puesto. Cuando el corazón deja de latir, cuando el último aliento se escapa de los pulmones, las clases sociales desaparecen porque la muerte no distingue, solo los vivos, que no importa cuán rico y poderosos sean, o cuan pobres y miserables, irán al mismo lugar, al infinito, a lo desconocido. El mundo se acaba solo para el que se muere. (Después de la muerte no hay nada más; nadie va a ningún lugar. “Del polvo eres y al polvo volverás”)

Cuando muera, que no sé cuándo será, que no me exhiban como un objeto de cambio, que no acuda nadie con su falsedad oculta en gafas de sol, que no haya lágrimas de cocodrilos cayendo sobre mi rostro, que no haya libros que firmar en un pedestal de mentiras, ni falsos amigos abrazando a mis hijos sin querer, ni amores fugaces que no fueron verdaderos.

Total, nunca me gustó la multitud.

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