Confinamiento en capital del mundo: ¿está NY preparada para Covid-19?
Nueva York se ha resistido con tozudez, como si le echara un pulso al Covid-19. Pero al final ha tenido que aceptar la retirada táctica: el confinamiento. Neoyorquinos escondiendo la cabeza. Que nadie se lo diga en alto a quienes se consideran los urbanitas más curtidos y valientes del mundo. Desde anoche, los habitantes de la “ciudad que nunca duerme”, la sede de Wall Street y Naciones Unidas, se están echando la primera siesta de su vida. Una siesta forzosa, de duración impredecible.
La zona de Times Square parece una máquina tragaperras cuando se cierran las puertas del casino. Los anuncios siguen encendidos, pero no hay consumidores que los miren y se dejen seducir. El dinero ha dejado de moverse y con él esa corriente eléctrica de las calles: el torrente que, según el día, te revigoriza o te da calambre, te llena de vitalidad o te arrastra como un guiñapo. La energía se ha secado y ahora reina un vacío fantasmal.
La “jungla de asfalto”, como se suele describir a Nueva York, ha sido talada. La corporación maderera se llama coronavirus y acaba de cercenar un número incontable de empresas y empleos. Allí donde uno mire, verá una herida. Un tocón. El cierre de los teatros, museos, bares y restaurantes, la caída de la Bolsa y el desplome general del consumo han arrinconado a los negocios y a las familias. Aquí, seis de cada diez personas viven nómina a nómina. No tienen ahorros. Siempre han contado, para mantenerse a flote, con esa maraña de empleos y oportunidades de la jungla. Una maraña económica triturada por las cuchillas de la pandemia.
Calma antes del huracán
Pero la descripción de Times Square vacío solo es una parte de esta historia, como también los son las posibles consecuencias financieras. El Nueva York de verdad, el Nueva York de los barrios, todavía muestra una preocupante calma. Las familias, casi todas liberadas de trabajo, salen a pasear en medio de la primavera, los parques están llenos y la mayoría de los supermercados dejan entrar a los clientes sin ton ni son. Cuando se forma una cola, la gente está bien apretada, tosiéndose en el teléfono móvil y actuando como si nada hubiera cambiado.
Desde hace aproximadamente diez días, los españoles que residimos aquí nos hemos sentido como profetas del Apocalipsis. Hemos sufrido complejo de Casandra: podíamos ver el futuro, pero nadie nos creía. Con la mirada y el corazón puestos en nuestro país, en nuestros familiares y amigos, intentábamos transmitir a los americanos el peligro de la pandemia. Compartíamos artículos en las redes sociales y los enviábamos por WhatsApp. Nuestros esfuerzos recibían silencio o comentarios de este tipo: “Pues ya puestos me tiro delante de un autobús y acabamos con esto”.
Los datos estaban ahí: la multiplicación salvaje de los contagios en EEUU, las medidas de emergencia, las terribles noticias que llegaban de España, Italia y Francia. Pero la normalidad es un caparazón muy resistente. Se va formando gota a gota, durante miles de días de rutina, y se vuelve sólida, irrompible. Incluso cuando el desastre aparece en lontananza, el caparazón de la normalidad ni se inmuta. Solo se le hace mella cuando el desastre llega al umbral, cuando ya es demasiado tarde.
Ahora mismo, los médicos neoyorquinos vigilan el paisaje desde las murallas: los tártaros -el coronavirus- llevan días apareciendo en el horizonte. Se ve la nube de polvo y el suelo tiembla bajo los cascos de sus caballos. Por ahora, algunos hospitales, que han cancelado cirugías y liberado plantas enteras, los han podido atender. Pero su número crece todos los días y crecerá mucho más. Los epidemiólogos del Gobierno estiman que el auge de los contagios se alcanzará a principios de mayo.
«Estamos rezando para contener la marea»
El Lincoln Medical Center del Bronx se está quedando sin respiradores. Los médicos del hospital Kings County, en Brooklyn, están reusando sus mascarillas. El 90% de las camas del Long Island Jewish Medical Center estaban llenas el jueves. La mitad de sus pacientes en cuidados intensivos tenían Covid-19. “Nunca hemos visto nada como esto”, dijo el Dr. Saquib Rahim, del New York Presbyterian de Queens. “Estamos rezando para que, de alguna forma, podamos contener la marea”.
