14 de febrero: Una fantasía de duendes

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EL AUTOR es abogado.

El bosque mágico amaneció humedecido con la escarcha del rocío tempranero. Los duendecillos retozaban frívolamente y las avecillas de aquella espesura hacían piruetas en los penachos de los árboles. Las flores de ese hermoso vergel se abrían deleitososamente a las caricias y al suave beso del colibrí, volando hacia delante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, en demostración sensacional del dominio del arte de volar, pero en ese mundo hay otro mundo; el de los tramposos, las tramposas y las poses de las malas artes que suelen transitar el bosque por robarle la flor al colibrí.

Nadie, ni el hombre con su  galantería, se asemejan al beso encantador y tierno del colibrí enamorado de la flor; esta avecilla tiene la esplendida virtud de extraer del capullo su dulce néctar. Corría premioso y con paso de bailarín el mes de febrero en aquel fascinante bosquecillo y como éste es el mes del dios del deseo amoroso vi a Cupido, el hijo de Venus, paseándose en la rosaleda armado de arco, flechas y una aljaba de piel colgada a la espalda.

La rosas rojas de aquel jardín mágico de mi sueño, con sus cinco pétalos representando los cinco estados de la vida de la mujer y el símbolo del secreto guardado, cautivaron dulcemente mis ansias de amor y mi humano aprecio por la espontánea amistad que trae el mes de febrero en su alforja primorosa.

Las avecillas del bosque esotérico saltaban de rama en rama exhibiendo jubilosas entre flores perfumadas y alameda pletórica los fantasmas del amor de aquel hermosísimo poema Los fantasmas del deseo, del poeta español Luís Cernuda, que dice así:

«Yo no te conocía, tierra/con los ojos inertes, la mano aleteante/lloré todo ciego bajo su verde sonrisa/aunque, alentar juvenil, sintiera a veces/un tumulto sediento de postrarse/como huracán henchido aquí en el pecho/ignorando, tierra mía/ignorando tu alentar, huracán o tumulto/idéntico en esta melancolía  burbuja que yo soy/a quien tu voz de acero inspirara un menudo vivir».

Caminé con pies descalzos hacia un riachuelo de aguas reposadas. Me senté plácido a la sombra de un viejo samán a contemplar desde aquella orilla de verde prado el romance de dos peces abrazados, que acurrucados el uno al otro, se sumergían en un delicioso coqueteo. Oí al pez hembra jurarle amor eterno a su pretendiente. Y fue en ese sublime momento que vino a mi memoria aquel bello poema Amor eterno, del bardo sevillano Gustavo Adolfo Bécquer:

«Podrá nublarse el sol eternamente/Podrá secarse en un instante el mar/Podrá romperse el eje de la tierra/Como un débil cristal/¡todo sucederá! Podrá la muerte/cubrirme con su fúnebre crespón/pero jamás en mí podrá apagarse/la llama de tu amor/».

En la postmodernidad jurarse amor eterno ha pasado a ser una ofrenda sin sentido y sin ribetes espirituales; al parecer sólo los peces de ríos mansos y las aves de la espesura le testimonian fidelidad al amor apasionado; sin embargo, todavía quedan señales difuminadas de amor carente de infinitud; no obstante, elogiemos en este día de san Valentín este sentir amoroso que siendo aún exiguo queda en el bosque de esta fantasía de duendes:

«Sentir que tu mano es mi caricia/sentir que tu sueño es mi deseo/sentir que tu mirada es mi descanso/sentir que tu nombre es mi canción/sentir que boca es mi refugio/sentir que tu alma es mi regalo/sentir que vivo para amarte/».

Las expresiones de amor y de amistad aún viven en la espesura de nuestras almas, en los torrentes de aguas puras y en la brisa cariñosa que trae las letras de la canción Siglos de amor. Veamos unas estrofas:

«Desde la culpa no aparece el amor/Mujer de noche vestida de agua/Los pies tan fríos como nadie imagino/pero el calor no llega a tu alma/Sobre la mesa un antifaz/y en un papel escrito «Chau»/Más adelante en el camino aprenderás/esta lección que aprendí yo ahora/Y sé que siempre me recordarás/serás nostalgia de un largo invierno/Dónde quedó ahora/la ilusión que tuve ayer/No justifiques la herida/que hay en mi corazón/diciendo que enamorarse/no es un juego de dos/Al fin lo que lastima es el amor/»

Aquel jardín de flores perfumadas y multicolores, las flores que besa el colibrí en mi sueño, aún espera anheloso nuestros piropos; sus pétalos se contonean al estilo de Alicia Alonso, cual si fueran prima ballerina absoluta en una escena en el Ballet de Ópera de París. Empero, este país no es Francia, Cuba, Alemania ni Estados Unidos. Aquí en esta especie de espacio territorial fallido estas cosas de la cultura son solamente poses para justificar una educación imaginaria, sin drama musical ni danzarina famosa.

A la salida de la espesura encantada me topo con dos divertidas ardillitas subidas en una rama comiendo nueces y bellotas secas. Ambos animalitos, atraídos por el día del amor y la amistad, levantando sus patitas delanteras me obsequiaron una flor nueva de romances viejos, como aquella antología de don Ramón Menéndez Pidal.

Al pasar junto al jardín de mi ilusión, una flor corola de seda roza mi mejilla con apetecible zalamería dejando en mi cutis prueba de su aroma seductora y es precisamente su perfume de mujer que me emociona y me hace recordar aquel beso que un catorce de febrero obsequié en forma de verso de algún poeta que dice: «Tu boca, rojo clavel; tus mejillas, perfumadas rosas/ Tu seno, la azucena; tu frente, la camelia…Tu ternura».

Despedirse de una flor no es siempre grato ni comprensible, por eso esta vez debo hacerlo a la manera del colibrí enamorado de una flor tropical:

 «¡Oh flor del trópico ardiente/flor cuyo aroma divino/embriaga cual dulce vino/que hace delirar la mente/ ¿qué importa, di, que no muestres/los deslumbrantes colores de tantas altivas flores/brillantes joyas campestres?/Si ricos matices Flora/rehúsa a tu verde estrella/de las fragancias en ella/la más divina atesora».

¡Feliz día del amor y de la amistad!

 

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