Morir para ser bueno
Cuando muere una persona, las necrologías que se escuchan siempre van dirigidas a testificar una expresión lapidaria: tan bueno que era. Y lo consideramos una paradoja, pues evidentemente es necesario dejar el mundo de los vivos para que reconozcan tus virtudes y supriman como por acto mágico todos tus verdaderos o posibles defectos.
Esto lo escuchamos cada vez que un prominente fallece en nuestro país. Me refiero como prominente a un hombre o mujer destacados en diferentes ámbitos y que el pueblo le muestra sus afectos, ya sea, artista, empresario, sacerdote, político, maestro, etc. Se produce una conmoción nacional de incalculables proporciones.
Durante varios días son abarrotadas con lamentaciones las redes sociales, los periódicos destacan el deceso en primera plana, y los comentaristas se explayan con loas en la radio y la televisión. En esquinas, el metro, guaguas voladoras, taxis, carros públicos, oficinas, en el vecindario, todos hablan sobre la irreparable pérdida.
La funeraria en donde es expuesto el cuerpo, es abarrotada por todo tipo de personas: los que no pueden faltar, como es el caso de los familiares cercanos y de aquellos distanciados que acuden si hay dinero de por medio. Los que en verdad lo apreciaban. Por compromiso ineludible ya que trabajaban juntos. O para expiar una culpa que les atormenta por no haberle complacido en una solicitud vehemente de ayuda ante un problema que lo acogotaba, y bien podían cubrir.
En mayor cuantía acuden los que manifiestan, es obligatorio cumplir por el qué dirán. Para que los vean y estampar sus firmas en el cuadernillo de registro. O porque van a esperar a alguien a quien no han podido contactar por ningún medio y aprovechan la ocasión para plantearle un negocio. Y no se quedan los denominados, pica pica, que únicamente van a extender la mano para implorar unas monedas.
Y los que me causan estupor, ya que sufren de amnesia temporal premeditada porque tienen el tupé de presentarse al velatorio como mansos corderos, luego de pasarse largo tiempo acusando al difunto, tanto en privado como públicamente de hacerse de lo ajeno, de irresoluto, o de trastornar por completo y a su antojo la institución que dirigía llenándola de acólitos disfuncionales, entre otras conjeturas.
Estos, al llegar, se proponen de inmediato para hacer guardia de honor junto al féretro en el primer turno, con el propósito de buscar cámara y salir en los periódicos y en los noticiarios de televisión haciendo una apología sobre las virtudes del difunto; de cuanto lo apreciaban, ponderando su altruismo, valía, probidad, lo alaban y certifican como buen esposo, padre, y mejor amigo.
Me pregunto: ¿No sería más decente y coherente que mantuvieran su postura, y por respeto a ellos mismos y a los deudos no acudieran a participar y dramatizar hasta con los ojos llorosos lo que no sienten en un momento de tanto recogimiento y dolor?
Hago esta reflexión por los notables que últimamente han fallecido, y que tanto hemos sentido, entre ellos, el músico Pachi Carrasco, el cantante Benny Sadel, y recientemente el catedrático vilmente asesinado Mateo Aquino Febrillet.
En el caso del afable, y formador de profesionales Mateo Aquino Febrillet, a algunos de los presentes en su funeral, solamente les faltó, cuando apenas hace meses finalizó su gestión como rector de la UASD, ponerlo en el paredón y fusilarlo. Sin embargo, esos mismos, hoy que ya él no está en el mundo de los vivos, lo defienden y claman justicia en su nombre, según ellos, para ese hombre bueno que partió a destiempo.
De modo pues, que al morir, los malos se convierten en buenos, y los buenos, mal catalogados en vida como malos, se convierten en ¡súper buenos!
jpm