El estado de Nueva York, que reúne la mitad de los casos nacionales, cuenta con un total de 53.000 camas de hospital y 3.000 unidades de cuidados intensivos. Según cálculos del Gobierno estatal, estos números son palmariamente insuficientes. La pandemia podría requerir el doble de camas de hospital y doce veces más unidades de cuidados intensivos, 37.000. “Abril será peor que marzo”, dijo este domingo el alcalde neoyorquino, Bill De Blasio. “Y temo que mayo sea peor que abril”.
El gobernador del estado, Andrew Cuomo, está buscando grandes espacios en los que improvisar hospitales, al estilo del IFEMA en Madrid, y ha encargado un millón y medio de mascarillas y 6.000 respiradores. Sin embargo, los casos de Covid-19 aumentan mucho más deprisa que las previsiones del gobernador. Solo en la ciudad de Nueva York han pasado de tener 3.600 confirmados el jueves a más de 10.0000 el domingo, una consecuencia, también, del mayor número de pruebas del coronavirus. A nivel nacional los casos se han duplicado en dos días hasta bordear los 30.000.
Mientra tanto, este fin de semana se han escuchado fiestas y barbacoas en los patios traseros de muchas casas neoyorquinas. La situación era igual en Florida o en Washington DC, donde las familias salían a admirar los cerezos en flor. Las autoridades del estado sureño han tenido que cerrar las marinas, que el sábado por la noche acogieron las consabidas fiestas multitudinarias de las vacaciones de primavera.
La Babilonia de EEUU
La situación de Nueva York es muy sensible, como no dejan de resaltar los médicos. Se trata de la ciudad más poblada de Estados Unidos y la que tiene más densidad de población: 10.200 habitantes por kilómetro cuadrado. Casi el doble que Madrid. La información, además, no circula con la misma soltura. Aquí se hablan 800 lenguas. Cada barrio es una plétora de pequeños mundos que a veces ni se tocan. Universos suspendidos en el vacío. Los judíos ultraortodoxos de Brooklyn, por ejemplo, siguen celebrando sus bodas y eventos pese a la prohibición de la alcaldía. Los autobuses escolares aún llevan miles de niños a las yeshivas, que permanecen abiertas.
Las autoridades han ido imponiendo restricciones a cuentagotas, como para acostumbrar a la población. En el curso de dos semanas se han prohibido las reuniones de más de 500 personas, se han cerrado los colegios, limitado el aforo de bares y restaurantes y al final estos también se han cerrado. Luego se decretó que los empleados de sectores no esenciales se quedasen en casa y hemos terminado en confinamiento. Un confinamiento ligero, que permite salir a correr o a tomar el aire. Como dice una compañera periodista, residente en Roma: “Os durará poco. Aquí en el futuro también salíamos a correr hace una semana. Ya no”. California, Illinois y Nevada son los otros estados que han decretado el confinamiento.
No todo son desventajas. La particularidad de la Gran Manzana es que ha pasado por pruebas especialmente duras estas últimas décadas: en la realidad y en la ficción. En la ficción, Nueva York ha sido atacada por extraterrestres, arrasada por meteoritos, inundada por tsunamis y destruida por lagartos gigantes. Hemos visto a la Estatua de la Libertad despiezada, congelada y hundida en la arena, descubierta por un Charlton Heston a caballo. Hasta la hemos visto caminar.
En la realidad, Nueva York ha sido objeto del mayor atentado terrorista de la historia de Occidente. El polvo y la ceniza de las torres destruidas aquel 11 de septiembre llenó vecindarios enteros. Empastó las fachadas y dejó el papeleo de las oficinas desperdigado por kilómetros de calles y patios traseros. No quedó ni una sola vida neoyorquina que no fuera sacudida, golpeada por aquel día infernal.
El gran apagón de 2003 la dejó sin luz. Miles de personas quedaron atrapadas en los vagones de metro, bajo tierra, y en los ascensores de ochocientos rascacielos. La Bolsa y la ONU se quedaron a oscuras, la economía se detuvo en seco. En 2012, el Huracán Sandy arrancó pedazos de ciudad y los tiró al mar. A día de hoy la marea sigue dejando en las playas recuerdos de aquella catástrofe.
Los neoyorquinos llevan todas estas cicatrices con orgullo: son su rito de pasaje. La prueba de que viven en una ciudad especial, indestructible. Una Babilonia moderna en la que se reflejan el resto de ciudades del mundo. Se han mirado tantas veces en el espejo del cine que no pueden pensar de otra manera. Ahora es el momento de honrar esas cicatrices y de plantarle cara a la pandemia. De desempolvar la memoria, rasgarse la camisa como Clark Kent y demostrar esa valentía. Lo vamos a necesitar.