Mercedes Sosa: razón de vivir
Este jueves al atardecer, en penumbras, volví al Sur. Me llevó la voz entrañable, preñada de nostalgias, de Mercedes Sosa. Primero fue esa vieja Zamba para olvidar, de Toro y Fontana: “No sé para qué volviste/ si yo empezaba a olvidar”, que se me enredó en el diapasón del alma, en las lunetas temblorosas de amores adolescentes. Luego vino esa Razón de Vivir, de Víctor Heredia, y entonces la cosa se puso grave. “Para decidir si sigo poniendo esta sangre en tierra/ Este corazón que bate su parche, sol y tinieblas…/ Para decidir, para continuar, para recalcar y considerar/ Sólo me hace falta que estés aquí con tus ojos claros/ ¡Ay!, fogata de amor y guía/ Razón de vivir mi vida”. Y entonces todo se hizo Sur. Todo se hizo azul.
Recordé que al deceso de la Sosa, en octubre del 2009, escribí unas notas de gratitud que titulé Zamba para no morir. Hoy, comprimidas, vuelven al palco del papel impreso. Entonces referí cómo la noticia de la gravedad de Mercedes Sosa se regó como pólvora por un planeta que la vio rodar por su geografía para cantar por décadas canciones con fundamento. Redoble de bombo, voz grave, guitarra y charango. Zambas, chacareras, vidalas, bagualas, guaranias, gatos cuyanos, cuecas, carnavalitos, milongas, tangos, canciones, rock. Todo lo ensambló en su prodigiosa caja torácica para darle soplos de vida sonora, esta tucumana tan tuya, tan mía, tan de todos. Quien sin ser creyente, sólo pidió a Dios “que el dolor no me sea indiferente/que la reseca muerte no me encuentre/vacío y solo sin haber hecho lo suficiente”.
ENAMORAMIENTO
La conocí en Buenos Aires a mediados de los 60. Emergía con fuerza del festival folklórico de Cosquín, en Córdoba, promovida por el «turco» gaucho Jorge Cafrune. Enamorado del folklore del Cono Sur y de los Andes, asistí al teatro Payró a un recital suyo. En Lavalle compré sus primeros elepés (Canciones con fundamento; Yo no canto por cantar), cargados de zambas y chacareras. Llevé a Santiago de Chile la buena nueva, compartida con amigos. En el Teatro Municipal de la capital chilena pronto pudimos reiterar la experiencia. Yo que andaba embelesado, quedé prendado de esta india valiente, con su cara de lunita tucumana y su cuerpo de tinaja.
Aunque la fiebre de la nueva canción -neo folklore incluido- sudaba la protesta social dando voz a los humildes y recogiendo la agenda de los sin tierra, los temas que me amarraron a la Sosa tenían otro perfume. Creaban la atmósfera propicia para esa vieja y majadera seducción entre pareja, insoslayable y grata. Dolorosa, además, como la dialéctica del dulce y el amargo. Zamba azul (del poeta mendocino Armando Tejada Gómez y Tito Francia) fue un recurso amatorio perfecto, cuando la juventud briosa desplegaba sus mejores metales en la intimidad: “Como un limpio amanecer/era tu pollera azul/Cielo por la zamba/duende andaba el aire/enredándote a mi voz/Mientras mi guitarra/buscaba en el alba/coplas que cantaran/ nuestro amor”. De una textura sedosa, el texto se requiebra en remembranza azul: “Siempre te recordaré/junto a tu paisaje azul/Sombra que no olvido/Silueta del río/vestida de trigo y luz”. Para remachar reflexivo: “Dicen que el olvido es cruel/Que no vuelve del adiós/Pero mi guitarra/suena a zamba tuya/cuando por la noche estoy/buscándole grillos/que canten tu nombre/en la oscura voz del diapasón”.
Practicante de la guitarra folklórica -guiado por manual y orientaciones de compañeros-, habitué de peñas folklóricas tal la de Ángel e Isabel Parra en Carmen, en Santiago, y de otras en Buenos Aires, estas coplas revoloteaban en mi mente como pájaros de juventud. En el manual de marras figuraba Luna Tucumana, de Atahualpa Yupanqui, canción con la cual los argentinos sepultaron a coro a la Negra Sosa. La aprendí, esta lunita tucumana, “tamborcito calchaquí/ compañera de los gauchos/ en la senda del Tafí”, un estándar que grabó Mercedes. Pero fue Zamba para no morir, de Lima Quintana y Ambros-Rosales, la que me conquistó. Su escasa difusión amerita la transcripción. Su lírica profética, encarna la biografía de esta artista excepcional que vivió para no morir.
“Romperá la tarde mi voz/ hasta el eco de ayer./Voy quedándome solo al final,/ muerto de sed, harto de andar./Pero sigo creciendo en el sol/Vivo./Era el tiempo viejo, la flor,/la madera frutal./Luego el hacha se puso a golpear,/verse caer, sólo rodar./Pero el árbol reverdecerá/ nuevo./Al quemarse en el cielo la luz del día/me voy./Con el cuero asombrado me iré,/ ronco al gritar que volveré/repartido en el aire a cantar,/siempre./ Mi razón no pide piedad,/se dispone a partir./No me asusta la muerte ritual,/sólo dormir, verme borrar./Una historia me recordará/siempre./ Veo el campo, el fruto, la miel/y estas ganas de amar./No me puede el olvido vencer,/hoy como ayer, siempre llegar./En el hijo se puede volver/nuevo.”
