Estados Unidos y la Corte Penal Internacional

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El autor es dirigente de Alianza País. Reside en Boston.

POR LUIS CASTILLO

Por décadas, Estados Unidos ha jugado un papel clave en la política internacional, posicionándose como el defensor de la democracia, la libertad y la justicia global. Sin embargo, los hechos demuestran que esta postura es más una estrategia de poder que un compromiso genuino con los valores que predica.

La reciente orden ejecutiva de Donald Trump, sancionando a la Corte Penal Internacional (CPI) por emitir órdenes de arresto contra líderes israelíes acusados de crímenes de guerra, deja al descubierto una verdad que muchos prefieren ignorar: la justicia internacional solo es válida cuando sirve a los intereses de Estados Unidos, pero es atacada y deslegitimada cuando se aplica a sus aliados.

Doble moral 

Estados Unidos ha respaldado investigaciones y acciones de la CPI cuando se han dirigido contra sus adversarios. Cuando el tribunal acusó a líderes serbios por crímenes de guerra en los Balcanes, cuando emitió órdenes de arresto contra Vladimir Putin por la invasión de Ucrania o cuando investigó a líderes africanos, Washington no solo celebró, sino que brindó apoyo logístico y financiero para que la justicia se ejecutara.

Sin embargo, cuando el tribunal ha mirado hacia los crímenes de guerra cometidos por Israel en Gaza o las atrocidades cometidas por tropas estadounidenses en Afganistán, la CPI dejó de ser un tribunal legítimo y pasó a ser una “amenaza” para la seguridad nacional de EE.UU.

Trump, con su estilo directo y sin hipocresía, ha dejado claro lo que muchos en Washington han practicado durante años sin admitirlo abiertamente: la justicia internacional es una herramienta de conveniencia política. La CPI sirve cuando ayuda a castigar a los enemigos de EE.UU., pero debe ser destruida cuando intenta hacer lo mismo con sus aliados. Esta postura no es nueva, pero su descaro es más evidente que nunca.

Israel

Israel, desde su creación en 1948, ha sido un pilar de la política exterior estadounidense en Medio Oriente. Pero ese apoyo ha ido más allá de la cooperación diplomática; se ha convertido en un cheque en blanco para que Israel actúe sin consecuencias.

Durante más de 70 años, ha ocupado territorios palestinos, ha impuesto bloqueos brutales y ha utilizado la fuerza militar con total impunidad. Y cada vez que la comunidad internacional ha intentado responsabilizar a Israel por sus acciones, EE.UU. ha intervenido para bloquear resoluciones en la ONU, impedir sanciones económicas y descalificar cualquier esfuerzo de justicia.

Ahora, con la reciente orden ejecutiva de Trump, EE.UU. no solo protege a Israel en el terreno diplomático, sino que castiga a la propia institución encargada de velar por los derechos humanos a nivel global. No importa que las acusaciones sean legítimas, no importa que haya evidencia de crímenes de guerra: si la CPI se atreve a tocar a Israel, será desmantelada.

Instrumento de venganza

Si la justicia internacional solo se aplica a los enemigos de EE.UU., entonces no es justicia, es venganza disfrazada de legalidad. No se puede hablar de derechos humanos cuando se protege a unos y se castiga a otros según conveniencia política. No se puede hablar de dignidad cuando se ignoran los crímenes de aliados estratégicos y solo se actúa contra adversarios geopolíticos.

Los pueblos del mundo deben despertar y entender que no existe una “lealtad moral” por parte de las grandes potencias. No es una cuestión de democracia o de valores universales, sino de intereses fríos y calculados. América Latina ha sido testigo de esto por décadas: mientras EE.UU. invierte billones en guerras a miles de kilómetros de distancia, ha ignorado por completo a los países de su propio hemisferio. Ni los demócratas ni los republicanos han ofrecido soluciones reales para el desarrollo de la región, porque su prioridad no es el bienestar de los latinoamericanos, sino la estabilidad de su propia hegemonía.

Soberanía de los pueblos

Los países del mundo no pueden seguir dependiendo de organismos internacionales que solo actúan cuando les conviene a las grandes potencias. Si la CPI quiere ser legítima, debe ser capaz de investigar y procesar a cualquier criminal de guerra, sin importar si es un presidente ruso, un primer ministro israelí o un general estadounidense. Pero para que eso sea posible, los países deben dejar de depender de EE.UU. para lograr su propio desarrollo.

Las naciones deben fortalecer sus economías, invertir en su propia educación y tecnología, y garantizar que su seguridad no dependa de alianzas con potencias que solo las ven como piezas de ajedrez en un juego geopolítico. Solo así se podrá construir un mundo donde la justicia no sea un privilegio de los poderosos, sino un derecho de toda la humanidad.

Al final del día, lo único que realmente importa es la protección de la raza humana, sin importar su origen, color de piel, idioma o estatus económico. La justicia no debe dividirse por continentes ni por alianzas políticas. Debe ser universal y aplicada sin distinciones. De lo contrario, no es justicia, es una farsa.

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