Francisco y los niños de Harlem
El que no ama a los niños no ama a Dios. ¿Quién no desearía estar rodeado de niños? Ellos son seres inofensivos, frágiles y tímidos, que por su dulce cariño están despojados de malicias. Sin embargo, sus corazoncitos laten con entusiasmo y sus mentes se elevan aupadas por las alas vigorosas del Altísimo. Jesús dijo: «El que recibe a este niño en mi nombre me recibe a mí y el que me recibe a mí recibe a aquel que me envió» (Lucas 1, 46-50).
Mi domicilio en Harlem me permite conocer los padecimientos y varias de las familias hispanas y afroamericanas de este sector de la ciudad de Nueva York. En los años que vivía en un lugar de primera en Midtown Manhattan siempre sentí afecto por aquel mundo cultural de Harlem, ahora es otro mundo, ya no existen los grandes músicos y literatos de aquellos tiempos.
Ahora escribo una novela que lleva por titulo: Cuando Harlem era Harlem, la cual será editada y puesta en circulación en Cuba ha mediado del año 2016, venidero.
Como vivo entre Santiago de los Caballeros y Nueva York, cuando llego al aeropuerto John F. Kennedy mi cariño y sentimiento me lleva a mi domicilio en Harlem. De igual modo cuando arribo al aeropuerto de Santiago mi mente afectuosamente me traslada a La Zurza.
Ciertamente hace años que Harlem viene experimentando una especie de glasnost a la americana que permite la discusión de políticas y de los problemas sociales que aquejan la zona, unido a un proceso de gentrificación o renovación de viviendas que ha resultado efectivo, pues ha dado lugar a que personas de clase media alta se establezcan en el área, trayendo mejorías significativas que les han dado valor a las propiedades.
Como es natural, estos movimientos humanos han ocasionado el desplazamiento o expulsión de familias pobres y problemas para los planificadores urbanos, toda vez a que estas transformaciones traen consigo modificaciones sensibles en el estilo de vida y aumentos significativos en los precios de las viviendas.
Como otros intelectuales, escritores y artistas estadounidenses que nos hemos trasladado a vivir en Harlem, debo decir, como expresara el papa Francisco en su hermoso y aleccionador discurso de encuentro con niños y familias de inmigrantes en la escuela Nuestra Señora de los Ángeles, «no es fácil encontrar nuevos vecinos y amigos». Pero cuando hay buenas intenciones de unir esfuerzos para echar adelante una comunidad se puede vencer cualquier obstáculo que se presente.
Empero en Harlem es posible vivir sin conflictos porque allí existe una comunidad afroamericana y otras etnias, incluyendo hispana, que trabaja coordinadamente con entusiasmo, con sentido de laboriosidad y con honradez para promover acciones positivas.
Con este preciosísimo encuentro del papa Francisco con niños de esta valiosa comunidad se nos pareció, por ese gran amor y la sencillez de corazón, la limpieza del espíritu y la humildad del Santo Padre, a aquel hermoso pedido de Jesús reflejado en los Evangelios cuando dijo: «Demostremos gran amor por nuestros niños, como requisito indispensable para llegar al Reino de los Cielos».
Cuando el papa Francisco cargó aquella niña inmigrante me produjo una sensación apacible y vigorizante, ya que al ser levantada por sus brazos y al no mostrar excitación de sus pasiones por la codicia de la gloria como sucedió con algunos discípulos de Jesús les dijo: «El niño tiene el alma sincera, es de corazón inmaculado y permanece en la sencillez de sus pensamientos. Él no ambiciona los honores ni conoce las prerrogativas, entendiéndose esto por el privilegio concedido por una dignidad o un cargo. Tampoco teme ser poco considerado ni se ocupa de las cosas con gran interés» (Mt 11,29).
El papa Francisco nos quiso recordar con su ejemplo aquella enseñanza dejada por Jesús: que los que quieren ser más grandes deben recibir a los pobres de Cristo por su honor y nos exhorta, al mismo tiempo, a ser niños en la malicia. De verdad que el Santo Padre no ha descuidado un momento de su paso por Nueva York para demostrar cuán comprometido con las acciones de Dios está su apostolado.
Resultó encantador ver a los padres traer sus hijos para que el Santo Padre le impusiera las manos e invocara la bendición de Jacob. ¿Qué les recuerda a los cristianos de corazón esta enseñanza? La gente trajo sus hijos porque veían en el Santo Padre lo mismo que vieron en Jesús: la facultad de realizar milagros o actos extraordinarios.
Seguro que el Santo Padre, al imponer sus manos a los niños, les bendijera diciendo: «Mira, el olor de mi hijo, como el olor del campo que Dios ha bendecido. Dios te dé del rocío del cielo, y de las grosuras de la tierra, y abundancia de trigo y de jugo». No cabe la menor duda que con esta demostración los niños tienen un gran valor para el papa Francisco.
Toda mi comunidad de Harlem debió sentirse bendecida porque el Santo Padre dejó entrever con júbilo su gran amor por los niños, ello así porque sus gracias no están contaminadas y en ellos está presente la bondad y la buena actitud. Cada vez que regreso de un viaje y me dispongo a bajar mi equipaje frente al edificio donde vivo siempre encuentro algún niño que me enseña su buena disposición de ayudarme abriéndome su corazón.
Cuando algún niño quiere acercarse al papa Francisco y la seguridad trata de impedírselo de sus labios sale aquella frase que aparece en Mateo 19, 13-15 que dice: «No les impidan a los niños que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos».
También me pareció extraordinario, hasta el grado que no dudo que cuando el papa Francisco se refirió a Martín Luther King en el mismo corazón de Harlem, sobretodo, al evocar aquella hermosa frase: «Yo tengo un sueño», produjo una conmoción y una gran alegría en los corazones de todos los vecinos del sector.
E inmediatamente agregó el Santo Padre: «Y él soñó que muchos niños, muchas personas tuvieran igualdad de oportunidades. Él soñó que muchos niños como ustedes tuvieran acceso a la educación. Él soñó que muchos hombres y mujeres como ustedes pudieran llevar la frente bien alta con la dignidad de quien puede ganarse la vida. Es hermoso tener sueños y es hermoso poder luchar por los sueños. No se olviden».
Me viene a la memoria un instante cuando una persona me dijo en 1962: «Los Estados Unidos necesita jóvenes como tú, inteligente, que hablen el idioma y que vengan con ansias de lograr una carrera profesional y servirle a esta nación». Me hice profesional y le serví al Gobierno del Estado de Nueva York con la lealtad debida y con mucha honra. Y en mi camino al éxito encontré gente buena que me ayudó a sentirme en casa, como refirió el papa Francisco ante los niños de Harlem.
Me contagié del hermoso sueño de King con mucha alegría y no dejé de soñar que podía vivir con felicidad y nunca olvidé de hacer mi tarea. Tomé aquel consejo, por lo que este artículo, confieso solemnemente, y toda mi obra literaria de más de treinta años, sigue siendo la continuación gozosa de mi tarea, porque como dijo el papa Francisco «…Jesús es alegría y quiere ayudarnos a que esa alegría permanezca todos los días».