La abdicación del rey Juan Carlos

La abdicación de un rey es un acontecimiento que produce en los súbditos del monarca una melancolía que podría afectar las fibras más sensibles del ser humano, con excepción en la pos modernidad del pensamiento de la princesa en tránsito a reina y a la vez la dimisión pueda que para algunos sea motivo de algazara política breve, pero para los más de los ciudadanos acostumbrados a saludar y a ver su rey saludable y lleno de vida este hecho le puede causar a sus subordinados una alteración inusitada, visible u oculta, en su estado de animo o afectivo subyacente en el individuo. Es posible que el pueblo español tras la abdicación del rey Juan Carlos esté experimentando lo que llaman los psiquiatras una depresión melancólica, o sea, que por este hecho (la abdicación) lamentable, pero no obstante entendible desde el punto de vista de la deteriorada salud del monarca, el estado de ánimo cualitativo de los españoles podría, en este caso, verse afectado de una angustia o dolor no patológico caracterizado por pérdida de sueño o despertarse temprano, retraso psicomotor o pérdida de peso. Debo decir, sin ambigüedades, que el rey Juan Carlos reinó con elevado sentido de aprecio por los frutos que da la democracia y en su gobierno predominó la tolerancia social; en otras palabras, aceptó, si se quiere, la diversidad de opinión, social, étnica y cultural. Qué es la tolerancia sino la disposición de saber escuchar y aceptar a los demás, apreciando las distintas formas de entender y posicionarse en la vida, siempre que no atenten contra los derechos fundamentales de la persona. Es posible que algún fundamentalista de las ideas políticas del llamado socialismo democrático latinoamericano impugne mi apreciación sobre la tolerancia del rey Juan Carlos con una demostración episódica cuando el monarca mandó a callar al expresidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez Frías, considerando el comportamiento del soberano español de intolerante y falto de respeto. Debo decir, sin tratar de defender al rey Juan Carlos, puesto a que no soy español, que en esa circunstancia el expresidente Chávez estaba construyendo su liderazgo a lo interno de Latinoamérica y universalmente, da la impresión que éste se veía a asimismo como el representante de los pueblos subyugados y, al mismo tiempo, como si todavía el Imperio español, en la persona del Rey, fuese el símbolo del viejo poderío español. El rey Juan Carlos, sabiendo lo que he revelado en mi reflexión anterior, lo menos que podía producir en este caso era hacer sentir el peso de su poderío imperial y si no actuaba de esa manera, porque al parecer no tenía otra opción frente a Chávez, al regresar a España el pueblo español hubiese percibido en el Rey a un monarca derrotado y vencido en un combate en el que su pueblo esperaba salir airoso con unas relaciones más armoniosas y no menos engrandecidas. El hecho del rey Juan Carlos haber asistido a ese importante cónclave, que era una cumbre de presidentes, cabe decir que él no mostró arrogancia sino que fue tolerante, entendida la tolerancia con respeto y consideración hacia la diferencia, como disposición de admitir en los demás una manera de ser o como una actitud de aceptación del legítimo pluralismo, lo cual es una virtud de enorme importancia. El rey Juan Carlos, lo mismo que el extinto presidente Chávez Frías, entendían cuál era su respectivo papel en esa importante asamblea; los presidentes latinoamericanos, sobre todo los de países de menor incidencia política en el hemisferio y cuyo desarrollo socioeconómico y estabilidad política dependía casi exclusivamente del suministro de petróleo venezolano, le dejaron el escenario al hombre fuerte del palacio de Miraflores, no porque simpatizaban con el líder de la Revolución bolivariana, sino por un oportunismo de carácter estratégico que demandaba su posición en la geopolítica. Sin embargo, la inteligencia política del rey Juan Carlos, su visión imperial, su disciplina militar y su experiencia sobre la cultura iberoamericana, le facilitaron una salida verbal indicativa de que la jerarquía del soberano merecía respeto y consideración, a pesar de la presencia de los jefes de Estado. La confrontación entre el rey Juan Carlos y el presidente Chávez, aunque no tenía carácter personal, la misma debió verse como un enfrentamiento que se había pospuesto varias veces y que debía de darse en algún momento, debido a resabios ancestrales de índole histórico y socio-antropológicos pendientes de ser esclarecidos entre un representante de los pueblos indígenas distantes de 1492 y el legendario poder imperial español. Ni el rey Juan Carlos ni tampoco el expresidente Hugo Chávez hicieron concesiones políticas o económicas que pudieron poner en entredicho cuestiones de principios; el pueblo español tuvo una representación digna en su rey y la corona no rodó por el suelo. En la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, celebrada en Santiago de Chile el 10 de noviembre de 2007, al rey Juan Carlos no le sucedió como al rey Eduardo III, de Inglaterra, que no regresó como protagonista de la obra épica de Shakespeare, sino como un ”parqueadero en la localidad de Leicester, durante una excavación arqueológica donde antiguamente se erigía una iglesia que albergaba sus restos”, según lo narrado por Hernando Alzate en su ensayo, Ricardo III de nuevo en escena. Después de todas las críticas posibles que se les puedan formular al renunciante rey Juan Carlos lo que deberá quedar en definitiva como expediente auténtico en el corazón del pueblo español son los ingentes esfuerzos por la democratización de España y su perseverante preocupación por el desarrollo de la educación de los españoles a todos los niveles del sistema, así como su decidido interés porque España pudiera salir airosa de la crisis socioeconómica que sacude sus memorables cimientos y su otrora grandeza imperial, a pesar del parto doloroso que significó la conquista en la América hispana. Como no estamos ligados a España por ninguno de sus costados marítimos o territoriales, solo nos resta, como parte fundamental de su preciosa lengua, elevar ruegos al Altísimo por la salud del soberano saliente y dar gloria a Dios por el reinado de su hijo Felipe VI y doña Letizia, para quienes deberán sonar las trompetas en señal de convocatoria del pueblo español para la celebración de la fiesta de coronación del nuevo monarca. Aún cuando al rey saliente le toco una parte importante del espectáculo de ese movimiento impreciso denominado postmodernidad o posmaterialismo, haciendo un papel decoroso y positivo al dar los pasos que exige este periodo, incluso careciendo ese movimiento de un marco teórico válido y de un orden coherente, España se fue incorporando paulatinamente con éxito al postmodernismo para caer posteriormente en una fuerte crisis. Le corresponde, por tanto, al rey Felipe VI colocarse en la dirección de vanguardia para formular ideas filosóficas, económicas y sociales coherentes y progresistas que puedan sacar a España de la inmovilidad en la que ha caído junto con otras naciones europeas devolviéndole a esa nación el esplendor y el dinamismo económico del que gozó en períodos históricos anteriores. El nuevo rey no solamente ha recibido de su pueblo una corona, además, la historia le ha dado la magnífica oportunidad de casarse con la gloria facilitándole a los españoles, con su ideario fresco, un reinado lleno de prosperidad y libre de tensiones, siempre y cuando entienda el amanecer de su papel histórico.

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