El demonio del tabaco
El individuo que ebrio llegó a su casa, le propinó una paliza a su mujer. Si la afectada o algún vecino llama a la policía, se lo llevan preso. Si de modo errático conduce un vehículo, lo detienen, lo arrestan. Los efectos del alcohol no se enmascaran en los delitos punibles, como el caso del humo nocivo del cigarro ajeno, que penetra en las vías respiratorias del otro. La nicotina, el alquitrán, los innumerables venenos que provoca el tabaco, lo convierten en la adicción más perniciosa en cuanto a su terrorismo clandestino y modo de provocar daño. De algo hay que morir, reaccionan los indolentes. La aseveración exalta a la conocida fábula del avestruz que esconde la cabeza debajo del ala cuando evade lo que ocurre. No es lo mismo morir de muerte natural, propia del envejecimiento, que morir bajo los efectos de una muerte provocada por un abusador. Los que fuman le han declarado la guerra a los que no fuman. La convivencia pacífica se ha dividido en fumadores y no fumadores, en amigos y desconocidos. La industria del tabaco genera más dividendos que la industria de la educación. ¿De qué manera reprimir o amonestar a los obsesivos con licencia que expelen veneno a los pulmones ajenos? Indudable que llevan en sí su propio castigo. Les asiste la esperanza, sin embarg el hábito de fumar cura el cáncer del pulmón, de la boca, del tracto respiratorio, toda vez que la víctima ha dejado de sufrir, pasado al plano del silencio, donde no existe el dolor, ni víctimas que tengan que sufrir la barbarie del humo de segunda mano. No podemos detener al desarrollo, pareciera que dictaran nuestras leyes, pero podemos ponerle un freno a los facinerosos y a los responsables de la guerra sistemática que el poder desmedido urde contra nuestra especie en vías de extinguirla. ¿De qué manera un fumador compulsivo pudiera sustraerse a la necesidad de expeler nicotina a los pulmones del otro? No sería justo confinarlo a una isla desierta donde la justicia de la naturaleza les cobrara el delito de matar impunemente, ni sería justo enviarles a sesiones de terapia psicológica por lo encarecido del asunto. Lo justo sería lo que hacemos, dejar que nos disparen balas mortales de humo tóxico, de modo que no alteremos las normas de la convivencia y que los poderosos de la industria del tabaco no se incomoden, no sea que afectemos sus intereses de destrucción masiva.