Carta de Pelegrín Castillo al Papa Francisco
Sua Santità Francesco,
Secretaria de Estado, Palazzo Apostólico Vaticano, 00120 Città del Vaticano
Santo Padre:
Con el mayor respeto y admiración me dirijo a usted con intención de compartir algunas valoraciones e inquietudes, así como para formularle encarecidamente una petición sobre un asunto de gran trascendencia para las dos naciones que coexisten en la isla de Santo Domingo, que está llamado a poner a prueba los principios y valores de la humanidad.
Con motivo de la visita que realizaron recientemente los obispos dominicanos a la Santa Sede, usted les presentó un mensaje lleno de sabios consejos y directivas muy concretas para el cumplimiento de su misión pastoral. Dentro de ese mensaje a la Conferencia del Episcopado Dominicano se incluyó un aspecto que concierne al asunto que queremos tratarle con esta misiva:
“La atención pastoral y caritativa de los inmigrantes, sobre todo a los provenientes de la vecina Haití, que buscan mejores condiciones de vida en territorio dominicano, no admite la indiferencia de los pastores de la Iglesia. Es necesario seguir colaborando con las autoridades civiles para alcanzar soluciones solidarias a los problemas de quienes son privados de documentos o se les niega sus derechos básicos. Es inexcusable no promover iniciativas de fraternidad y paz entre ambas naciones, que conforman esta bella Isla del Caribe. Es importante saber integrar a los inmigrantes en la sociedad y acogerlos en la comunidad eclesial. Les agradezco que estén cerca de ellos y de todos los que sufren, como gesto de la amorosa solicitud por el hermano que se siente solo y desamparado, con quien Cristo se identificó.”
Ciertamente, todos los cristianos que nos esforzamos en vivir nuestra fe en la vida ordinaria y en la esfera pública, debemos tener bien presente que es deber esencial acoger y respetar a todos los inmigrantes, y mucho más, evitar que se conculquen sus derechos o se atropelle su dignidad como personas. Esto adquiere especial relevancia si se trata de inmigrantes que se encuentran en circunstancias de extrema vulnerabilidad y pobreza.
Sin embargo, el cumplimiento de este deber, que es expresión de la caridad con el prójimo por parte de los cristianos individualmente considerados, así como por las iglesias locales, en modo alguno debe realizarse obviando algunas dimensiones sensibles que son cruciales para evitar el surgimiento de problemas mayores que inevitablemente sobrevendrían, si en ocasión de promover y defender el derecho de las personas se violenta o desconoce el derecho de las naciones.
El magisterio milenario de nuestra madre iglesia nos enseña que todas las virtudes, incluida la caridad, deben ejercerse conforme a una recta ordenación. Esas dimensiones sensibles que mencionamos -que nunca deben ser excluidas en las posibilidades de una praxis de la fe concreta en contextos específicos- interesan mucho, en el caso de la desmesurada migración de haitianos a República Dominicana, a los condicionamientos geopolíticos en que la misma se desarrolla, así como a los factores históricos y culturales que configuran la vida de las comunidades y de las personas que las integran.
Tengo bien presente que, como dijera San Juan Pablo II, “la identidad cultural e histórica de las sociedades se protege y anima por lo que integra el concepto de nación”. Y que para prevenir “el peligro de que la función insustituible de la nación degenere en nacionalismo”, es preciso apelar a la distinción entre éste y el patriotismo. El gran patriota polaco nos describió con acierto en “Memoria e Identidad” la diferencia entre ambos: “En efecto, el nacionalismo se caracteriza porque reconoce y pretende únicamente el bien de su propia nación, sin contar con los derechos de los demás. Por el contrario, el patriotismo, en cuanto amor por la patria, reconoce a todas las otras naciones los mismos derechos que reclama para la propia y, por tanto, es una forma de amor social ordenado”.
Santo Padre, para tener una perspectiva correcta y comprensiva de los problemas que afectan a los inmigrantes haitianos en República Dominicana -en especial en relación a los problemas de documentación y derechos humanos que confrontan- es indispensable hacerse cargo plenamente de una realidad trágica y dolorosa que no se puede seguir ocultando o distorsionando a los ojos del mundo.
