La inflación moral de la R. Dominicana
Uno se asombra todavía de que no quede hacia dentro del PLD una pizca de la dignidad que Juan Bosch suponía debía tener un partido, y que la corrupción de ese conglomerado sea parte de la inflación moral en que vivimos; porque la modificación del párrafo III del artículo 85 del Código procesal penal es un insólito despliegue del descaro y la prepotencia, y una forma brutal de clavarnos como país en lo impensable.
Se pretende despojar al ciudadano de su calidad para querellarse ante la justicia por los actos de corrupción de los funcionarios públicos; de modo que, si el Presidente Danilo Medina la promulga, sólo ellos mismos, los peledeístas que gestionan el aparato del Estado, se podrán acusar entre sí. Sin dudas, el manto de impunidad más tupido de toda la larga historia de la corrupción.
El grado más alto de la concepción patrimonial del estado que ha cabalgado en nuestra historia. El nivel más elevado de práctica de la corrupción proclamado sin ningún sonrojo. El Estado como botín, el despojo de la riqueza social cual si el partido gobernante tuviera derechos extraordinarios de apropiación de los fondos de la nación, sin un régimen de consecuencias.
Cuando hablamos de corrupción denominamos una práctica que se ha perpetuado en la política dominicana conformando un sistema, y cuya acumulación originaria de capital tiene como fuente el erario. Se ha repetido tanto en la historia dominicana, que el imaginario popular la ha fijado como algo “natural”, como una esencia de la dominicanidad; siendo, como es, un orden histórico particular de la práctica política que la legitima con un manejo del poder. La corrupción no es una maldad de origen, sino un vastísimo sistema circulatorio, una enorme palanca de movilidad social, ante cuyo funcionamiento el poder es como el susurro de las escamas del réptil.
Fue el fenómeno de la corrupción el que transformó súbitamente toda la naturaleza de clase de la pequeña burguesía del PLD, abriéndose con la movilidad social unos apetitos cuya ausencia de límites ha borrado cualquier escrúpulo ético. Pero lo que explica la supresión del párrafo III del artículo 85 del Código procesal penal no es el fenómeno de la corrupción, sino el de la aparición de la hipercorrupción como categoría.
La hipercorrupción es lo característico de la etapa de los gobiernos peledeístas, y es diferente de esas formas sistemáticas de corrupción que registra la historia nacional, no sólo por el elevado nivel de acumulación de capital que maneja, sino porque requiere garantías de impunidad absolutas, y falsificación de todo el régimen de consecuencias que prevén las leyes. Además, para la hipercorrupción como sistema, el Estado es el oxígeno indispensable, la fuente de toda acumulación patrimonial.
Por eso la hipercorrupción es lo que garantiza la continuidad en el poder. Por eso, seis o siete de las fortunas derivadas de la hipercorrupción peledeísta, compiten en importancia económica y social con los capitales tradicionales del sistema de producción oligárquico del país.
Y es por eso que, pese al dominio absoluto del sistema judicial, el párrafo III del artículo 85 del Código procesal penal se convertía en “el flanco débil por el que se podía atacar la bien asegurada impunidad que ha construido el partido gobernante”, como bien dice el doctor Guillermo Moreno en su artículo “Para la historia de la impunidad”, publicado en la edición de ayer de “Diario Libre”.
¿Por qué la modificación del párrafo III del artículo 85 del Código procesal Penal pasó como en clandestinaje, como furtiva, como una malévola ráfaga de la desventurada historia del despojo de la riqueza social que hemos vivido los dominicanos? Simplemente, porque la inflación moral en que vive éste país autoriza a un Poder legislativo desacreditado a rubricar como ley cualquier barbaridad derivada de sus intereses.
Nos han obligado a vivir en el silencio, y son muchos los pequeño burgueses que deben a su miedo el sacrificio de sus dudas. Entre perdigones de saliva, hablando de éste tema, un sacerdote amigo me dijo, bien bajit “No hay nada que hacer, Andrés, no seas pendejo”. Y yo sentí que ese era el mismísimo significado de nuestra existencia. Frente a un país que tiene instituciones formales, y una dictadura real.