Cortar pinos para vender la cuaba
Por CARLOS RICARDO FONDEUR MORONTA
República Dominicana alberga algo más de siete millones de calieses, o más bien guardias forestales voluntarios, personas de ojo avizor que cuentan cada árbol de sus bosques y que sus miradas parecen cámaras de vigilancia permanentes que demuestran su temor a regresar al estado desértico.
Nuestras ciudades lucían sin el esplendoroso verdor de hoy. Era la etapa del desarrollo que se quedó rezagado por la falta de tecnologías para cocinar nuestros alimentos.
Hemos mantenido enterrada una mina de oro de las más grandes del mundo, en Loma Miranda, un espacio frío, húmedo, lleno de ríos, flora y fauna exuberantes. Todo para no desmontar la montaña. Que sea más prudente nosotros ir, como Mahoma, a la montaña, que ésta se nos venga encima hecha lodo y piedras.
Al menos, conocemos la palabra Candelier, algo semejante a un apellido, pero que es «el cuco» que nos mantiene amedrentados y que creemos nos vigila para, por si acaso, usamos el machete para tumbar árboles, hacer leña para carbón y desertificar.
Por el miedo a ese nombre, que huele a militar, es que no hemos convertido nuestras montañas en barrios llenos de casitas y callecitas que son los aleros de desvencijados techos de hojas de zinc como en Haití, como en el Líbano y muchos otros lugares donde se hacen asentamientos humanos en lugar de árboles para sembrar agua. Siempre habrá espacios para nosotros y ellos en conjunción de perfecta armonía.
Y qué sucede en aquellos lugares? No hay ríos. Al llover, bajan lodo, estiércol, hedor y toda clase de materias que producen alta concentración de dióxido y monóxido de carbono que son producidos por la quema de madera y hojas, los fósiles que se usan en la producción industrial de combustibles para mover las plantas eléctricas y vehículos. Debemos contribuir a la modificación de las costumbres ancestrales que provocan la destrucción de nuestro pulmón principal: el bosque.
La falta de interés en inversiones de tecnologías nos está arrinconando en la miseria que nos obliga a emigrar a otros países en iguales o peores condiciones. A veces nos asombramos al ver alguna máquina sembradora o cosechadora. Como también mostramos nostalgia por los palitos amarrados con cabuya, llenos de resina, a los que llamábamos «cuaba» que usábamos para prender los anafes para cocinar nuestros alimentos.
Todo quedó en el recóndito espacio de nuestros recuerdos, de ver a nuestras abuelas atizar y soplar esos palitos encendidos que hacían prender en brasas el carbón producido por leñas de pinos de la sierra o del cambrón de los bosques tropicales secos. Era una época de ensueños, cuando ni siquiera sabíamos sus efectos mediatos.
Esas heridas que aún no han cicatrizado en Montecristi, zona naturalmente semiárida y que reaparece como manantial de piedra y sol en otros puntos proclives donde la cuaba y el carbón se mantienen como parte importante del comercio como energéticos utilizados en la quema para cocinar alimentos.
Aunque existe un marco legal para el usufructo de nuestros recursos forestales, siempre se ha pospuesto el interés de sobreponer la Nación a la economía mínima de familias que viven de la quema de la leña para hacer carbón o para vender la cuaba en colmados y mercados de productores, obviando la necesidad de contribuir a la disminución de gases que producen efecto invernadero en nuestra atmosfera y atenta contra la calidad del aire y por ende, de la vida misma.
Se ha catalogado el aumento del dióxido de carbono como un elemento esencial para la vida, pero cuando se produce por efecto del abuso del hombre sobre la naturaleza, éste impulsa el cambio climático en forma exponencial, representando un peligro para la vida sana.
Esto sugiere que debemos fortalecer nuestro criterio constitucional (Art. 194) que establece el imperio de la ley para garantizar el uso eficiente de nuestros recursos naturales.
Pero talando nuestros árboles de copas altas no contribuiremos con el objetivo de proteger, conservar, restituir y proteger el medio ambiente y los recursos naturales como lo consignan nuestras leyes al respecto. Debemos seguir avizorando los problemas de Montecristi, el Hoyo de Pelempito, Sierra de Bahoruco, Bahía de Las Águilas y otros puntos de nuestra geografía que guardan relación íntima con nuestro ecosistema.
Debemos mirar retrospectivamente el camino dejado atrás y pensar, analizar, lo reconfortante que es tener el privilegio de saber lo que significa la palabra Candelier, que, aunque se parece a la «candela», es todo lo contrario.
Es frío, humedad, es río. Tengo un criterio crítico sobre los problemas que aquejan a los habitantes de nuestra isla, más, no guardo rencores, racismos ni ataduras que puedan confundirse con mi ego.
jpm-am
el infierno de dante le quedara chiquito a esta pobre, miserable y superpoblada isla.