Caamaño y la prepotencia del embajador

La voz del extranjero, cuyos registros metálicos se extraviaban entre los matices de una pronunciación bastante peculiar, se escuchó protocolar pero casi peyorativa en la acogedora oficina que era sede de aquella histórica reunión en la mañana del martes 27 de abril de 1965: -A ver, señores, ¿a qué debo su visita? -En realidad -intervino Brinio Díaz, importante figura del gobierno revolucionario-, estamos aquí porque se nos informó que usted quería hablar con nosotros. El aludido, aparentando sorpresa, volvió el rostro hacia Díaz y lo estudió durante unos instantes, pero cuando retomó la palabra, tras mirar de hito en hito a la singular concurrencia, ya su voz no era la de quien se suponía que fuese sino la de un político apasionado envuelto en las lides banderizas: -¿Yo? No, para nada. Ustedes están jodidos. Lo que han hecho es una locura, un disparate. El gobierno de Read Cabral estaba haciendo lo correcto y tenía todo preparado para hacer elecciones libres en septiembre, pero la acción irresponsable de ustedes no sólo malogró ese proyecto destinado a restablecer la democracia sino que le abrió de par en par las puertas al comunismo. El doctor José Rafael Molina Ureña, presidente de la república designado tras la reciente caída del régimen de facto denominado el Triunvirato (que había conducido los destinos nacionales desde septiembre de 1963), escuchaba en silencio tratando de domesticar en los entresijos de su conciencia de civilista y admirador de la democracia estadounidense la profunda desilusión que le provocaba la destemplada perorata del hombre que tenía frente a él. No sólo era una hiriente y ofensiva embestida retórica: se trataba de una verdadera filípica, de una crítica virulenta, de una andanada feroz y desconsiderada contra los visitantes y el movimiento que ellos encarnaban, y la forma en que aquel hombre la remató, con un dejo de burla que no pasó desapercibido, causó estupor entre los presentes: -Yo pienso muy sinceramente que como ustedes están derrotados, lo mejor que podrían hacer es rendirse ante la gente de San Isidro, y para eso no nos necesitan a nosotros. Ustedes, que son tan sabios y valientes, se bastan por sí solos. La conversación, por veces transfigurada en monólogo punitivo, se desarrollaba en las instalaciones donde tenía su despacho el hombre que en esos momentos hablaba, y contaba con la presencia de varios subalternos de éste y una representación civil y militar del gobierno constitucional que se había instalado en el Palacio Nacional en la noche del 25 de abril de 1965. Tal gobierno, que estaba en posesión de la mansión presidencial y disponía de un gran apoyo de la ciudadanía, era el producto del alzamiento revolucionario que se había iniciado en la tarde del 24 de abril con la rebelión de jóvenes oficiales y clases de las fuerzas armadas en el campamento militar 16 de agosto, situado en las afueras de la ciudad de Santo Domingo. El levantamiento había sido ideado y organizado desde hacía más de un año por el coronel Rafael Tomas Fernández Domínguez (quien para estos fines creó el «Movimiento Enriquillo»), pero su materialización se había pospuesto varias veces debido a la ausencia de éste (virtualmente exiliado por decisión del Triunvirato al designarlo agregado militar en la embajada dominicana en Chile), a las vacilaciones de algunos de los implicados y, en fin, a la falta de condiciones objetivas y subjetivas para su éxito. En ausencia de Fernández Domínguez, la jefatura del movimiento en el país era ejercida por el coronel Miguel Ángel Hernando Ramírez, quien, en coordinación con otros grupos militares adversos al estado de cosas prevaleciente, originalmente fechó el alzamiento para el martes 27 de abril. Los hechos, sin embargo, obligaron a precipitarl el sábado 24, por órdenes del general Marcos Rivera Cuesta (jefe de Estado Mayor del Ejército Nacional), cuatro oficiales fueron arrestados en el campamento 16 de agosto, y se rumoreaba que el cabecilla castrense tenía una lista adicional con los nombres de otros complotados. Es en esas dramáticas circunstancias que el capitán Mario Peña Taveras -ayudante del jefe del Ejército pero también integrante del complot constitucionalista-, en el entendido de que si no actuaba en ese momento el movimiento sería abortado, ejecuta una arriesgada y valiente decisión ordenada por el Hernando Ramírez: desarmó e hizo prisioneros Rivera Cuesta y sus hombres de confianza, y se comunicó con el dirigente político José Francisco Peña Gómez, que en esos instantes producía el programa radial del PRD, y lo puso en conocimiento de los hechos, solicitándole que hiciera un llamado al pueblo dominicano para que respaldara la rebelión militar contra el Triunvirato que se acababa de iniciar. Peña Gómez, luego de hacer varias llamadas telefónicas para comprobar la veracidad de la información que le había suministrado Peña Taveras, anunció públicamente el levantamiento a través de Radio Comercial y, al ritmo de los acordes de La Marsellesa, hizo un llamamiento a los dominicanos