La iglesia de Santa Bárbara es un cofre mágico del Caribe
POR DIONISIO BLANCO
Sabemos que cuando una cultura es geográficamente remota, de ella es verdaderamente difícil construir y cruzar puentes; y lo más profundo de una cultura, la voz más directa y auténtica por la que se habla a sí misma y habla a los demás es el arte.
Juan Gilberto Núñez, con la restauración y rescate de la iglesia de Santa Bárbara, no solo ha construido un puente para cruzar con su visión antropológica estas fronteras dentro de la lógica del límite, creando dioramas que representan figuras que ilustran la historia sagrada del cristianismo con figuras escultóricas en proporción con el canon clásico de Policleto. Y creando, mediante juegos de luz y colores, diversas imágenes que dan la sensación del movimiento de la quietud, para dejar al espectador atrapado en ese suceso histórico.
Para mí, lo expresado por Juan Gilberto Núñez en su arte no es extraño, pues ya lo había mostrado con maestría en el Museo Casa Duarte, donde detiene en diversos instantes acontecimientos de la historia de la Patria. Sabemos que el tiempo es una coordenada que afecta todas las artes y que, sin duda, donde mejor puede valorarse es en la pintura, la escultura y la arquitectura.
Desde muy joven visitaba a mi abuela paterna, Ana Dolores Fernández, quien vivía en la calle Vicente Celestino Duarte, prácticamente en el perímetro de la iglesia de Santa Bárbara, que para mí es como un “cofre mágico en el Caribe”, donde además contemplaba sus piedras sin ningún orden de hiladas o tamaños adheridas con argamasa y sus bóvedas elaboradas en mampostería.
Y algo bien curioso para mí es que fue construida en la parte alta del fortín que unía la muralla que rodeaba la Ciudad Colonial.
Cuando empecé a deambular por la Ciudad Colonial dibujando y pintando diferentes ángulos, siempre llegaba a mi memoria visual la imagen de Santa Bárbara, de la cual pinté la fachada en acuarela y que utilicé coherentemente como un símbolo convencional en la portada del catálogo de mi primera exposición individual, realizada en 1978 en la Galería Auffant.
Sería muy mezquino de mi parte no decir que esta exposición fue apadrinada por mi maestro Jaime Colson y don Juan Bosch, ambos amigos de don Rafael Auffant.
También desde lo alto del fortín llegué a pintar una vista del río Ozama que miraba hacia el este, colocando en primer plano un fragmento de la muralla, el Alcázar de Diego Colón, la Torre del Homenaje, barcos en el río, Villa Duarte.
Además, esta obra fue seleccionada por el curador Luis González Robles (presidente del Instituto de Cultura Hispánica para Iberoamérica) para participar en la “III Bienal Iberoamericana de Arte” en el año 1982, organizada por el Instituto Cultural Domecq, A. G., con la asesoría del Instituto de Bellas Artes de México, y llevaba como título “El paisaje en la pintura contemporánea”.
Para mí, Santa Bárbara siempre fue un símbolo mágico. Allí bautizaron al Padre de la Patria y era visitada por la familia Duarte, que era eminentemente católica.
Además, era un área muy habitada por españoles en diversas épocas, incluyendo a don Pepín Corripio, quien, mirando un cuadro que pinté en los años setenta de la antigua avenida España, me señaló con un dedo la casa donde vivió.
Esta calle empezaba donde terminaba la Isabel la Católica, exactamente en la curva que está al este de la iglesia de Santa Bárbara.
Cuando dije en el segundo párrafo de este texto que Juan Gilberto Gómez tiene una visión antropológica, es porque ha cuidado bien los aspectos humanos en una obra de conjunto y también los detalles de la restauración de la iglesia desde el punto de vista arqueológico, estudiando los cambios que se han producido en el tiempo de los restos encontrados allí y conservándolos como huellas del hombre para valoraciones que se harán en el futuro.
Así también, respetando las expresiones en las transformaciones geológicas del Arezzo y, desde luego, utilizando la asesoría de los mayores expertos en la materia tanto nacionales como internacionales, para su mejor terminación.
En fin, entendemos que la arquitectura del siglo XVI en América presenta siempre un doble aspecto donde las fachadas constituyen generalmente la parte privilegiada y el interior, considerado siempre como espacio cerrado y que solo alcanza su verdadero significado si se le entiende como lo que es: casi una excusa para despliegue de la decoración y al final los dos lados de la medalla se unen en la significación total del monumento.
Por esa razón el exterior de Santa Bárbara es un cofre mágico del Caribe; con su masa, torres, cúpula, imafronte anuncia el templo que se inserta en el tejido urbano de la Ciudad Colonial y su interior, decorado con temas religiosos, habla más que nada a quien penetra en la iglesia en busca de refugio, de paz o de consuelo; dando rienda suelta a la expresión de los propios sentimientos.
JPM