Me voy a casar a orillas del Hudson
Uno de estos días de verano, cuando el sol se torna brillante y el cielo color añil, sentado a orilla del río Hudson observando su majestuosidad, una mariposa de tonalidades diversas se posó apacible y tímida sobre una rosa amarilla que desplegaba su belleza con donaire y exquisita galantería. Luego se vieron venir otras lamparillas de hermosos colores rodeando de caricias y halagos apetecibles aquella linda flor representativa de Nueva York.
Solo el hecho de contemplar la escena del coqueteo entre la flor y la mariposa fortalece el espíritu del alma y vigoriza el instinto afectivo de los seres humanos. Mientras el apasionado romance entre la mariposa y la flor continúa cautivando el ambiente y nos excita, en aquel río emblemático y dulce dos pececitos, una hembra y un macho de elegantes escamas, son vistos lujuriosamente acariciándose, con sus aletas entrelazadas en un abrazo placentero.
Después se acercan a aquel entorno dos graciosas ardillitas color gris, quienes atraídas por los besos y la zalamería entre la flor y la mariposa, entran en un encendido romance subliminal estimuladas por la lujuria de los pececitos enamorados bajo la calenturienta agua de verano de aquel Hudson bucólico de navegantes y de juglares.
De pronto desde un hermoso y espeso matorral de uvas de playa emergen las siluetas de dos jóvenes entrelazados en un nudo amoroso difícil de desatar y de ser imitado, como aquel poema romántico de José Ángel Buesa, que dice: «Me costaba trabajo desatar aquel nudo, aquel viejo vestigio de una vieja ilusión, que no sé todavía cómo pudo enredar sus raíces sobre mi corazón».
Se veían aquellas dos figuras juveniles entregadas la una a la otra en unos amoríos abrasadores, como si hubiesen sido fundidas por la magia poderosa del pincel del artista negro de la plástica Jean-Michel Basquiat.
A pesar que los enamorados ocultaban su romance detrás del zarzal de uvas no dejaban de oírse entre el trinar fascinante del sinsonte y el canto del clarín jilguero unos besos arrebatadores, como si quisieran con sus mimos endulzar aquel espacio frente al río Hudson para que el hijo de la diosa Venus, armado de arco, penetre su flecha en el corazón de Ninfea.
El sonido relajante del agua que se desliza suavemente trae a la rivera, desde el fondo incierto a la superficie iluminada, el poema de Gabriela Mistral que encandila pasiones y hace que se oiga el crepitar de labios: «Hay besos que pronuncian por sí solos la sentencia de amor condenatoria, hay besos que se dan con la mirada, hay besos que se dan con la memoria. Hay besos silenciosos, besos nobles hay besos enigmáticos, sinceros, hay besos que se dan solo las almas, hay besos por prohibidos, verdaderos».
Este mundo de fantasías y de romance es necesario evocarlo porque con él se renuevan deseos evaporados por el tiempo. Recoger esas añoranzas es como volver a sentir vibrar las notas de una canción derramada amorosamente en un pentagrama y decir: «Muchas gracias viejo amor por haberme hecho feliz en los días que nos quisimos; hoy que evoco tu querer quisiera volverte a ver y de nuevo estar contigo.
Cuánto diera viejo amor tenerte de nuevo en mí aunque sea por un instante; sé muy bien que te perdí y que nunca volverás pero no puedo olvidarte. Lo cierto es que un viejo amor nunca se olvida, él vive en ti y vive en mí toda la vida».
El río Hudson renace en sus aguas tranquilas, en sus riveras, en sus vidas abundantes que debajo él respira y fluye dejando entrever en sus olas su fuerza y su nobleza. El romance a lo Bonnie & Clyde continúa manifestándose en su regato atractivo. Antoine de Saint-Exupéry expresó que «amar no es mirarse el uno al otro, es mirar juntos en la misma dirección».
Prodigarse amor a orillas del Hudson significa descubrir amor eterno, amor sin miedo y con requiebro. Shakespeare escribió que «el amor no prospera en corazones que se amedrentan de las sombras». Por eso este poeta y dramaturgo inglés le dejó a la historia romántica universal las aventuras amorosas de Romeo y Julieta, así como Liu Guojiang, un muchacho de 19 años, y Xu Chaoqin construyeron su escalera de amor.
Como el río Hudson es una eterna y resplandeciente fantasía les exhorto a mi mundo de lectores que se aproximen a este manantial de agua fascinante y hagan su propia y tierna fantasía en sus orillas junto a su ser amado. El amor entre su ser querido se convertirá en algo inagotable, como el agua romántica que fluye desde su fuente.
Invito a mis lectores que me acompañen a orilla del Hudson para que hagamos una ofrenda a sus aguas portadoras de tierna y dulce fantasía. Declámenles ahora mismo, en este momento, a todo pulmón el poema que sigue, a las nuevas Julietas o a las Clydes reveladas a la muerte. Es obvio, las nuevas Julietas no se suicidan:
«Nace en mí algo intenso por amarte; eres tú, de mi cuerpo una tierna fantasía, libre como el aire por siempre tu amor será el que me haga feliz y llene de alegría. Has sabido conquistar mi corazón, llegando a lo más profundo de mi alma, a cambio quiero tus más suaves caricias para que mi cuerpo no guarde la calma. El brillo de tus ojos me hablan de ti y tu cuerpo de la pasión que por mí siente; despertando lo dormido de mi esencia he vuelto a sentir ese deseo ardiente. Eres mi diosa, yo quiero ser tu amor, por siempre estarás en mi memoria, mis besos de pasión abrigarán tus labios, porque tan solo tu amor es mi gloria».