De Rusia a China
El padre Checo frunció el ceño, enarcó las cejas y me dio una mirada cómo queriendo pulverizarme o desaparecerme. La bondadosa y ya fallecida comadre, Titán, todavía tenía en su regazo a la criatura que iba a ser bautizada.
Resultaba inverosímil el que próximo a los años 80 del siglo pasado, todavía se censurara el que a un niño se le identificara con el nombre de Lenin; apodo de Vladimir Ilich Ullianov. Muchos me miraban cómo queriendo interrogarme, y ya en Nueva York, Rosita, la abuela materna de mi hijo mayor me dijo por vía telefónica: “mire, ahora es que yo sé quién es el ruso ese por el que usted le puso ese nombre a Lenin.”
Con una formación rebelde, y convicciones de un iconoclasta, me propuse que el nombre de mi primer vástago no fuera igual al mío y mucho menos que, cuando naciera se correspondiese con el santo de ese día. Mi segunda hija, nacida un 29 de septiembre, Día de San Miguel, no es llamada Miguelina, sino Pamela. Lo tenía planeado mucho antes de conocer a su madre.
Cuando el cura antes citado, párroco de la Iglesia Santa Cruz ubicada en un tramo del sector de Villa Francisca, me espetó sobre el por qué con apenas dos meses de nacido le había puesto al niño ese nombre le dije que, si otros se llamaban Kennedy, mi hijo podría llevar el de Lenin. Al paso del tiempo, sobreabundaron los niños llamados Lenin en toda la geografía de República Dominicana.
Pero al margen de esos inconvenientes, también hube de dar cuentas a mi fallecido padre cuando se quejó por hacer llamar así, a su primer nieto. Fue en ese momento cuando apelé a una genial salida. Simplemente le dije lo que sabía: “usted tiene tres chinas; Ailing, Meiling y Suling, y yo tengo un ruso llamado Lenin; todos esos nombres terminan en in”. Sonrió levemente, y de inmediato abordó otro tema.
jpm