Cónicas de un corona-york viviente (3 de 4)
Días de amarga soledad
El hecho de estar en plena conciencia del avance indetenible de un flagelo que ya se desplazaba de manera inmisericorde y en plena libertad por las calles de la Babel de Hierro, había hecho mella en mi fortaleza interior, erosionando en gran medida los deseos de luchar por recuperar la maltrecha salud. Temía que en cualquier momento pudiese escuchar en la puerta los toquidos de la parca, reclamando mi presencia. Y lo peor del caso es que estaba consciente de no estar preparado para una cita tan difícil.
En el curso de los días, observaba el paso del tiempo meditando, recibiendo mensajes personales y de tipo espiritual y escuchando informes noticiosos cada vez más desalentadores. El conteo de bajas de esta guerra silenciosa había comenzado a aumentar en diferentes lugares del mundo, hasta llegar a niveles inimaginables. Todo apuntaba a que debíamos prepararnos para una verdadera hecatombe en la que el exterminio de la raza humana se avizoraba como el resultado final.
La falta de apetito, las fiebres furtivas y la escasa micción ocupaban mi atención, en adición a unos preocupantes dolores de cabeza que llegaban de repente haciéndome sospechar lo peor. Los escasos alimentos que comía a regañadientes se atragantaban en mi boca y seguro estoy de que, en silencio y detrás de la puerta, por el rostro de mi solidaria hermana corrían torrentes salinos, al descubrir que la condición de salud no me permitía ingerir ni siquiera un tercio de las cosas que con tanto apuro y dedicación ella preparaba para mí.
Movido por la desazón, me propuse hacer fuerzas de voluntad para ingerir al menos un poco de sopa, jugos o frutas, evitando con esto el peligro latente de la deshidratación. Los caldos concentrados lograron un efecto revitalizador en mi organismo, y, como respuesta a la insistencia, poco a poco comencé a aceptar algunos bocados de comida sólida, consomé, habichuelas y lentejas. En el curso de los días la micción se hizo más frecuente, lo cual me tranquilizó grandemente.
En el curso de las noches, el ulular de las sirenas, a veces lejano y, en ocasiones, demasiado cerca de lo que yo pudiese desear, mantenía mi espíritu en ascuas. Los escasos vehículos que transitaban por la cercana autopista estimulaban en mi mente la elaboración de delirantes historietas con argumentos de llanto y dolor, basados en los posibles motivos que condujesen a la gente a arriesgarse a salir a las calles, ante la delicada situación prevaleciente en la ciudad.
Así las cosas, tanto la noche como el día terminaron convirtiéndose en una tortuosa rutina en la cual dejaba los pensamientos correr a su libre albedrio, teniendo como único imperativo la obligación de beber suficiente líquido, tomar los medicamentos e ingerir los alimentos que me eran suministrados con puntualidad meridiana.
Una mañana de esas, en que amanecí con la moral más baja que de costumbre, empezaron a tomar forma en mi cabeza unas ideas tontas de despedida de este ‘mundo cruel’, a la usanza tradicional: con testamento, meas culpas y golpecitos en el pecho, por aquello de los pecados cometidos.
Hice aprestos para echar mano a la laptop, empezar a repiquetear las teclas y adentrarme en un fardo de confidencias que habrían superado a la famosa obra ‘Vivir para contarla’ del adorable Gabo, el de los mostachos y la famosa verruga.
Sin embargo, no pude ponerme de acuerdo conmigo mismo en algunos aspectos que involucran el papel jugado por ciertas personas que han oscilado a mi lado, en diferentes etapas de la existencia.
Y, para serles sincero, después de tantas horas, días, meses y años de una vida ampliamente disfrutada, no quise estropear las cosas al final del camino, dejando en dichas personas o sus descendientes un amargo recuerdo a causa de un torpe, anacrónico o desfasado enfoque sobre tan espinosos asuntos.
Y allí quedó engavetado mi ‘Testamento Sentimental’, como ciertamente llegué a titularlo!
Sin embargo, debidamente apertrechado como ya lo estaba a aquellas alturas del juego y con las ideas fluyendo dentro de un cerebro en plena efervescencia, a lo que si me dediqué en cuerpo y alma y con fruición fue a verter en el teclado una parte de cuanto ocurría en aquellos días. La preocupante postración de una prima muy querida y el hecho de que esta se debatía entre la vida y la muerte en una situación de salud que, además de los inconvenientes del Covid-19, se había complicado por su condición de asmática, me llevó a producir al filo de la medianoche el relato titulado ‘Caminantes de la niebla’, en donde expongo en paralelo los estertores de la vida, plantando pelea a la muerte que, en taimada acción de acechanza, esperaba el momento indicado para asestar el zarpazo final, tanto a la prima en cuestión como a mí mismo.
En otro de dichos escritos hago un enfoque, que podría parecer irreverente y desenfadado sobre el papel de ‘guardianes’ que juegan las ánimas de nuestros antepasados y las ingentes gestiones que tales espíritus llevan a cabo por ante el Todopoderoso, en procura de aliviar las penurias que aquejan a sus parientes que aún permanecen en este mundo y que, en el caso que nos ocupa, se encuentran afectados por la pandemia. ‘Una plegaria larga, larga, tan larga que llegue al cielo’, lleva por nombre el citado texto.
Y, finalmente, en un relato surrealista dominado por la desazón provocada por el sobresalto ante el continuo discurrir de las ambulancias que con ulular de sirenas se internan por el amasijo de avenidas de la gran ciudad transportando su premonitoria cosecha de agonías, me volqué en describir, en La Burbuja, el cúmulo de sentimientos encontrados que marcaban mi espíritu, una noche cualquiera de este abril incierto e interminable.
Y aunque Usted no lo crea, amigo lector, al igual que otras veces en que la vida me arrastró por terrenos cenagosos y difíciles de afrontar, una vez más puse manos, mente y corazón en la literatura y afianzado a ella como estandarte he podido salir a flote de la abulia, el terror y el desconcierto que se derivan del padecimiento de esta perniciosa epidemia que recorre el mundo y en la que, para muchos, no se vislumbra nada más que esperar la llegada inexorable del fantasma de la niebla, que se presenta sin avisar y en el momento menos imaginado.
JPM/of-am