para que dieran su apoyo a la acción revolucionaria de los militares patriotas… La insurrección de abril de 1965 había comenzado. No se trataba, como queda patente, de un movimiento espontáneo y sin referencias sociales: desde el derrocamiento de Bosch el país era un hervidero de desafecciones frente al régimen golpista, y no solo estaba fresco en la memoria colectiva el martirio de los jóvenes del Movimiento Revolucionario 14 de Junio (alzados en las serranías de la media isla el 29 de noviembre de 1963 bajo el liderazgo del doctor Manuel Aurelio Tavarez Justo), sino que en los dos últimos años las protestas por razones políticas o económicas y las labores conspirativas habían sido cotidianas. Los ejecutores de la acción revolucionaria que se nucleaban en el «Movimiento Enriquillo» tenían como objetivo derribar al Triunvirato, restablecer la vigencia de la Constitución de 1963 y reinstalar en el Palacio Nacional al profesor Juan Bosch, elegido como presidente en las elecciones del 20 de diciembre de 1962 y derrocado por un incruento golpe de Estado que contó con la anuencia de una parte del empresariado, la cúpula de la iglesia católica, varios partidos de la derecha y el gobierno de los Estados Unidos a través de su embajada en el país. Como se ha sugerido, también complotaban y eran partidarios del alzamiento varios grupos civiles y militares vinculados a distintas fuerzas sociales y políticas (perredeístas, comunistas, socialcristianos, balagueristas, sindicalistas, etcétera), aunque no necesariamente todos coincidían con las metas estratégicas del sector de Fernández Domínguez. Tal era el caso, por ejemplo, de los seguidores del doctor Joaquín Balaguer (el “clan de San Cristóbal”), quienes respaldaban el derrocamiento del Triunvirato, pero no la reposición pura y simple del anterior estado de cosas: planteaban la celebración de elecciones para la escogencia de un nuevo presidente de la república. El anuncio radial hecho por Peña Gómez tuvo efectos inmediatos, y en las horas subsiguientes la sociedad capitaleña fue estremecida por los acontecimientos: la gente de los barrios se lanzó a las calles en respaldo de la rebelión, el campamento militar 27 de febrero se sumó a los sublevados, el importante destacamento del ejército de San Cristóbal retiró su apoyo al gobierno, y un frenético intercambio de comunicaciones entre las principales dotaciones militares y policiales se desarrolló en gran parte de la geografía nacional para establecer afinidades y lealtades. Aunque los dirigentes partidistas y casi todos los uniformados involucrados en la conspiración habían sido sorprendidos por la acción de Peña Taveras, pronto hubo una movilización general tanto de los primeros como de los segundos, y a media tarde, al calor de la agitación popular y con la conducción de Peña Gómez, grupos de civiles y militares ocuparon la radiotelevisora oficial y emitieron encendidas proclamas revolucionarias antes de que fueran rodeados y desalojados por tropas leales al Triunvirato bajo la dirección del coronel José de Jesús Morillo López. A las ocho de la noche de ese mismo día, el doctor Donald Read Cabral, jefe de la administración de facto, dirigió una alocución al país en la que proclamaba que su gobierno tenía el control de la situación, llamaba a la calma, intentaba explicar los acontecimientos y amainar sus efectos, declaraba un «toque de queda» hasta el amanecer, y finalmente conminaba a los alzados, que aún permanecían en sus unidades militares pero en talante levantisco, a que depusieron su actitud antes de las seis de la mañana. Al despuntar el domingo 25 de abril, los rebeldes ya habían entrado subrepticiamente a la ciudad de Santo Domingo y ocupaban varios puntos estratégicos, y pese a que el gobernante fantoche obtuvo promesa de fidelidad de ciertos jerarcas castrenses (incluyendo a los jefes de la Marina de Guerra, comodoro Francisco Rivera Caminero, y del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas, CEFA, coronel Elías Wessin, quien estaba en San Isidro no obstante haber sido designado secretario de las Fuerzas Armadas), ésta no se hizo efectiva, lo que facilitó la toma del Palacio Nacional y el arresto de Read Cabral por tropas rebeldes al mando del coronel Francisco A. Caamaño. A media mañana, los uniformados que controlaban la casa de gobierno se constituyeron en «Comando Militar Revolucionario» (sus cabezas visibles al momento eran los coroneles Vinicio A. Fernández Pérez, Giovanny Gutiérrez, Francisco A. Caamaño y Eladio Ramírez Sánchez), y luego de consultas y negociaciones con los dirigentes políticos que los apoyaban y sus pares en la Marina de Guerra y el CEFA (con resultados poco satisfactorios en los últimos casos, pues estos proponían formar una Junta Militar y eran hostiles a la idea de reponer a Bosch) decidieron dar cumplimiento al régimen de sucesión presidencial establecido en la Constitución de 1963. Así, en horas de la noche, el efímero régimen militar constitucionalista protagonizó un acontecimiento inédito en la historia dominicana: cedió el