Haití colapso como Estado mucho antes del devastador terremoto del 2010: ya era zona de desastre ecológico y sanitario, con apenas un 2% de cubierta vegetal y una demanda de leña y carbón de 73% de sus necesidades básicas; índice de pobreza crítica cercano al 70% de una población, con serios problemas de indocumentación; y con un parque energético de menos de 200 Megavatios para una población de 10 millones de habitantes en 27 mil kilómetros montañosos… Haití también fue marcado profundamente por tiranías obscurantistas, por luchas raciales brutales, por un fuerte rechazo a lo extranjero…
Dentro de la comunidad internacional, especialmente las grandes potencias y los organismos internacionales conocen a cabalidad esos datos dramáticos, pero además tienen una cuota de responsabilidad muy alta en ese desastre, ya que desde 1801 Haití quedó entrampado en un círculo vicioso de exclusión y aislamiento que explica en gran medida su situación de extrema calamidad, después de su singular proceso histórico. De haber encabezado la primera gran revuelta exitosa contra la esclavitud, constituyéndose en la primera república negra del mundo, ha devenido en un país que perdió viabilidad nacional y, aunque sea doloroso expresarlo, ha visto menguada seriamente su capacidad de autogobierno, para no decir que la ha perdido.
De conformidad con el principio de subsidiaridad, que tan elocuentemente explica la Encíclica Pacem In Terris, ante un fallo tan evidente de la gobernanza en el plano estatal, lo que procede es que las naciones que “más pueden y deben” dentro de la comunidad internacional, asuman las responsabilidades de reconstruir las bases nacionales de esa desdichada república.
Sin embargo, cuando los dominicanos pasamos balance a la acción internacional en Haití durante las últimas dos décadas, nos sobrecogemos al comprobar que la misma se ha concentrado exclusivamente en lograr objetivos muy cuestionables: 1ro Evitar que la migración haitiana salga por mar hacia los Estados Unidos, los territorios de ultramar del Reino Unido y Francia, y los pequeños estados del Caricom; 2do Mantener a toda costa, gobiernos de apariencia democrática pero con escasa o ninguna capacidad de transformar las realidades extremas de Haití, que sumen en el pauperismo y la desesperanza a millones de personas. La valiente denuncia del delegado brasileño Ricardo Ceintenfus, sobre manipulación cínica de resultados electorales por parte de procónsules imperiales, lo explica todo; 3ro Malgastar o disipar las ayudas y créditos en una costosa burocracia internacional civil y militar; o peor aún, en redes de apoyo donde muchas ONG trafican con el drama humano; 4to Condicionar a República Dominicana, que es el Estado vecino insular -por medio de censurables recursos blandos y duros de poder- a que asuma el rol de estado pivote para la gestión de esa crisis humanitaria, mucho más allá de lo que le permiten sus capacidades y las responsabilidades de la vecindad.
Tras una increíble suma de fracasos de la comunidad internacional, así como de las propias clases de dirigentes en Haití, en el presente nos encontramos frente una situación muy peligrosa, que podría afectar la paz y la estabilidad en la isla de Santo Domingo y en la región del Caribe.
El pueblo Dominicano, pacífico y acogedor, integrador de todas las migraciones, ha sido en todo el continente y el mundo, el más abierto y solidario con el drama del pueblo haitiano. Fueron conmovedoras las muestras de apoyo espontaneo y sin reservas de una gran mayoría de dominicanos en los momentos difíciles vividos por Haití tras el sismo del 12 de Enero del 2010.
Pero parecería que esa gran apertura y generosidad ha sido interpretada en círculos de gran poder en el mundo como muestra de que puede existir “una solución en República Dominicana” de los serios problemas que padecen millones de haitianos. Es cierto que existen influyentes sectores de la vida nacional que están dispuestos, por sus deleznables intereses particulares o por un sentido de solidaridad mal entendido, a comprometerse con esa fórmula equivocada y contraproducente impuesta desde el exterior por las potencias, que convierte a RD en una zona de amortiguamiento o descompresión de la desoladora crisis haitiana.
Pero de esta manera no se hace justicia a Haití como nación, que reiteramos requiere de un esfuerzo auténtico de reconstrucción de sus fundamentos, comenzando por sustituir su enorme demanda de leña y carbón y levantar sus infraestructuras; ni tampoco se hace justicia a RD ya que se le exige mucho más de lo que puede dar, afectando sus posibilidades de desarrollo, en especial de su población mas pobre, su identidad nacional, su soberanía y autodeterminación.
Las cifras hablan por sí solas: ya en República Dominicana viven más haitianos por km² que estadounidenses en Norteamérica, brasileños en Brasil, argentinos en Argentina…. En el contexto de una economía con un PIB considerablemente menor que el de esos países, y que acusa serias limitaciones y vulnerabilidades.
Papa Francisco, no olvidemos que detrás del drama de las personas, en especial de los inmigrantes haitianos, se encuentra el drama de las dos naciones, con sus marcadas diferencias históricas y culturales, emplazadas en un espacio geopolítico particular -en el centro del Caribe y del continente- rodeado de potencias regionales y mundiales, cargado de contradicciones y tensiones.
