Aquel 11 de septiembre
Santiago de Chile fue mi exilio dorado. Lo que allí viví durante casi tres años ha quedado grabado en mi corazón para siempre. Llegué con mi pequeña de 19 meses en brazos, procedente de México, donde residí deportada por el balaguerato tras el asesinato de Homero Hernández, mi compañero y esposo.
Migración mexicana al cabo de seis meses me exigió abandonar el país con el argumento de que mi visa de turista había vencido, sin tomar en cuenta que llegué deportada y que tenía impedimento de entrada a mi país.
Allí, en el sur andino, retomé mis estudios de Sociología, me integré en la universidad a la lucha política en apoyo al gobierno de la Unidad Popular, presidido por Salvador Allende, y me afiancé aún más en mis ideales libertarios, viendo cómo ese gobierno saldaba las deudas sociales de su pueblo.
Canté a coro en los estadios con Víctor Jara en sus conciertos, y con Mercedes Sosa, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez cuando nos visitaban. Intenté bailar cuecas, me habitué a las humitas, las empanadas y al vino. Y conocí pueblos cercanos y lejanos, con gente amiga, culta, progresista, solidaria.
Atesoré libros buenos y baratos; tuve un nido propio y permanente donde vi crecer y florecer las plantas que sembré en mi jardín, y donde celebré los cumpleaños de mi pequeña, rodeada de vecinos que amaban mi merengue y mi sancocho. Un logro para alguien que en los últimos cinco años no pudo echar raíces en ninguno de los lugares donde vivió, la mayoría de las veces con identidades falsas y sin deshacer del todo las maletas.
En Chile reviví, casi curé mis heridas; florecí como botón de rosa que se abre a la vida. Y pude soportar otras pérdidas como la muerte de mi padre y de mi suegra, a quienes me vi impedida de despedir. Mi hija crecía feliz; iba en las mañanas a un colegio de infantes mientras yo estudiaba en la Universidad Autónoma de Chile, en el Pedagógico Macul.
Con mucha frecuencia, los estudiantes y exiliados dominicanos, nos reuníamos en casa del coronel de abril, don Mario Peña Taveras, quien nos agasajaba con música y comida dominicana y donde leíamos los diarios del país y nos poníamos al tanto de todo. Allí nos celebrábamos los cumpleaños y pasábamos todos un agradable domingo en familia.
EL GOLPE
Más, aquel 11 de septiembre del 1973, todo cambió para el pueblo chileno y también para mí. No me lo podía creer, no lo podía aceptar ni asimilar: Tras dejar a la niña en el colegio, me proponía a partir hacia la universidad cuando una vecina me dice: “¿Adónde va señora Elsa? No sabe que están “botando” al gobierno?; encienda la radio.”
Retrocedí un tanto incrédula pues hacia bien poco que una intentona de golpe de Estado había fracasado. Anduve por el dial hasta escuchar por Radio Magallanes, única emisora en el aire, al presidente Salvador Allende hablando con voz calmada y firme, lo que me confundió más pues no parecía la voz de un hombre enfrentado a la muerte; hablaba para la historia, para animar a otros, para darle valor al pueblo chileno.
Alcancé a escuchar esa última parte de su discurso– abrazada a mí misma y llorando a mares en la soledad de mi habitación–donde decía:
Me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la abuela que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la Patria, a los profesionales patriotas que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clases para defender también las ventajas de una sociedad capitalista de unos pocos.
Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente: en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gasoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos. La historia los juzgará.
Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.
El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.
Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.”
Luego, el compañero presidente, con valentía y dignidad se enfrentó al ataque de las Fuerzas Armadas de Chile, quienes, con el apoyo de la derecha política, las multinacionales y el poder norteamericano, iniciaron un ataque aéreo y por tierra, llevando a cabo un golpe de estado. Allende fue asesinado e instaurada una dictadura militar, catalogada como la más sangrienta de todas las que ha padecido Chile, la cual duró 17 años.
Me dirigí al colegio a buscar a mi “guagua” quien al verme llorosa, me preguntó: ¿qué tienes mami, te duele la “guata” (barriga)? www.youtube.com/watch?v=e92-