Nostalgias de cazabe
Vinieron en son de conquista, ostentando el poder imperial y dispuestos a anexionar a sus posesiones todo el vasto territorio que se extendía a sus pies y en lontananza, no tan solo en el multifacético archipiélago de islas que conforman el dilatado arco de las Antillas, sino también más allá, en territorio continental, en las vastas e inexploradas regiones que conforman lo que hoy día se conoce como Norte, Centro y Sur América. Trajeron sus naos, integradas por una heterogénea tripulación compuesta por rufianes, holgazanes y presidiarios, más dados a la mala vida que al trabajo honesto y tesonero, con las panzas de los buques repletas de mercancías, herramientas y utensilios para ser usados en las faenas que pretendían implementar en estas tierras, una vez tomasen posesión de ellas en nombre de la corona, para ser integradas al ambicioso proyecto de colonización y evangelizaciónde los nuevos territorios descubiertos y con una considerable provisión de panes, vino, pasteles, aceite de oliva, papa y otros componentes de la dieta de consumo ordinario en la península ibérica, en esos años. Tomaron previsión –o creyeron hacerlo- de traer consigo gran cantidad de semillas y plántulas de aquellos componentes de su dieta alimenticia que creyeron que podrían aclimatarse y germinar con facilidad en estas tierras, y, a tal efecto, no hubo de faltar la papa, la cebolla, el trigo y otros preciados cereales de uso cuasi obligatorio en la alimentación del ciudadano común de los territorios del viejo mundo en aquellos años, práctica que aún hoy día persiste. Y junto a sus perros expertos en despanzurrar aborígenes ateos y endemoniados, -como se les estigmatizó injustamente-, portando estandartes con la enseña imperial grabada en subidos tonos y haciéndose acompañar de algunos clérigos confundidos y legos timoratos -para salvar las apariencias y aparentar contar con la mediación divina en sus afanes hegemónicos-, la avanzada encabezada por Cristóbal Colón se enrumbó por las montañas, valles y llanuras de Quisqueya o Haití y todo el resto de las Antillas, en una aparatosa y envolvente campaña de conquista y colonización que habría de tener como cruel epílogo el martirio y la destrucción casi total –por lo menos así ocurrió en nuestro país-, de los indígenas de la raza Taína y otros grupos poblacionales, quienes ocupaban la mayor parte de las islas e islotes del arco antillano y la porción norte del territorio de la actual Venezuela, a la llegada del conquistador español a estos lares, en 1492. En principio, les resultó chocante –y hasta risible- la dependencia de los indígenas a un tipo de alimentación acre, insípida y poco provechosa, elaborada con la harina obtenida de los tubérculos de una airosa planta que pululaba por doquier y a cuyo cultivo y consumo se entregaban con entusiasmo los nativos, sin parar mientes al poco provecho alimenticio que, al modo de ver de los hispanos, podía derivarse del tal Casabe o Cazabí, como se denominaba al alimento elaborado en forma de torta, la que era tostada por los pobladores en unos rústicos hornos que éstos denominaban Burenes. La puesta en marcha del cruel y traumático proceso de ejecución de la campaña de dominación, exterminio de la raza indígena e imposición de la cultura y civilización europeas en territorios del llamado Nuevo Mundo, dio al traste con el afianzamiento y desarrollo cultural de la raza taína, que ya se encontraba en un franco proceso de dominio y perfeccionamiento de la alfarería y la construcción, con habilidades innegables en aspectos tales como la agricultura, la pesca, la confección de textiles, delicadas connotaciones de evolución en la expresión artística, intercambio cultural y social entre miembros de diferentes tribus y etnias, un interesante cúmulo de creencias, mitos y leyendas que conforman su acervo folklórico religioso y un avanzado sistema de jerarquización y distribución de funciones y tareas, dentro del conglomerado político-social que detentaba la voz de mando en el seno de los asentamientos poblacionales. La dedicación, casi por entero, a la búsqueda del oro en las minas, los lechos de los ríos y los más rebuscados escondrijos, trajo como consecuencia que, desde los primeros años de puesta en práctica de la empresa colonizadora, fuesen desechados los publicitados proyectos de producción agrícola en base al establecimiento de plantaciones que contaban inicialmente con la asignación de indígenas en condición de encomiendas y de esclavos importados del continente africano, después. En su gran mayoría, los rubros agrícolas con los que se pensó ejecutar el proyecto de las plantaciones en tierras de América terminaron siendo desplazados por otras especies cultivables de mayor adaptabilidad a las tierras y el clima tropicales -como la Caña de Azúcar, el Maíz, el Café y el Cacao, entre otras-, la mayoría de las cuales, o eran plantas endémicas del nuevo continente, o, en su defecto, provenían de algunas regiones de África, Asia u Oceanía, de clima templado similar al de nuestras tierras. De tal suerte, el orgulloso y altivo conquistador español, que soñó con regentear en América haciendas que exhibiesen en sus muros frontales los escudos heráldicos que patentizasen el rancio abolengo de sus familias y lugares de procedencias y que aspiraba realizar en estos confines innúmeros festines y bacanales, al son de panderetas y haciendo ostentación de su poderío, mientras degustaba delicados pasteles y panecillos, elaborados con trigo de sus plantaciones y se atragantaba con garrafones de vino producido con uvas de viñas rigurosamente sembradas y vigilado en el proceso de crecimiento, maduración y añejamiento, hasta dejar el producto finamente destilado para el deguste del más exigente de los catadores, de buenas a primeras hubo de ver truncados sus idealizados proyectos. Ese voraz conquistador, repito, que desechó los proyectos desarrollistas, altruistas y educativos que una vez fueron enarbolados en las Capitulaciones de Santa Fe, claudicó en sus posiciones y se dedicó por entero a la mezquina empresa de la búsqueda del oro, para poder subsistir en tierras de América y no desfallecer ante la hambruna y la falta de otros alimentos, terminó al fin y al cabo siendo conquistado por el Cazabe, ese alimento acre, insípido y de poco valor alimenticio, como fuese calificado despectivamente por algunos Cronistas de Indias. A tal extremo que, desde el pasado remoto rememorado en estas glosas, ha quedado para la historia de nuestros pueblos la curiosa frase: A falta de pan, cazabe!, con la que queda patentizada, en forma jocosa, la patética situación que acompañó a los altivos e inhumanos adalides de la dominación y seudo-evangelización en sus andanzas por el nuevo mundo. Estas razones nos animan a valorar cada día más las raíces y esencias de la desaparecida raza taína y los múltiples aportes y vestigios culturales que de ellos heredamos. La nostalgia del cazabe constituye una parte de las reflexiones que ocupan mi atención en estos días, mientras deambulo por la Gran Manzana, entre visitas a familiares y amigos y la realización de recorridos por calles, puentes y emblemáticos parques de interesante arquitectura. Por ello, al recibir como aperitivo una generosa porción de cazabe proveniente de los más encumbrados lugares de la Línea Noroeste, en la República Dominicana, no he podido sustraerme de evocar las innúmeras noches de infancia, transcurridas en el seno de mi familia paterna, en campos de Dajabón, en donde, junto a los cuentos y leyendas con que nos saturaban nuestra mayores y el exquisito sabor de las tortas de cazabe embadurnadas de mambá o mantequilla de maní, acompañados de una taza del sabroso y ardiente chocolate con leche, conocí, también, la importancia de la unidad, el cariño y la solidaridad familiar. Y el valor de esas cosas -así como el gusto y el aprecio por el cazabe-, ha prevalecido por siempre entre mis convicciones.