poder a un civil, el doctor José Rafael Molina Ureña, alto dirigente del PRD y presidente de la Cámara de Diputados durante la administración de Bosch, a quien le correspondía el cargo, por virtud del mencionado orden de sucesión constitucional, en razón de las ausencias del presidente de la república (Bosch), del vicepresidente (doctor Segundo A. Tamayo) y del presidente del Senado (Juan Casasnovas Garrido). Las primeras medidas del gobierno de Molina Ureña fueron restituir oficialmente la vigencia de la Constitución de 1963 y nombrar un gabinete provisorio, al tiempo que se anunciaba el inminente regreso de Bosch. La respuesta de los militares adversos fue brutal: aviones que partieron de la base aérea de San Isidro, lugar donde operaba el CEFA, comenzaron a bombardear el Palacio Nacional en la mañana del lunes 26 de abril y repitieron la acción durante todo el día. El martes 27, cerrada definitivamente la vía de las negociaciones, en San Isidro se dan los primeros pasos para la formación de una Junta Militar que integrarían los coroneles Pedro B. Benoit, Olgo Santana y Enrique A. Casado Saladín, representando las tres armas. Este mismo día, la Marina se suma oficialmente los adversarios del gobierno revolucionario, y naves suyas surtas frente a la costa de Santo Domingo cañonean el Palacio Nacional, mientras que los aviadores del CEFA diversifican sus bombardeos sobre la capital. Paralelamente, informaciones de inteligencia dan cuenta de que tropas de infantería, respaldadas por unidades blindadas, marchan en esos momentos desde San Isidro hacia la ciudad capital con la intención de tomarla y aplastar la revuelta. En medio de esa sobrecogedora situación es que el gobierno de Molina Ureña recibe la especie, de boca de un intermediario calificado, de que su jefe extranjero quería conversar con él, y empeñados como estaban en evitar una guerra fratricida, el presidente y sus principales colaboradores deciden acudir a las oficinas de aquel constituidos en comisión. Por supuesto, entonces no tenían ni idea de que se enfrentarían a la hostilidad y las ásperas reprimendas del individuo que en esos instantes les hablaba en lenguaje casi insultante… -Distinguido amigo -insiste Brinio Díaz-, comprenda que una guerra no le conviene a nadie, lo que puede haber es un innecesario derramamiento de sangre, y justamente esto es lo que queremos evitar. Lo más conveniente sería negociar. -Eso es imposible -espetó el hombre con voz autoritaria-. ¿Negociar? Les repito que ustedes están derrotados. No hay nada que hablar. Ustedes tenían que pensar en eso antes de meterse en esa aventura. Lo que deben hacer es rendirse. El ambiente era tenso, desagradable y asfixiante, pero sobre todo muy desalentador para los comisionados gubernamentales, pues resultaba claro que habían caído en una celada política y se encontraban participando en un diálogo de sordos: su taimado y obtuso interlocutor tenía una firme posición de apoyo a las tropas de San Isidro, y rechazaba de manera casi airada todo alegato a favor del diálogo y la paz concertada. Era notorio, pues, que aquella conversación -además de no tener sentido- resultaba una afrenta para el decoro de los dominicanos, por lo que un joven y pundonoroso oficial rebelde que se había integrado a la reunión en la víspera se mostraba inquieto desde su asiento, y trató de tomar la palabra en medio de la enrarecida atmósfera de retórica en una sola dirección que se respiraba, pero no se lo permitieron. Entonces murmuró, indignad “Hijo de la gran puta. Yo si sé lo que voy a hacer!”, y se dispuso a abandonar de manera abrupta la reunión. Mientras salía de la oficina, el joven oficial miró al extranjero, que se había puesto de pie, y le dij “¡Le vamos a demostrar que hay dominicanos que tienen vergüenza y que cuando es necesario morir, lo saben hacer con honor”! Y una vez fuera de las instalaciones, se desahogó con uno de sus compañeros de armas: “¡Que mierdería, coño! ¿Ustedes no se dieron cuenta de que ese carajo lo que estaba era tratando de humillarnos? ¡Mierda para él y su gobierno! Si quieren guerra, tendrán guerra, y verán cómo defendemos los dominicanos nuestra dignidad y nuestra patria!” El hombre que hablaba con soberbia, actitud de desprecio y prepotencia imperial ante los comisionados del gobierno revolucionario era William Tapley Bennett, embajador de los Estados Unidos de América, y el joven oficial que se marchó de la reunión irritado y lanzando improperios contra aquel era el coronel Francisco A. Caamaño. Al margen de si Caamaño tuvo o no momentos de escepticismo, un hecho es ostensible: a la postre escuchó el llamado del destino, y en las siguientes horas, tras encararse exitosamente en la cabeza del puente Duarte con fuerzas de aire y tierra de San Isidro -incluyendo unidades blindadas- junto al pueblo de la parte alta de la ciudad, se convertiría en el principal líder militar de la insurrección y , luego, alcanzaría la ciclópea estatura de la proceridad… La historia posterior es harto conocida.

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