Los “…recuerdos imborrables” de un periodista

El fino y experimentado periodista don Rafael Molina Morillo ha publicado un libro-recuerdos (¡una joya!) que no quiso nombrar “Memorias” por ser, y en su opinión, una palabra “presuntuosa” que “les luce a Winston Churchill, a Napoleón, a Albert Einstein, por ejemplo…”. Sin embargo, creo que se equivoca el respetado periodista, pues en las páginas de “Mis recuerdos imborrables” hay hechos históricos-políticos y de testimonios vivenciales dignos del mérito-categoría “Memorias”. Sí -y como una simple muestra- solo basta leer, por ejemplo, el capítulo titulad ¡Ganamos! ¡Ganamos! (Pág. 169, Ob. Citada, un capítulo increíble, espeluznante y aterrador), para adentrarnos en una de la coyuntura política-electoral más dramática y peligrosa de nuestra convulsa historia contemporánea de la que el autor fue testigo de excepción por su condición de periodista impoluto, pero, sobre todo, de su trayectoria como director de medios que como El Nacional y la Revista ¡Ahora! sentaron cátedra de periodismo ético-imparcial-investigativo (de preclara “independencia periodística”) y, al mismo tiempo, de defensa inclaudicable de dos valores supremos: libertad y democracia. Ahora transcribamos –para disfrute de los lectores y a modo de invitación a la lectura-compra del libro- algunos fragmentos de tres episodios que podrían darnos una idea cabal del registro histórico-político-profesional del autor en su prosa impecable. El primero de ellos acaecido en España (titulad El viaje de Trujillo), 1954; el segundo, en la República Dominicana (titulad Orlando Martínez), 1970/75; y el tercero, en los Estados Unidos (titulad Vuelta a la Diplomacia), 1980. Primer episodio (“El viaje de Trujillo”, 1954) “Terminado el curso para el cual había sido becado, me dispuse a regresar al país. Preparándome para la travesía del retorno, avisé mi propósito mediante telegrama a Ornes Coiscou, para que me fuera guardando mi puesto en el periódico. La respuesta me agarró fuera de base: “No vengas todavía. El Jefe viajará a España en visita oficial y quiero que te quedes para que reportes las incidencias de su permanencia allá. Te daré instrucciones. Las instrucciones no tardaron en llegar: Trujillo y su séquito –incluyendo a su mujer y sus hijos- arribarían al puerto de Vigo en el Trasatlántico francés “Antilles” (dicen que él nunca viajaba en avión). (…). Mi misión consistía en estar en Vigo cuando llegara la nave y localizar, entre los dignatarios de ambos países, al general Anselmo Paulino Álvarez, ante quien debía identificarme para recibir sus órdenes y obedecerlas al pie de la letra, sin escatimar gastos…. (…) Terminadas las visitas oficial y privada a España, Trujillo y su familia continuaron su gira a Francia y a Italia. El día antes de su partida, el embajador García Godoy ofreció a Trujillo y sus más íntimos un almuerzo en la propia Embajada. Mientras ellos comían sentados a la mesa, yo estaba parado a una distancia lo suficientemente cercana como para poder oír lo que hablaban y hacer mi crónica periodística, pero lo suficientemente lejana como para que mi presencia no interfiriera en la conversación. Cuando terminaron de comer, Trujillo se puso de pies y se acercó directamente hacia mí, mientras me preguntó con su voz meliflua: –¿Cuándo regresa usted a la Patria? –¿Cuándo usted diga, Jefe-, fue mi respuesta, porque ya yo estaba aprendiendo a manejarme en esas situaciones. –Pues vaya, espere a que yo llegue a Ciudad Trujillo, y véame en el Palacio Nacional. –Muy bien, Jefe. Para mis adentros, la conversación había terminado, pero el hombre volvió al ataque y me dijo muy en seri –Ah, mire: del dinero que usted me tiene guardado, entréguele diez mil pesos al embajador. Me quedé frío como una lápida de mármol en una noche lluviosa. No sabía de qué me hablaba ese hombre todopoderoso, a quien no se le podía decir que estaba equivocado, que yo no tenía dinero suyo… Viéndome en apuros, el embajador García Godoy parece que se conmovió e intervin –Molina, el Jefe está bromeando. La verdad es que me ha ordenado a mí entregarte diez mil pesos a tí, como muestra de que está satisfecho con el trabajo que has hecho. Agradecí el obsequio lo mejor que pude dentro de mi turbación, recibí el dinero en efectivo y con él, cuando estuve de vuelta en mi país, compré mi primer automóvil, un Zephir-Six negro, de seis cilindros…” (Págs. 57, 61 y 62, Ob. Citada). Segundo episodio (“Orlando Martínez”, 1975) “Conocí a Orlando Martínez por mediación de Mario Emilio Pérez, colaborador en ¡Ahora! Con sus “estampas’ humorísticas y a quien le comenté que me gustaría encontrar una persona que me ayudara en la redacción de la revista, para yo poder dedicar más tiempo a las diversas ramificaciones del “Bloque Ahora”. Mario Emilio me habló de un joven que acababa de regresar de Europa