De la contrariedad al caos social

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.


Recuerdo haber leído un importante ensayo titulado «El sudor del Sol y las lágrimas de la Luna», de la escritora y profesora de la Universidad Complutense de Madrid, especializada en Historia del Arte, Cruz Martínez de la Torre, cuyo importante trabajo me motiva a entrar al centro de la terrible crisis moral que sacude la República Dominicana.

Ese sudor y esas lágrimas están reflejados en mi pensamiento cada vez que leo las noticias y veo en la televisión el cuadro sobrecogedor de un padre o una madre que mata o viola a su hijo, el esposo o novio que descuartiza a su esposa o novia o jóvenes inocentes que caen abatidos por el fuego cruzado de narcos peleándose por un territorio.

Esas escenas dantescas las identifico transfiguradas en un pueblo frente a gobernantes indiferentes a ese acontecer humano y socialmente aterrador. Un pueblo indolente que es llevado a marcha forzada al patíbulo a golpe de redoblantes y que a pesar de su angustia en medio de ese camino lóbrego no es capaz de enfurecerse.

La penosa situación que intento describir entre vetas tristes y un hálito de esperanza me lleva a acudir a esa fuente sagrada llena de sabidurías para extraer de ella alguna opción válida a través de la cual se pueda filtrar alguna luz para que este pobre pueblo no muera en ese doloroso cadalso al que lo llevan a paso de cortejo fúnebre.

Veamos, pues, un fragmento del Salmo 85 escrito por el rey David, el salmista por excelencia: «Dios mío, unos soberbios se levantan contra mí, una banda de insolentes atentan contra mi vida, sin tenerte en cuenta a ti. Pero tu, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí».

Como los escritores independientes del canon del silencio o de la corriente del concierto de las manipulaciones nos movemos en planos elevados de sensibilidad, me da la impresión de que los ruegos de este pueblo en medio de su desconsuelo no han sido escuchados y lo lamentable es que está en esa marcha a tan solo unos pocos pasos de la consumación de su fatal condena.

Precisamente, estando cada vez más acercándose a aquel dictamen, se ve obligado, durante su angustia y desesperación, a invocar nuevamente el misterio del salmista y dice en medio del desasosiego: «Porque el Señor ama la justicia y no abandona a quienes le son fieles. El Señor los protegerá para siempre, pero acabará con la descendencia de los malvados».

Mientras transcurre toda esa calamidad se escuchan a su alrededor risas de escarnio, carcajadas, muchos ¡vivas!, descorches de costosos vinos, helicópteros y jets privados volando por los cielos cargando en sus lujosas barrigas a funcionarios de gobierno, ministros, senadores y diputados, cortesanos y cortesanas encantando a sus jefes con sus interesadas ocurrencias o zalamerías las cuales tiene el único fin de mantenerse bajo la gracia del patrón.

En medio del ruido que producían los cascos de los briosos caballos montados por la soldadesca del sistema, irrumpió una voz atronadora pidiendo: ¡Fusílenlo! ¡Ejecútenlo! Y el pueblo, que he llevado en aquella marcha encadenado y luciendo cabizbajo y entristecido, volteó la cara contestándole a la gleba: ¡Es que no te das cuenta de que es a ti mismo a quien llevan a la horca estos políticos indignos!

La gleba vocinglera no es por inconsciencia o por falta de piedad que ha asumido esa reacción contra sí misma. Es por la trama y el grado despreciable de manipulación de que esta siendo victima el pueblo.

Es que aquella voz que esta clamando por la ejecución de aquel que he llevado al patíbulo, no puedes, por el grado de inconsciencia que padece, descifrar todos los engranajes de la manipulación perversa y vil a que recurre el sistema político.

La marcha del suplicio continúa con su ritualidad empujando al pueblo al desespero y al enfado. Y vuelven los gritos y las burlas de la gleba agrupada en todos los partidos políticos a tronar y a dejar caer lluvias de insultos sobre la pobre cabeza del pueblo inocente que va camino al patíbulo. En ese instante el inocente vuelve y voltea su rostro y expresa esta vez: «¡Ciertamente, me entregarán al suplicio y me matarán por tu causa!

Este triste episodio del pueblo dominicano me recuerda cuando Jesús fue cruelmente azotado, escupido y aquellos políticos creyéndose príncipes se burlaban y, finalmente, lo clavaron hasta los huesos.

En el caso del pueblo dominicano que he llevado al cadalso por estos políticos arrogantes sólo se me ocurre en medio de tantos dolores recurrir a aquella suplica ardiente: «Señor, eres lo más maravilloso. Todo lo que te han hecho y no pides su castigo, no le guardas rencor, pides por ellos. No es nada lo que nos hacen y no somos capaces de perdonar. Tengo que aprender eso de ti mi Señor, dame esa fuerza para no ser rencoroso, para tener esa capacidad de perdonar, danos esa virtud necesaria para vivir sin odio y también perdóname Señor por no haber sido misericordioso como tú lo eres».

Esta penosa situación que me he propuesto narrar me lleva directamente a examinar la razón por la que una sociedad cae en un caos. Un pueblo educado y preparado es una colectividad humana con muchas posibilidades de triunfo, aun cuando la naturaleza no le haya dotado de grandes riquezas naturales. La falta de educación adecuada hace al individuo incapaz de luchar en la vida. Por tanto, la educación es esencial para la felicidad social, es la razón en la que reposa la libertad y el progreso de los pueblos.

Los gobiernos dominicanos en su casi totalidad se han distinguido por encubrir el uso alegre de los recursos del Estado que son puestos a su mano por ley o por mandato constitucional, de cuyo usufructo deben dar cuenta a los ciudadanos y, sobre todo, evitar los casos de corrupción. Además, la utilización de fondos públicos exige transparencia para que el gobernante reciba de los gobernados la debida confianza. El político, jurista y ensayista español Enrique Tierno Galván expresó que «los bolsillos de los gobernantes deben ser de cristal».

En otro orden de ideas, para que se entienda mi mensaje, el problema no es el tipo de traje ni el diseñador, como se piensa en ciertos países del Tercer Mundo, donde la medianía se viste de diputado o de senador, de ministro o de alcalde, el problema es de esencia y esa esencia conlleva comenzar a eliminar las asimetrías y a transparentar el producto interno bruto (PIB), liberándolo de cualquier prohombre o espantapájaros en los jardines de un banco central.

Donde no hay posibilidad ninguna de lograr una redistribución del ingreso, sin olvidar que más que una reforma constitucional para un traje a la medida el país necesita una verdadera reforma judicial no coordinada ni manipulada por hábiles grupitos de la sociedad civil que en sus diabluras oportunistas pretenden representar el universo de una sociedad civil lejos todavía de su papel ante los espejos de la postmodernidad.

Una grave debilidad de la postmodernidad es que marginó el debate de la corrupción, como si se tratase de un tema del olvido cuando la realidad de cada día es la falta de decoro y principio en el manejo de la cosa pública.

Como no es el propósito de este articulo tratar de definir la dimensión estética de la postmodernidad preferiría sugerirle a mis lectores leer una importante obra filosófica titulada «La postmodernidad ante el espejo», escrita por los intelectuales españoles Alejandro Martínez Rodríguez y Jacobo Henar Barriga, pues este texto le permitirá examinar el horizonte postmoderno, por un lado, y su especial temporalidad, por otro. Lo postmoderno se sinceriza ante el espejo y revela sus orígenes.

 

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