Adiós, Don Radhamés
El pasado miércoles el cuerpo sin vida de Radhamés Virgilio Gómez Pepín penetró por última vez al edificio de ¡Publicaciones Ahora! Desde donde fue sacado para el viaje sin regreso a su natal Santiago de los Caballeros, concluyendo un periplo iniciado con su fallecimiento dos días antes, que ha permitido que dominicanos de las más variadas condiciones sociales rememoren algún momento en que sus vidas se entrecruzaron con la labor periodística del ser humano que había partido.
Con vínculos que desde el principio de su carrera les habrían servido para usarla de trampolín para transferirse a mundos más confortables, por firme decisión personal fue única y exclusivamente periodista, llega desde La Información, de Santiago, a El Caribe a cubrir las actividades sociales de la familia Trujillo, y se limitó con gusto o sin él, al rol de cronista, sin traspasar esa frontera sutil que convirtió a otros de los que hacían igual tarea en cortesanos.
Decapitada la dictadura apostó a la democracia, renuncia de El Caribe y dirige el periódico de la organización patriótica Unión Cívica Nacional, la llamada a regentear la transición democrática si en su camino no se hubiesen colocado dos escollos que le imposibilitaron ganar las primeras elecciones libres que se organizaron en el país: la emergencia de un aspirante desconocido:
Juan Bosch, que con una campaña novedosa y un discurso de reconciliación, más el apoyo solapado sin pacto alguno que le proporcionó el dueño del mercado electoral rural, que para entonces tenía impedimento de participar en las elecciones: barrió con amplio margen al doctor Viriato Fiallo, de la UCN.
En esa contienda la dos opciones eran legítimas y encarnaban avance, pero la vencedora no pudo completar el mandato popular y fue derrocada siete meses después, no hay que preguntar de qué lado se colocó Radhamés Gómez Pepín, porque es fácil advertir que favoreció el reclamo de la vuelta de la constitucionalidad sin elecciones, que no prosperó, y la contienda cívica de abril de 1965 lo sorprendió de regreso en el periódico El Caribe en la jefatura de redacción.
De la etapa preparatoria de esa gesta surgió su admiración por José Francisco Peña Gómez, el ardoroso líder perredeísta al que le tocó llamar al pueblo a las calles y anunciar el estallido de la revolución constitucionalista, que se saldó con resultados muy distintos a los esperados, porque no se logró la reposición de Juan Bosch, la guerra fue aplacada por una segunda invasión estadounidense tras la cual se celebraron unas elecciones ganadas por el doctor Joaquín Balaguer, a partir de las que empezaron sus famosos doce años.
Gómez Pepín no fue hombre de militancia política, lo que si estaba claro era que su simpatía no era por Joaquín Balaguer y lo que representaba, pero el político más zorruno que ha tenido el país en toda su historia, observaba que no era tampoco un fanático antibalaguerista ni un radical de izquierda, sabía que era un periodista con una verticalidad invencible.
Y Balaguer que conocía muy bien el oficio periodístico que había ejercido en su juventud, trató siempre al veterano periodista con mucho respeto, y lo propio ocurrió con la temida cúpula militar que lo rodeaba al estadista de Navarrete.
Consideración que se ampliaba porque el doctor Balaguer había conocido y tratado en Santiago a los padres de Radhamés, el periodista Ramón Gómez y la profesora Ana Pepín.
En un momento crucial de la guerra fría (aquí 12 años de Balaguer) ese capital social que Gómez Pepín no empleó para procurar beneficios personales, salvó la vida de muchos jóvenes perseguidos y encarcelados por sus ideas, como sus consejos evitaron que muchos de sus colegas corrieran la misma suerte de Orlando Martínez.
Cuando alguien se me acercaba para que lo introdujera donde el director de El Nacional le recomendaba la mejor forma de llegarle: “Ve temprano al periódico a una hora que no esté atareado con el cierre, di que lo quieres ver que su oficina no tiene puerta, cuéntale tu situación que si te escuchó te ayuda”.