Bicefalismo partidista

 

Un sistema se caracteriza por operar siempre bajo normas que se cumplen de manera consistente y predecible. Nada errático encaja en la definición de un sistema, por lo que deja de serlo desde el mismo momento que  no cumple con ambas condiciones.

 

Por igual un sistema bipartidista está condicionado por la experiencia práctica de dos partidos que de manera sistemática se turnan periódicamente en el poder. Su alternación en la conducción del Estado genera un patrón regular y definido a lo largo de un tramo temporal donde las desviaciones son despreciables. Entiéndase aquí como poder, la capacidad formal de controlar todas las competencias del Ejecutivo.

 

Esa no ha sido la experiencia de medio siglo de la Cuarta República. La periodicidad con que los partidos se han sucedido en el poder, no definen una estandarización consistente. El predominio eventual de un partido evidencia la inconsistencia del modelo y deniega la existencia de un sistema bipartidista.

 

El esquema político en práctica desde 1966, lejos de parecerse a un sistema bipartidista, se inscribe en los altibajos de un trípode cuyas patas han perdido la condición de equilibrio. El resultado ha sido la preponderancia temporal de una de ellas en detrimento de las demás. Las raíces del fenómeno anclan en la cultura que subyace en la naturaleza constitutiva de las tres.

 

Desde 1966 a 2016 el partido blanco habrá gobernado doce años; el morado dieciséis; y el colorao  veintidós. Los dos últimos habrán dirigido los destinos nacionales durante treinta y ocho años, agotando el 76% de los doce períodos presidenciales. Los tres que el partido blanco ha gobernado, lo dejan en un 24% de ensayo frente al Ejecutivo.

 

El último medio siglo de experiencia electoral se caracteriza por dos etapas políticas bien diferenciadas. La primera, definida por las tres décadas comprendidas entre 1966 y 1996, durante las cuales el partido colorao jugó el papel de agrupación dominante, ocupando veintidós años la presidencia, contra ocho del partido blanco como principal contendor. Y la segunda, decidida por el par de decenios que van desde 1996 a 2016, durante los cuales el partido morado como agrupación dominante, desplazó la hegemonía del partido colorao, controlando el Ejecutivo por dieciséis años, frente a solo cuatro que pudo hacerlo el partido blanco como opositor principal.

 

En su primer tramo gubernamental, desde 1966, el partido colorao tuvo tres períodos consecutivos, y en el segundo, desde 1986, dos períodos y medio más, igualmente consecutivos. La naturaleza congénita de su estructura caudillista decretó su debilitamiento, y la desaparición de su líder le negó su capacidad de predominio, para terminar siendo un recurso de apuntalamiento subsidiario.

 

El partido blanco solo ha controlado el Ejecutivo durante dos períodos consecutivos, 1978 a 1986, y tras un intermedio de catorce años, volvió a gobernar uno solo. La penúltima vez que esa agrupación alcanzó la presidencia, 1982, la perdió de nuevo en el período subsiguiente, para luego recuperarla en el 2000. Entre una victoria y otra transcurrieron dieciocho años. Si triunfara en las elecciones venideras, serían dieciséis; y veinte, si su victoria fuere en el 2020. En las crisis cíclicas de su divisionismo histórico, están dadas las causas de su desmembramiento recurrente.

 

El partido morado tras alcanzar la presidencia en 1996 y perderla en el 2000, pudo recuperarla en el período subsiguiente, para gobernar desde entonces durante tres períodos consecutivos. El éxito de su estrategia ha sido suplantar en la percepción colectiva la quimera de un bipartidismo inexistente. Pese a su franca evolución hacia una entidad bicéfala que arranca del predominio de dos liderazgos equiparables, en su estructura colegiada descansan sus mayores posibilidades.

 

El futuro de un partido mono céfalo, tal fuere el caso del colorao, pende del futuro de su líder. A la inversa, el futuro de los líderes de un partido bicéfalo depende de que ambos acepten que su sobrevivencia está condicionada por la necesidad de coexistir en la misma estructura orgánica que comparten. Los dos compiten en sus capacidades de polarizar las simpatías de la anatomía institucional legitimadora de su autoridad, pero la falta de sincronización de sus diferencias podría atrofiar su desarrollo.

 

La implementación, consciente o no, del bicefalismo como doctrina partidista, ha trasladado al interior del partido morado la idea de oposición que le corresponde jugar a la oposición; ha generado la percepción subliminal de propulsar la alternación, pero sin abandonar el poder; y ha creado las condiciones que consolidan la creencia, falsa o cierta, de ser la única opción.

 

La falsa hipótesis que atribuye al sistema bipartidista la condición que posibilita el sostenimiento de la democracia dominicana, no deja de ser una ilusión a cuya materialización pudiera aspirarse. Lo que en cambio podría ser una estrategia real fundada en el bicefalismo partidista,ha sido la principal carta de triunfo del partido morado, en cuyos principios parece sustentarse su consolidación a largo plazo.  Nutridos por la misma savia morada de sus órganos vitales, sus dos cabezas dirigen todo cuánto se sintetiza hacia lo interno del organismo, y hacia lo externo, controlan las funciones glandulares que movilizan todos los poderes del Estado.

 

 

 

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