De cualquier triciclo viejo, sale tremendo profesor de francés
Ensaladaaa, grita la voz cantarina que al mediodía promueve las legumbres y las frutas que enriquecerán la dieta diaria de los que optan por complementar el almuerzo con esos sanos alimentos.
El dueño de ese trino es un hombre negro, delgado y alegre que vende los mejores productos, los más frescos y sobre todo al mejor precio. Claro, según su propia promoción.
Es, como muchos vendedores informales, una cantera de sabiduría popular, de experiencias acumuladas, que reparte junto a los vegetales, como si de al dos por uno tratase esta historia.
De tanto ir de barrio en barrio a ofertar su mercancía, termina nutrido de la idiosincrasia, del folclor que marca a la gente llana, convertido en un oidor de los más variopintos relatos que escucha en un lado y repite en otro.
Pero esa caja de chanzas, de relajos, de vida que fluye entre la multiplicidad de colores de sus hortalizas, es más interesante que las narraciones de terceros con las que acompaña su trabajo.
Uno de esos días en los que su humor amaneció más encendido, cual racimo de ají morrón (sí, escribí racimo, solo basta imaginar ese ramillete de colores) habló en francés.
Mademoiselle, dijo. Es una palabra de uso ya común en nuestro país y le respondí con otra igual de manoseada, merci.
Pero como para mostrar que no anda con clichecitos, siguió con una frase en ese “el idioma más lindo para enamorar”. Ante mi risa, presto aclaró-soy profesor de francés, pero me involucré con mi tío en el negocio de trabajar con retrexcavadoras y dejé de dar clases-
Luego cogió este otro oficio de alimentar el cuerpo con la ensalada y el alma con sus anécdotas. A lo mejor algún día vuelva a pararse frente a un grupo de estudiantes, a los que aderezará ahora las cátedras con una rica variedad de cuentos que nutrirán su espíritu.
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