El Capitalismo Romántico

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El autor es economista. Reside en Santo Domingo.

El viejo capitalismo ha recibido muchos insultos: injusto y explotador. Rapaz. Depredador. Asesino. Salvaje. Todos los males, los de todos en el pasado y los nuestros en la actualidad, parecen originarse (de alguna manera) en su naturaleza. Como ironizó alguien, hasta el mal tiempo parece que se debe a su maldad.

En un momento se pensó que los defectos y males del capitalismo eran las virtudes y ventajas del socialismo. Falacia lógica en la localización (binaria) de la razón: si uno –el capitalismo- está mal, eso significa que el otro –el socialismo- está bien. Por encima de los argumentos (que siempre los habrá), los acontecimientos recientes han desmentido concluyentemente esta deducción. El socialismo simple y llanamente fracasó, fracasó miserablemente.

Ahora bien, el capitalismo nunca se pensó como un sistema formado para y dirigido hacia el bienestar social. Como bien lo puso Adam Smith, los beneficios sociales se logran como repercusiones involuntarias en la persecución del bienestar individual. El panadero, el carnicero, etc., en sus afanes comerciales no buscan el beneficio colectivo sino la ganancia individual. Lo que sucede es que, persiguiendo sus intereses individuales, contribuyen a lograr la mejor situación en lo que toca a la utilidad social. El capitalismo no es un sistema de bienestar social sino de ganancias privadas. Bien manejado, lo último puede conducir a lo primero, pero no hay garantía de ello. Como dice Keynes: “no es justo, no es bello. Pero no sabríamos con qué sustituirlo…”

El principal defecto del capitalismo es su tendencia inherente (y por ello inevitable) a la recesión. A localizarse en un equilibrio (no hay tendencia al cambio) de desocupación (o desempleo). Se resiste a emplear a todo aquel disponible para el trabajo, en un mundo donde la inmensa mayoría de la población depende del salario. Y de aquí todos los males y las penurias que provoca la falta de ocupación (y de ingreso, aunque entre trabajo e ingreso hay un análisis pendiente).

Este defecto del sistema –el sistema como principio de organización social- tiene su origen no sólo en la base de intereses materiales sino en el de la libertad individual. Por ejemplo, libertad económica (y política) significa que no tengo que pensar (menos que comprometerme) en qué voy a comprar (y consumir) mañana. Mañana y pasado mañana. Y el día después, etc. Esto significa que el productor y vendedor de camisas no sabe si voy a comprar mañana, pasado o en algún momento en el futuro. ¿Cómo, entonces, decidir su producción? En base a las estadísticas… Bien, pero las estadísticas son la certeza del pasado que sólo es una probabilidad en el futuro. ¿No se hicieron obsoletos los cd’s, que en su momento fueron una revolución tecnológica? De manera que la libertad para el consumidor implica necesariamente incertidumbre para el productor, algo inevitable –aún más, necesario- en un sistema de libertad económica (y política).

Lo peor, las necesidades prácticas se pueden abrevar rápidamente: ¿para qué tener diez, veinte pares de zapatos? Y si los zapatos ya no se venden, ¿para qué producir más? Por si fuera poco, si no se produce para el consumo (si no se producen zapatos, por ejemplo) se produce para la producción (máquinas para hacer zapatos), con lo que el problema de agrava en el tiempo. Se va acumulando una inmensa capacidad de producción cuando la tendencia del consumo es a la baja.

Por el lado de la oferta, la tendencia es hacia la concentración y centralización. Hacia la formación de monopolios y grupos económicos. Y, en general, a la sustitución de la actividad por la propiedad como fuente de renta. La razón es bastante elemental: dominar el futuro incierto en el que lo único cierto es una competencia feroz por la renta (y la sobrevivencia). Como cierto es el envejecimiento de los agentes y su búsqueda de garantías económicas cuando las capacidades y el entusiasmo van palideciendo. El control del mercado es el mejor seguro, sólo después de la propiedad de los activos productivos. Los monopolistas no son más villanos que quienes prefieren vivir holgadamente de los intereses de un depósito a lavar platos ocho horas al día por cuarenta años de vida productiva. Cuestión de interés particular, precisamente.

Con todo, el capitalismo es bestialmente productivo, por encima de sus tendencias hacia la recesión. Ciertamente, existen muchas carencias, escasez en muchísimas articulaciones. Necesidades insatisfechas, desempleo, pobreza. Existe un enorme desperdicio: comida que se tira a la basura, basureros enteros de materiales prácticamente nuevos, desechados. Lo peor, existe una agresión sin límites a la naturaleza precisamente por los fallos de regulación del sistema. Correcto, el capitalismo es terrible… sólo que el socialismo es muchísimo peor.

¿Hay algo en el medio? ¿Hay algo en el medio del mercantilismo atrasado y sucio, y el capitalismo salvaje de las finanzas mundiales predadoras? ¿Una “tercera vía”? Ciertamente, siempre se ha hablado del “capitalismo social” de los países nórdicos de Europa en que una presión fiscal del cincuenta por ciento es completamente compensada por la provisión de servicios públicos impecables en cantidad y calidad. ¿Para qué tener dinero en los bolsillos si el transporte público es gratuito?, por decir. ¿Cómo lo hacen? Porque el problema de fondo ha sido, aquí y en todas partes, que la propiedad pública se administra mal, ineficientemente y en beneficio de los que gobiernan.

Mientras tanto, en lo que descubrimos la fórmula secreta, ¿es posible aislarnos dentro de la multitud, hundirnos a una profundidad en que la marea del “progresismo” no nos arrastre? Es la idea de las distintas comunas que se han formado (todas han perecido), huirle a la necesidad de codicia que se impone en la economía de hoy en día. ¿Es posible? Quizás yendo a vivir a un pueblo pequeño en la costa. Un pueblo de casas blancas y tejados rojos, con flores multicolores en las paredes. Un cielo enorme azul claro, con pocas nubes. Y el mar tan sereno como pródigo, oscuro, profundo pero paternal. La gente como el pueblo: lenta y taciturna. Gente amable, aunque chismosa. Alegre, aunque aburrida. Buena, aunque simple. Ese es justamente el problema: siempre se impone una decisión.

De seguro era lo que tenían muchos franceses hasta hoy: yo te vendo el pan que hago según la receta secular de mi familia, a cambio de los vegetales que sólo tú sabes obtener con ese color. El amigo nos vende la mejor carne del mundo, que produce en una finca de apenas quince cabezas. Aquél nos vende la avena y los granos, el más viejo nos hace las sillas… Y así, una pequeña economía mercantil enquistada en el estómago del capitalismo salvaje… Hasta que llegaron los musulmanes a barrer con todo atisbo de cultura milenaria derrumbando los salarios. Salarios magros empequeñecidos por la mucha gente, para comprar productos cada vez más genéricos y baratos hechos en cualquier parte del mundo. Se acabó el pueblo y su artesanía, la economía local y autóctona. Lo real y concreto. Todos arrasados por la idea fantasmal de un mundo global (y “bueno”) que por grande simplemente no cabe en la realidad concreta.

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