Esa envolvente referencia telúrica figuraba en otras piezas. Zamba del Riego, que es también la del vino, de Tejada Gómez y Oscar Matus (esposo de la artista), nos habla del Guaymallén mendocino -tierra ubérrima de viñedos y durazneros- y de la raíz originaria huarpe de este asentamiento. “Por el Guaymallén, el duende del agua va/llevando una flor de greda y de sol/que despertará en el riego/La voz vegetal del huarpe que está/dormido en su paz mineral/ Se va tu caudal, por el valle labrador/y al amanecer sale a padecer/la pena del surco ajeno/Verano y rigor, va de sol a sol/la sombra del vendimiador”. Zamba coronada en el vaso celebrante del zumo de la vid: “Morada zamba del riego, el agua te cantará/cuando ande en la voz del vino cantor/la vendimia de mi pueblo/Y suba un rumor de acequia y canción/por el rumbo agrario del sol”.
TEMAS EMBLEMATICOS
De la fecunda colaboración del poeta de Salta Jaime Dávalos y el guitarrista Eduardo Falú, surgieron temas emblemáticos que la Sosa consagró con su voz ronca y profunda de tinaja quechua. La Canción del Jangadero (“Río abajo voy llevando la jangada,/río abajo por el alto Paraná/ Es el peso de la sombra derrumbada,/con el anhelo del agua que se va”), describe el obraje maderero en Misiones y el transporte fluvial de vigas de cedro, lapacho, incienso y peteribíen jangadas o balsas. Para el jangadero, su destino es por el río derivar. Va detrás de su horizonte fugitivo y la sangre con el agua se le va. De esta dupla nació Juanito Laguna –“mirando la luna”- que canta al anegado por las crecidas fluviales, atrapado “en su barro tierno de dolor eterno”, en la voz de la médium prodigiosa, como la llamara Daniel Viglietti, cuya Canción para mi América fue catapultada por ella.
Falú y Dávalos, jangaderos de nostalgias, fraguaron su Tonada del viejo amor, cuyos versos entonara con cadencia sentenciosa Mercedes Sosa: “Y nunca te he de olvidar/en la arena me escribías/y el viento lo fue borrando/ y estoy más solo mirando el mar”. Ausencia que salva la evocación: “Qué lindo cuando una vez/bajo el sol del mediodía/ se abrió tu boca en un beso/como un damasco lleno de miel. Quisiera volverte a ver/sonreír frente a la espuma/tu pelo suelto en el viento/como un torrente de trigo y luz”.
En el rico inventario de Mercedes Sosa figura su sentido homenaje a Violeta Parra. Grabado en los 70, los temas de la cantautora chilena reverdecen. Volver a los 17, “después de vivir un siglo”, enternece “como un niño frente a Dios”. Nos retrotrae al momento fecundo en que a la Parra, enredada “como en el muro la hiedra”, le va brotando el amor “como el musguito en la piedra”. Relanza Gracias a la vida, fundiendo canto y cantora en un solo haz luminoso, pleno de sugestivas inflexiones tonales. Levanta una pieza clave de esta arpillera mapuche, La Lavandera, con su mensaje terrible de despedida suicida: “Ya me voy con mi canasta/de tristezas a lavar/al estero del olvido/Déjenme, déjenme, pasar”. Expresa la alegría esperanzada de la canción Me gustan los estudiantes, “porque son la levadura/del pan que saldrá del horno/con toda su sabrosura”. Y el llamado bolivariano pacifista de la cueca Los pueblos americanos: “por un puñao de tierra/no quiero guerra”.
De Atahualpa Yupanqui -a quien conocí en Chile y con quien compartí en Santo Domingo, organizándole un tenso conversatorio en el Museo del Hombre al inicio de los 80, ampliado en casa de Milagros Ortiz Bosch-, la Negra Sosa grabó un Lp en 1977 con sus temas fundamentales. Ariel Ramírez y el poeta Félix Luna empataron talentos para darnos Alfonsina y el mar, que la cantora inmortalizó. Tándem que prodigó producciones memorables: Mujeres argentinas (Juana Azurduy, Manuela la Tucumana), Misa Criolla, Cantata Sudamericana.
EN RD
La Sosa electrizó a los dominicanos por vez primera en Siete días con el Pueblo, un festival fabuloso y valiente organizado a finales del 74, en el marco de los terribles 12 años. Luego retornaría al escenario local en el Teatro Nacional y en Casa de Teatro.
Desde el folklore que marcó el origen de su carrera, enriqueció su repertorio con canciones de jóvenes compositores argentinos de rock y pop con los cuales estableció empatía, al igual como lo hizo con Silvio, Pablo, Serrat, Veloso. Del genial Fito Páez, nos dejó Un vestido y un amor y Yo vengo a ofrecer mi corazón. Del loquísimo Charlie García, Cuando ya me empiece a quedar solo. Julio Numhauser le brindó la cadencia dialéctica de Todo cambia, mientras que León Gieco le aportó Sólo le pido a Dios. Los veteranos Astor Piazzolla y Pino Solanas cifraron sus talentos desde los exilios en la melancólica Vuelvo al Sur, «inmensa luna, cielo al revés». Y todavía la Sosa tuvo energía para estampar su impronta a Los Mareados y Cristal, dos tangos señeros de su amado Buenos Aires.
Cantora (2009), un álbum doble de duetos que se descuelgan como piezas emblemáticas del gran fresco que fue su obra de vida, nos muestra la versatilidad inmensa de esta artista cuya sensibilidad comprometida nos abraza con fuerza de raíz. Desde aquella Zamba para no moriradolescente, hasta ahora, con esa Razón de vivir, “fogata de amor y guía”.