La saga de la reelección
La reelección es como una saga ineludible en la historia circular de los dominicanos. Los gobernantes súbitamente se sienten como una transparencia imborrable, y entornan los ojos, porque, además, se creen indispensables para el universo. Próximos e inaccesibles, encarnan el lujo privilegiado de la lisonja. Desde la fundación de la República lo hemos visto actuar. Brillaron en las pupilas curtidas y la grosera alegría del hatero que veía en Santana a un Dios empinado en su potro. “El libertador”, hizo que le llamaran, y fue eso y su negación. El amor a la continuidad en el poder, se encerró, también, en el aristocratismo malvado de Buenaventura Báez, fingiendo reemplazar la ambición personal por la nación, haciéndose llamar “Gran ciudadano”, después de cinco periodos de gobierno. Ulises Heureaux fue “El pacificador”, y tuvo su cantor que lo anunciaba, con versos medidos, en rima, empujándolo a tomar su vida como una epopeya: “…Pues no dilata en llegar/Lilís cantando alegría/ con buen oro en demasía/ y con giros igualmente/ que tan pronto se presente/ se acabó la carestía”; le decía Juan Antonio Alix, en versos pagados. Pero Ramón Cáceres no resistió la tentación, después de la muerte de Lilís, primero dos años, después seis, hasta que la muerte violenta lo frenó. Horacio Vásquez se pintó de “La virgen de la Altagracia con bigotes”, porque la consigna era “Horacio o que entre el mar”. Aunque encontró la respuesta airada de Leoncio Ramos, un apacible Juez que le recordó con aguda inteligencia todas sus luchas por “la prohibición del derecho de reelección del Presidente”, y lo que ese “anhelo de nuestro pueblo durante largos años” representó en la muerte de Mon Cáceres, más el papel del propio Horacio Vásquez en el asesinato del caudillo. El trujillismo armó muy rápidamente un proyecto de dominación totalitaria a largo plazo. Tan temprano como en el 1932, a raíz de la reconstrucción luego del paso del ciclón San Zenón en 1930, Trujillo fue proclamado “Padre de la patria nueva”. Tenía en sus manos todo el tinglado del poder en la República Dominicana: el ejército, el aparato del Estado, las instituciones políticas a través del partido único, el dominio de la riqueza pública y la personal, que llegaron a ser una misma cosa, etc. Trujillo reflotaba en una idea de sí mismo que no era más que un ensueño, y el poder le pertenecía, con el trasfondo de la violencia, como algo natural. Igual ocurrió con Joaquín Balaguer. En los actos de Joaquín Balaguer no hubo ninguna causalidad perturbada por la dudosa virtud de los sentimientos. Para él, el poder lo era todo, lo justificaba todo. En estos conceptos aparece el fundamento de su ambición desmedida de poder. Veintidós años de dominio personal, administró todas las transiciones, y murió con la convicción feliz de que todo lo hizo “por nosotros”. Antonio Guzmán y Jorge Blanco hicieron “pujos” por reelegirse, y hasta crearon pequeños grupos de activistas. Hipólito Mejía fue para siempre la alternativa de sus mentiras, negándose a ser reelegido compró diputados peledeístas y alteró la Constitución. Hasta Leonel Fernández, quien se envolvió en una esencia milagrosa y prefiguró ser el destino de todos, adornado de la fría indiferencia de un Dios, desguañangando un país completo para imponerse, porque su fina estampa sublimada requería del poder. Esa es la historia nacional, y los Danilistas no son nada originales al reproducirla. País de larga anomia, tediosa, machacona, que ya casi se percibe como algo natural. País dormido ahora en los visajes de la agonía, carente del febril entusiasmo con el que en otros tiempos hacía rodar las fábulas impuras, ve resurgir otro “redentor”, otro “imprescindible”. Aunque, en todos los casos, fue el dinero público el que financió las ambiciones de poder de los grupos que auspician al “líder providencial”. Danilo Medina no nos puede hacer confundir la memoria con la imaginación, y obligarnos a creer que su reelección es la salvación de la patria. A Leonel Fernández no se le puede combatir empleando sus mismos métodos. Párenlo con la justicia, con la verdad, con el cúmulo de hechos que rodean su gestión de Estado. Pero recurrir a esa saga brutal del uso de los fondos públicos para impulsar la reelección, es mucho más de lo mismo. ¿Quién está pagando, ahora, los recursos que se requieren para la campaña en marcha? El pueblo, no hay dudas.