La muerte como materia prima y a plazo fijo

Mientras ciencia y técnica acceden al trono de los dioses, el hombre permanece subyugado en un cuerpo de oscuridades. Oculto en la lobreguez del hambre, la subculturización, la mortandad y la consunción infantil, el desempleo, la marginación social, que lo desigualan y preparan a una abrumadora desesperanza. Existe la certidumbre de que el contrato social ha sido carcomido en sus supuestos por una ingente cantidad de seres humanos que no pueden-y en oportunidades no quieren-prestar asentimiento y se rebelan muy a pesar suyo. ¿O es que ha sido la propia sociedad la que los ha arrojado por la borda del contrato establecido? Lo cierto es que existen victimas sociales, lanzazos a un mundo de carencias que, a menudo, transgreden normas penales y de convivencia. Entonces les cabrá una nueva victimización, esta vez en otros escenarios- la cárcel, por ejemplo-, y caerán en victimizaciones sistemáticas y cotidianas del sistema penal. Seres pensantes que provienen de las más diversas confesiones religiosas, políticas, culturales, que se centran con todas las fuerzas de su talento, sabiduría y persuasión, nos alertan sobre la ética necesidad de hacer germinar al hombre de la oscuridad en la que yace. Es posible, si de sacralizar se trata, que lo único o lo más importante a consagrar sea el ser humano. Habrá que redefinir, depositando esfuerzos, y cumplir con la gozosa esperanza de vigorizar sus derechos. Aunque tantas veces esos seres humillados por las mil carencias que les toca sobrellevar, ni siquiera sepan que existen esos derechos o, si los conocen, hayan quedado sometidos a la anómala normalidad de no saber qué hacer con ellos. En una palabra, para muchos seres que viven la estrechez de la pobreza crítica y la marginación social, los derechos Humanos, por su sola virtualidad de ser, resultan abstrusos o cosmogónicos. No son los científicos, tal vez porque la ciencia no es neutra y obedece a lealtades, quienes han salido a defender esos valores-salvo elocuentes excepciones- con firmeza y consecuencia dignas de remedarse. No se trata de conjeturar si es que el mundo actual es más cruel o violento que en otras épocas, producto de las civilizaciones dominantes. Tampoco es menos cierto que en la humanidad, por razones inherentes a la religión, se llegó a los odios indecibles de la Inquisición, o al feroz apóstrofe de deicidio que durante siglos recayó en el pueblo judío, por ejemplo; que los nefastos ideales nacionales y raciales_ la política, en fin_ condujeron al nazismo y que la ciencia nos precipitó a las arcadas nucleares. Pero es preciso establecer que al avanzarse hacia ese nuevo despertar que alumbra los derechos del hombre, se hace más hondo e irreductible el abismo con las realidades que nos toca coexistir. El mundo de seres victimizados va mucho más allá de aquellas personas a quienes los delincuentes agreden y perjudican. Nuestra criminología actual es una criminología del “pobre diablo”, señala López Rey y Arroyo; o como decimos nosotros, “del loco viejo”. Los delincuentes económicos que emplean su inteligencia, a veces coligada, para succionar la economía de un pueblo desde sus cargos o desde empresas de crédito, o que están ligados a la “droga dólar”, a la venta de armas de guerra, lo que implica fomentar guerras; o lucrar con el dolor y el hambre del mundo mediante la falsificación de medicamentos y alimentos. El costo social, económico y humano del delito cometido por uno solo de estos superhombres del mundo de hoy, sobrepasa con creces el daño cometido por todos los reclusos por delitos contra la propiedad que pueblan las cárceles de todo un país o de un continente. Será mejor seguir arrojando a niños, jóvenes y adultos en el encierro y fomentando becarios del delito para que la industria siga contando con su “materia prima” habitual y continué su curso normal, o lo acreciente, dentro de los límites que impongan los controles sociales del poder. Tal vez cabría meditar si esta nueva religión del progreso, si esta organización de la eficacia metódica, no requiere de esa materia prima y se nutre previamente de víctimas sociales para un genocidio con fines benéficos. Todos aquellos que, en una palabra, no pueden arribar por sus propios medios a esas posibilidades del éxito armonioso, acceder a la producción y al bienestar. Se produce el sacrificio consciente de un buen número de seres humanos que no compatizan por marginación, y acaso ineptitud, en el ancho y largo sentido de los vocablos, con la ideología del sistema que los sacrifica. De ahí los horribles manicomios, los infectos reformatorios, las lóbregas escuelas de diferenciales; la escasa protección al anciano, al estólido, residiendo en habitáculos de angustiosa suciedad; el apartamento del enfermo de sida, las cárceles. Todas casas de violencia para segregar socialmente a los que no sirven, y no sirven porque no poseen recursos económicos o no encuadran en lo que la sociedad pretende: trabajadores, modestos, disciplinados, callados, según los términos delimitados en la actual interpretación del contrato social. No hay medios y servicios que los apoyen y no hay por qué perder el tiempo. En ciertos casos resulta mucho más fácil y expeditivo reprimir, depositar, contener. El saldo recuperable será salvado y el resto que corra su impreciso destino. Se crean mecanismos de etiquetamiento y rótulos que sirven para descargar, como antaño, el oprobio y los temores de los sanos, de los no viciosos, de los juiciosos, de aquellos para los cuales el equilibrio está siempre en el centro y han sido declarados aptos para la vida. En una sociedad de producción y consumo, altamente tecnificada, el fracaso es siempre un polo negativo. En fin, desde un cierto punto de vista de política criminal, los propios Estados deberían admitir que han fallado, incluso en materia de prevención, para que ciertos delitos ocurran.

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