El caudillismo: la eterna ruina institucional y social

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EL AUTOR es sociólogo y catedrático universitario. Reside en Santo Domingo.

“No soy optimista, sino alguien que cree mucho en la esperanza”.

 (Nelson Mandela).

La larga tradición autoritaria es endémica en la sociedad dominicana desde el mismo instante de su génesis como nación. Esa dilatada concepción corpórea tiene como expresión más fáctica, el caudillismo. El caudillismo es la incorporación pétrea del personalismo y del debilitamiento y ausencia de las instituciones y la institucionalidad. Lo que caracteriza al caudillismo es que se encuentra por encima de la normativa de la sociedad. Es la voluntad férrea de erigirse en el cuerpo y alma de la sociedad y de la política.

El caudillismo, su hilo conductor, no importa su historia, su contexto, su hilaridad y los actores, es la sobredeterminación de la persona, es la sublimación del actor como un espectro con carga expansiva de radiación no humana. Se vuelve así en “el necesario”, en el imprescindible, en el inagotable. Reivindica las instituciones a través de su ego. El caudillismo es la eterna circularidad de la sociedad dominicana, es la más deleznable tautología que a lo largo de la historia se ha verificado en el cuerpo institucional del país. El caudillismo es el súmmum consomé gravitativo de la ruina institucional y social. Se ha expresado y expresa al día de hoy por diferentes canales, modalidades, dimensiones, que evoca la ruindad de la miseria humana; de las patologías, de los trastornos de personalidad que se configuran desde el poder.

El caudillismo desmembra todo asomo de institucionalidad y para ello dificulta o ruptura la asunción de las reglas, normas o base normativa creada. La solapa, la desconoce y se erige en un poder no legitimado. Esa es su constante como alma de su ego, recreado en la injusticia, en la discriminación, la discrecionalidad. En el caudillismo, poder y legitimidad andan en líneas paralelas. Solo se alinean cuando ese poder legal o usurpado le conviene.

El caudillismo sintetiza, como modus vivendi y modus operandi, en cada salto de la historia: fuerza, clientelismo, corrupción, patrimonialismo, padrinazgo, nepotismo, captura del Estado (cambiar normas para favorecer a los que están en el poder). Se viabilizan y crecen desde el Estado mismo, empero, lo desconocen en su validez que generan el conjunto de instituciones que lo soportan. El caudillismo se solivianta por encima del derecho y del deber. Debilita, cuando asume el marco normativo, para cambiar la regla del juego, sobre todo, si es para beneficiarse directamente.

El caudillismo es la prolongación de la perpetuidad en el poder. Se niega a sí mismo en el opúsculo de su epitafio; se construye y diseña toda una articulación de la sobredimensión de su existencia; hay una continua sobreexposición de su ser en la sociedad y en el Estado. En el ritmo de la historia dominicana su importancia es una importatización, jerarquización, desequilibrada. Se convierten en esclavos de un paroxismo engendrado en su manto de “realizaciones”.

En nuestro país desde el 1844 hasta hoy se ha modificado la Constitución 39 veces de las cuales 87% ha tenido que ver con reelección del mandatario de turno, ampliación del mandato o habilitación para que el ex pueda volver. A lo largo de todo el Siglo XIX y XX el peso del caudillismo encontraba su validación en la medida que representan fuerzas sociales, bloque económico y de poder. Eran, en el plano político, la sustantividad del eco económico y social. Trujillo, en cambio, era el caudillo y al mismo tiempo el Estado. Balaguer, con su Estado bonapartista, encarnaba la dirección política con autonomía, pero expandía la clase empresarial. Teníamos un Estado intervencionista con la válvula de la creación de tejido empresarial para el crecimiento y desarrollo dependiente.

¿Qué explica entonces que en el Siglo XXI, en la postrimería de su segunda década, siga gravitando el peso del caudillismo en la sociedad dominicana a través de Leonel, Hipólito y Danilo?

La base medular del caudillismo de Leonel y Danilo no se erige, en gran medida, en la representación y encarnación de la expresión de las fuerzas sociales dominantes, sino en su poca vocación democrática graficada en la ambición de poder y en la no asunción de la alternabilidad de los actores políticos, que da pie al cauce de la institucionalidad. La base: el clientelismo y la corrupción (en todas sus modalidades) y en las deformaciones que han pautado sus praxis política y social, despojando la institucionalidad y los valores de la democracia.

El punto esencial ha sido el desmoronamiento de la vida social, una reproducción constante de un liderazgo referencial que no se cimenta en la integridad, fiabilidad, profunda devoción por el interés público y una incuestionable y acrisolada conducta ética-moral, que ha de ser el epicentro nodal de la conducción del escenario de lo público. Ellos, si se quiere, han reproducido un modelo económico social que en el orden social ha significado una honda asimetría, desigualdad y marginalidad que cuasi nos fractura todo el tejido humano y social.

Hay un estilo de crecimiento que a mediano y largo plazo creará ruptura y crisis de estabilidad del sistema como tal, pues los ejes en que se sostienen escapan en gran medida a sus articuladores. El agrietamiento, la fisura, con esta forma de dominación y hegemonía choca, inexorablemente, con el mismo crecimiento y evolución del país. Don Hipólito Mejía no construyó un antes y un después. Es su sola personalidad y el “encanto” de su pleno ritmo al poder. Después del 2000 no debió ser candidato; no obstante, volvió en el 2004, 2012, quiso hacerlo en el 2015 al interior de su partido. 4 veces candidato. De 4 – 1, para un pobre average con un ejercicio presidencial para no volverlo a contratar, sencillamente por los indicadores económicos y sociales que derivó y con las fracturas que se presentaron en su propia organización. Su permanente aspiración es la sombra blanca de su caudillismo. La rutinizacion de su presencia hizo perder la magia o el embrujo que alguna vez pudo tener.

El alcance de la sociedad ha de negar las determinaciones individuales y la sobredeterminación de lo personal por encima de lo institucional. Esa patología social del caudillismo debemos de eclipsarlo, rupturarlo con más y mejor democracia, con fuerte vigor de la institucionalidad, donde hablar de habilitación sea una página del rezago de nuestra historia, un síndrome al que ya no es dable recurrir.

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