y acordamos que él lo traería a mi presencia para “probarlo”. Al otro día, en una tarde lluviosa de mayo de 1970, llegaron ambos empapados y chorreando agua sobre mi alfombra, lo que me produjo no muy buena impresión personal al principio. Pero la conversación me hizo cambiar de juicio bien pronto. Discutimos los términos, le dije lo que yo buscaba y al día siguiente ya yo estaba presentando a todo el personal el nuevo compañero de labores, como jefe de Redacción de ¡Ahora! La contratación de Orlando fue un acierto de mi parte. Aparte de sus obligaciones en la Redacción, creó una columna de opinión que tituló con el nombre de “Microcopio”, la cual tuvo tanto éxito en sus críticas al gobierno de turno, que pronto saltó de su carácter semanal, en la revista, para publicarse diariamente en El Nacional.(…) El día del cobarde atentado que le quitó la vida, estuvo conversando sobre temas cotidianos con Luis Ramón Cordero, administrador; José Ramón Grau, jefe de producción, y conmigo, en la oficina de Cordero, cuando, de repente, Orlando miró el reloj y exclamó: –¡Caramba, debo irme! Tengo una cita con una persona que me va a suministrar datos importantes para mi columna. Eran las 5 de la tarde. Orlando tomó su automóvil y se fue. –Se rompió la taza, cada uno para su casa – dije yo, y también me fui. Me dirigí a mi casa para cambiarme de ropa, pues esa noche debía asistir a una recepción con mi esposa en la Embajada de Brasil. Dos horas más tarde, cuando el embajador brasileño pronunciaba palabras de bienvenida a sus invitados, un camarero se me acercó y me susurró: –En la puerta hay un joven que dice ser su hijo y desea hablarle urgentemente. Efectivamente, era José Antonio, nuestro hijo mayor. Me extrañó verle manejando el automóvil, pues él apenas contaba con 19 años de edad y a su madre y a mí no nos gustaba que manejara de noche. –¡Mataron a Orlando! – Nos dijo. Abandonamos el sitio de inmediato y mientras José Antonio nos contaba lo poco que sabía, nos dirigimos al hospital militar “Dr. Marión”, donde estaba el cuerpo sin vida del compañero asesinado. Nos impidieron la entrada, por más esfuerzos que hicimos para pasar. El sentimiento de impotencia que se apoderó de nosotros hacía, minuto a minuto, más desgarradora la angustia” (Págs. 157, 158, 159 y 160, Ob. Citada). Tercer episodio (“Vuelta a la Diplomacia”),1980) El día 27 de febrero de 1980 fui designado formalmente por el presidente Antonio Guzmán Fernández Embajador Jefe de la Misión Permanente de la República Dominicana ante la Organización de las Naciones Unidas, con sede en New York… (…) “…Mis primeros días en el desempeño del cargo fueron difíciles. No por el manejo de la agenda de la ONU, sino por el toreo que tuve que hacer con el personal de la misión, compuesto por un heterogéneo muestrario de funcionarios desconfiados del nuevo jefe y con más ganas de hacer negocios privados que cumplir dignamente una misión diplomática. El local de la oficina –en un abigarrado apartamento del 4to. Piso del número 144 East de la calle 44, muy cerca de la sede de las Naciones Unidas- era sumamente estrecho para alojar a los embajadores alternos más el personal subordinado, que cobraban sus cheques en dólares prácticamente sin hacer nada. Debo exceptuar a la mansa recepcionista, doña Zamira Diná Troncoso; al encargado de los archivos, don Federico Fernández, autor de un diccionario de refranes traducidos a tres idiomas; y al primer secretario, el joven doctor en derecho Luis Felipe Vidal, talentoso y colaborador, a quien logré que se le ascendiera al rango de consejero de la Misión. De los seis embajadores alternos que había asignados a la Misión, solo algunos frecuentaban las oficinas, mientras la mayoría no apareció casi nunca por esos alrededores. Mejor así. Solo dos de ellos visitaban la Misión de vez en cuand Román N. Rodríguez, quien repetidamente me decía: “Yo soy bueno para dar pésames en las demás embajadas, cada vez que muera un presidente o un alto funcionario de esos países, porque allí uno llega elegantemente, firma el libro de condolencias, da un fuerte abrazo a todo el que esté ahí, y no tiene que hablar una sola palabra” (Págs. 181, 183, 184, 185 y 186, Ob. Citada). Finalmente, nos preguntamos: si las anteriores narraciones-testimonios –y otras tantas de valor histórico que aparecen en el libro- no son dignas de registrarse con mérito de Memorias –y me perdona la inmodestia del autor al respecto-, entonces, ¿qué hecho de connotación político-histórico-nacional lo merece? Sin duda alguna, don Rafael Molina Morillo –con “Mis recuerdos imborrables”- ha dejado unas Memorias imborrables y aleccionadoras…, que ¡hay que leer con fruición y reconocimiento infinito a una prosa periodística impecable y a un ejercicio profesional apegado a la ética!

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