Degradación de la palabra
La
sociedad dominicana se ha degradado totalmente, a tal punto, que nada parece
tener un valor real, tanto material como espiritual.
Todo
es verdad, nada es mentira. Y viceversa. Lo blanco es negro y lo negro blanco. Qué
más da… Ser malo es mejor que ser bueno. Por lo menos deja más y mejores
beneficios. Se estimula lo feo, lo estrafalario, lo perverso, lo ruin, lo
corrupto.
La
honradez y la honestidad parecen pecados capitales tanto en el sector público
como en el privado. El funcionario o ejecutivo serio, es un problema que debe
ser eliminado.
Los
paradigmas del éxito están en el narcotráfico, el lavado, la prostitución, la
política, el músculo, la fuerza bruta, la belleza obtenida en cirugías
plásticas, como plásticas suelen ser las que pasan por el quirófano para
alcanzar los estereotipos de la belleza femenina.
Los
políticos entran pobres al Estado y salen ricos. Exhiben sus fortunas sin sonrojarse, como si fueran trofeos
adquiridos en competencias de capacidad, talento y trabajo, no en los mercados
de la podredumbre legalizada por la
impunidad. Y no pasa nada. No reciben ni siquiera una condena moral de los
pobres que suelen ser los más perjudicados por la corrupción.
Siento,
sin embargo, que lo que más se ha degradado en la sociedad dominicana, es la
palabra, hablada o escrita, que ha servido –históricamente- para construir la
pirámide del desarrollo humano.
La
palabra tenía un peso específico entre nuestra gente. No había mejor contrato o
acuerdo que la palabra. No era necesario firmar papeles, ni buscar abogados
necios. Bastaba la palabra.
¡Qué
grande era la palabra empeñada del compadre, de la comadre, del gallero, del
vecino! ¡Un templo!
-¡Lo
prometido es deuda!- decía mi padre.
La
palabra hoy día parece no tener raíz ni esencia; por eso no tiene valor
material, ni espiritual. La mentira, el engaño, la demagogia de los políticos,
han degradado la palabra. Hablar mucho y no decir nada. ¡Cantinfladas! Esa es
su especialidad.
Con
razón la gente ha dejado de creer en los políticos. Nadie cree en las promesas
de los candidatos porque tan pronto logran sus propósitos las olvidan o las
echan en el zafacón más cercano del cargo alcanzado.
¿Cómo
creerle a un político como el Gobernador del Banco Central cuando miente deliberadamente
todos los días al hablar sobre el crecimiento económico, el desempleo y la
pobreza? ¿Cómo creer lo que dice el presidente de la República en torno a la
educación, la salud, la vivienda, la seguridad ciudadana, cuando la realidad
dice otra cosa? ¿Para qué escuchar o leer el discurso de rendición de cuentas del presidente si casi siempre dice lo mismo
leyendo desde el telepronter de la mentira? ¿Quién es tonto para darle crédito
a las declaraciones juradas de bienes de
los funcionarios si hasta el encargado de ética del gobierno mintió al
presentar sus propiedades? ¿Quién cree en funcionarios y políticos? ¡Nadie!
¿Qué
se puede hacer en un país donde nadie cree en nadie, dónde la mentira la
patrocina el gobierno a través de los medios de comunicación donde invierte mil
800 millones de pesos en publicidad?
¿Qué
se puede esperar de un país donde la palabra del Presidente de la República no
vale nada?
Los
ciudadanos ya no creen o dudan lo que dicen los periódicos, no creen o dudan lo
que dicen los periodistas. ¡Ver para creer!
Y
eso es catastrófico para cualquier sociedad que pretenda alcanzar altos niveles
de desarrollo económico y cultural. Sin la palabra como estandarte y soporte no
es posible crecer. La palabra no puede ser desvalorizada desde el poder como lo
viene haciendo el gobierno desde hace años. Una cosa es equivocarse y otra
mentir. La mentira, como cultura política, es muy perjudicial. La palabra debe ser, en manos de un político
serio y responsable, el sustento de la verdad en el tránsito hacia el
desarrollo, tanto material como espiritual.
Por
eso es urgente rescatar la palabra devolviéndole su valor transformador; porque
como dijera Lenin, ideólogo marxista, padre de la revolución rusa: “La verdad
es siempre revolucionaria”.