He reflexionado mucho sobre la hermosa homilía que usted pronunciara en la Catedral de Buenos Aires el 25 de mayo 2003, con el título: “Ponerse la Patria en el Hombro, los tiempos se acortan…”, donde a partir de una penetrante reflexión sobre la parábola del Buen Samaritano llamaba Ud. a sus compatriotas a producir grandes cambios para salvar la Patria Argentina- “Ese dolor que llevamos en el costado”, como dijera el poeta-, de los riesgos de una disolución social y nacional inminente.
Y a partir de esas reflexiones, extrapoladas y aplicadas a esta difícil convivencia insular en el Caribe, me pregunto: ¿Será el pueblo dominicano el hospedero a quien el buen samaritano le entregó el hombre herido encontrado a la orilla del camino, para que lo cuidara y le devolviera la salud? En ese caso, ¿cuál o cuáles han sido los samaritanos, que los dominicanos no los conocemos? ¿No será que en vez de ser uno el herido por los asaltantes, son dos? ¿Se puede esperar que un moribundo sea asistido por otro hombre muy vapuleado por los mismos salteadores? En justicia, si sabemos cuáles son los salteadores y los indiferentes, levitas y publicanos, ¿no es más legítimo que los denunciemos a pesar de su poder, y le exijamos reparaciones a unos, y a los otros verdaderos compromisos?
¿Es aceptable que el proceso de separación e independencia de República Dominicana frente a Haití, alcanzado hace 172 años bajo la advocación de la Santísima Trinidad -y que ha tenido que afirmarse además, mediante ardua lucha frente a Estados Unidos, España, Francia y Reino Unido- se quiera presentar ahora como un despojo hecho por el colonialismo frente a la “imperdonable insolencia” de la Gran Revolución de esclavos? ¿Es justo que se nos estigmatice como una nación xenófoba, racista, con campos de concentración “nazis”, donde impera un “Apartheid”?
Son muchos, en todos los órdenes, que teniendo mala consciencia, sienten que tienen la necesidad de reparar; pero lo único legítimo y moral para las dos naciones es que entre todos nos dispongamos a restablecer el orden internacional seriamente dañado por las agresiones injustas, las expoliaciones bárbaras, la depredación de los recursos, la exclusión y el aislamiento secular, en un proceso que se quiere velar con una conspiración de silencio.
La nación dominicana es la más interesada en la estabilidad y reconstrucción de Haití, tanto por deber de solidaridad como por preservar sus intereses nacionales. En consecuencia, la gran mayoría de dominicanos aspira a un compromiso serio y consecuente, maximalista e integral, de la comunidad internacional con el destino de Haití. Así como no debemos, ni queremos, ni podemos asumir roles de tutela o hegemonía sobre el vecino, tampoco podemos aceptar que se produzca una “solución dominicana” a los intrincados problemas haitianos.
¿Podemos relevar a las propias autoridades de Haití de obligaciones esenciales con sus ciudadanos, que en los casos del presente se niegan a asumirlos como tales y a documentarlos en consecuencia? ¿Cómo liberar a los organismos internacionales y el resto de la comunidad hemisférica del cumplimiento cabal de sus responsabilidades, en materia tan complicada? El Estado dominicano ha puesto mucho esfuerzo de su parte con un plan generoso y flexible de regularización migratoria, pero los problemas de fondo continúan, y no se observan perspectivas de que la comunidad internacional, ni mucho menos el liderato haitiano, tenga disposición de encararlos como corresponde.
Me atrevería a afirmar que represento el sentir de la mayoría de los dominicanos al decirle que mucho nos gustaría verlo a usted, Papa Francisco, con su inmensa autoridad moral y espiritual, de proyecciones universales, exigir con la energía y la franqueza con que suele hacerlo, que cesen los ataques inicuos en contra del noble pueblo dominicano, el único que en su escudo nacional tiene la Cruz y la Biblia.
Pero sobre todo, quisiéramos verlo esgrimir con ardor los principios y valores de la Encíclica “Pacem in Terris” así como su reciente “Laudatio si”, para en nombre de Dios interceder ante los poderes de la Tierra “para que no abandonen a Haití, que lo asistan, lo reconstruyan, y le garanticen un destino mejor en este Continente de la Esperanza”. En nuestra casa común, la Tierra, ¿dónde puede existir mejor escenario que Haití para reclamar el cumplimiento de la deuda ambiental que tienen los países industrializados con la humanidad, recordada con tanta certeza y oportunidad por usted en el último ejercicio de su magisterio solemne, que tan positiva acogida ha tenido en los hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo?.
Al concluir esta carta, quiero participarle que esta última petición, tuve el privilegio de transmitirla en nombre de la delegación dominicana, ante el siempre bien recordado San Juan Pablo II, en la plenaria de políticos y legisladores del mundo que concurrieron al Aula Pablo VI durante el Jubileo del año 2000, en Roma.
Tengo el honor de profesar el más profundo respeto. Se despide de Su Santidad, su obediente y humilde servidor,
Pelegrín Castillo Semán