Balaguer o el caudillo camaleónico

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EL AUTOR es periodista. Reside en Estados Unidos.

Por BERNARD DIEDERICH

Al conocer a Joaquín Balaguer cuando era vicepresidente y luego presidente nominal cuando «El jefe», me sentí, al principio, muy poco impresionado. Mi primera impresión fue: qué burócrata tan sumiso e incoloro. Ningún periodista, dominicano o extranjero, de los que yo conocía entonces pensaba que este modesto y callado dominicano, de baja estatura, tendría un futuro significativo después que un valiente grupo de dominicanos eventualmente diera prueba de que Trujillo era tan mortal como el que más.
Durante una entrevista, años después, Balaguer me obsequió una pila de libros para que los leyera. Sin embargo, tal vez astutamente, no me dio su libro: «La política internacional de Trujillo».

La vieja limosina presidencial que Trujillo le había prestado a Balaguer, cuando éste último se convirtió en el presidente sustituto, a menudo se veía estacionada frente a la modesta casa de una de las hermanas de Balaguer durante la hora de almuerzo, en Ciudad Nueva. Todo en el hombre irradiaba modestia. ¿Cómo pudo una figura tan anodina convertirse en un caudillo tan duro como cualquier otro en la misma posición?
Cuando Trujillo fue asesinado, nosotros los que estábamos en los medios de comunicación esperábamos que Joaquín Balaguer saliera rápidamente del escenario.

Supuestamente, él no tenía futuro. Sin embargo, este modesto hombre de baja estatura había aprendido una que otra cosa durante su permanencia en la tiranía como intelectual. Era natural que tuviera más experiencia política que cualquier dominicano aparte de El Jefe, por cuanto la política era exclusivamente una profesión trujillista dirigida desde el palacio.

Joaquín Balaguer.
Joaquín Balaguer.

El panegírico leído por Balaguer, como presidente, durante los funerales de Trujillo fue un indicio. Fue, obviamente, su buen manejo de la política lo que hizo parecer a Balaguer como un Papá Noel frente a la clase obrera. Nosotros mismos fuimos testigos cada mañana del asombroso espectáculo de las multitudes que se formaban frente al Palacio Nacional en espera de recibir cualquier cosita de parte de Joaquín Balaguer. Su bondad, al distribuir cantidades de regalos, como si fuera Navidad, incluyendo hasta carros de concho, de las vastas propiedades de la familia Trujillo, le ganó no solamente elogios sino fieles seguidores por siempre.

Trujillo tenía sus partidarios y estos transfirieron su lealtad a Balaguer. No obstante, como presidente, le volvió a poner el nombre de Santo Domingo a la ciudad.
Pero la liberal Unión Cívica Nacional era anti balaguerista y quería unas «Navidades sin Balaguer». Veinticuatro días después de las Navidades de 1961, Balaguer dejó la presidencia e inició su viaje al exilio. Habiendo sido testigo de la salida de Balaguer del palacio y de haber escuchado su último adiós, de nuevo me pregunté cuál sería su futuro. Después de todo, él conocía los peores secretos del régimen.

Ningún político dominicano fue tan duramente clasificado como Balaguer. Sus escritos, especialmente los que trataban sobre su vecino, Haití, lo mostraban como un racista. Sin embargo, les daba la mano a todos sin importar su color – aunque le gustaba limpiarse las manos con un paño mojado en alcohol luego de cada apretón de manos mientras estaba en su continua campaña electoral. No era un hombre materialista – excepto por los libros – su único interés práctico era el poder y el país. Sus regímenes recibieron críticas mixtas.

SUS OBRAS

Fue un constructor de viviendas de bajo costo, carreteras, parques, un zoológico, un cementerio, nuevas represas, una biblioteca, un museo dominicano de antropología y de otras obras de infraestructura. Sin embargo, una insensatez espectacular que el país no podía darse el lujo de costear fueron los millones gastados en el Faro a Colón, que emite una luz que se refleja en el cielo en forma de cruz.

Usaba un tono de voz tan humilde durante las entrevistas que uno sentía deseos de gritarle para que dijera alguna noticia periodísticamente interesante. Tuvo un liderazgo fuerte alimentado de una mezcla de paternalismo, autoritarismo, corrupción casi legal y represión.

En los años que pasé investigando el asesinato de Trujillo para mi libro, «La Muerte del Chivo» (1978), no encontré rastros de nada mal hecho de parte de Balaguer. Y él ayudó a salvarle la vida al obispo Thomas Reilly, quien había sido apresado por el ejército del Jefe en esa época.

Balaguer fue lento en ajustarse al sistema democrático, especialmente en lo que concierne a las elecciones. En el período posterior a la invasión estadounidense, bajo el mandato del presidente Johnson, Balaguer gobernó junto a los militares. Fue un período oscuro conocido por las actividades de «la banda», los cuales «desaparecían» a los opositores izquierdistas del régimen.

Siempre tuve el presentimiento, a pesar de su eventual amistad con el doctor José Francisco Peña Gómez, que Balaguer nunca, mientras viviera, aceptaría a un negro como presidente de su país.

En resumen, Balaguer fue el último de los caudillos, la última figura paternalista para muchos dominicanos. Ahora, conforme éstos observan la cruz (del Faro) en el cielo, pueden esperar que los líderes más jóvenes y modernos llenen el vacío que ha quedado al frente de la mesa.

Al morir, Joaquín Balaguer se llevó muchos con él. Algunos todavía quieren saber, ¿qué le pasó a Orlando?» ¿Lo sabremos algún día?

(El Caribe, 18 de julio 2002)

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