Yo tengo un sueño

Hace 170 años, Juan Pablo Duarte y un pequeño grupo de hombres se emplearon a fondo para libertar a este país de una dominación oprobiosa.
Proclamaba el padre de la Patria que entre los dominicanos no se impondría ninguna supremacía racial. Contrasta esta proposición con la Constitución haitiana del 1805, cuyos fundamentos eran el exclusivismo de la raza negra sobre todo los demás grupos étnicos. Ni en la Constitución dominicana de 1844, ni entre los patricios que forjaron la Independencia tras doce años cabales de guerra plena, prevaleció el ideario de la desigualdad jurídica de las personas, fundado en la raza. A nadie se le privó, tal como fue el caso de la Constitución haitiana, de la nacionalidad del Estado por pertenecer a un grupo racial proscrito. Dato que constituye la quintaesencia del artículo 12 de la Constitución refrendada por el Emperador Dessalines en 1805.
La Constitución dominicana del 6 de noviembre de 1844 no dio nacimiento a una nación agresiva. Tan pronto como los dominicanos proclamaron su Independencia reconocieron que el ejercicio de su soberanía quedaba circunscrito por las fronteras internacionales, fijadas por el Tratado de Aranjuez de 1777, entre las dos metrópoli que entonces se repartían el señorío de la isla de Santo Domingo. Muy distintos de los propósitos de la Constitución haitiana de 1805 que establecía en su artículo 18 que el territorio que ocupaban los dominicanos, pertenecía al dominio del Imperio fundado por Dessalines. Disposición que se mantuvo vigente en las Constituciones haitianas hasta el Tratado de Amistad y Navegación entre los dos Estados independientes en 1874.
El drama que vivieron los dominicanos hace 170 años sólo puede visualizarse, cuando se examina la lista de agravios padecidos durante esa etapa humillante. Abusos, sufrimiento, abandono, despotismo, desastres. El país no contaba con un Ejército que lo defendiera. No tenía fronteras seguras. Sin fronteras, la nación corría el riesgo de disolverse. No contaba con la solidaridad de nadie. Sin embargo tras el trabucazo de Mella, tras la guerra y el arrojo de tantos, tras un paréntesis de pesimismos y caídas, como fue la Anexión y la Restauración, la República Dominicana logró establecer su plena Independencia de Haití, volviendo una realidad tangible, después de un rosario de vicisitudes y sacrificios, el sueño de Juan Pablo Duarte.
Ya no éramos el pueblo esclavizado a la voluntad desquiciada de los dictadores y reyezuelos haitianos. Habíamos conquistado el derecho a la autodeterminación y al gobierno propio. Tras una noche de cautiverio babilónico de veintidós años de oprobio,nos enfrentamos con el día esplendoroso de nuestra Independencia. Al día siguiente, pudo reabrirse el culto en las Iglesias; los maestros y alumnos volvieron a las escuelas cerradas por la política oscurantista de Boyer; se volvió a enseñar la lengua de los dominicanos; el pueblo volvió a tomar el control de su vida y de su porvenir. Teníamos entonces derecho a tener una Constitución, a administrar la justicia, a disponer del territorio histórico que recibimos como un legado de un glorioso pasado y a intentar ser felices. Sin que las atroces interferencias extranjeras anularan la libertad de nuestro pueblo.
El sueño de Juan Pablo Duarte expresado en el proyecto de Constitución, en su ideario, en las ideas del Manifiesto del 16 de enero de 1844, en los pensamientos dispersos en su correspondencia, era que tuviésemos un país libre de la dominación haitiana y de toda otra dominación. Una sociedad de derechos, donde la ley se imponga al caudillismo; donde el Gobierno respete cada uno de los preceptos de la Constitución y donde el pueblo sea el depositario de la soberanía.
Al compararlas con las formas de Gobierno impuestas por los haitianos surgen las grandes diferencias. Los dominicanos rechazaron en su primera Constitución la figura del Emperador absoluto con que se inicia la vida constitucional haitiana encarnada en el Emperador Jean Jacques Dessalines (1804-1806) y continuada postreramente por el emperador Faustin Soulouque (1847-1855); objetaron la estampa jurídica de la Monarquía representada por el reino de Henri Christophe (1806-1820) y se opusieron al modelo del Presidente vitalicio simbolizado por el Gobierno de Alexandre Petion (1806-1818)y luego por su sucesores que van de Jean Pierre Boyer (1818-1843) a los Duvalier (1957-1986). Ningunas de las formas de Gobierno surgidas del movimiento de Independencia haitiano tuvo eco en el enfoque constitucional dominicana, representado por la idea del sufragio, del presidencialismo sujeto a la ley y a las Constituciones con que se han fraguado las democracias modernas. Ninguno de esos gobiernos, todos de nefastos resultados, superan la concepción democrática y descentralizada del poder concebida por Juan Pablo Duarte.
Todos los sueños que hemos imaginado después de este gran sueño no pueden prescindir de la nación. Sin la nación dominicana, asentada en la porción oriental de la isla de Santo Domingo, no hubiéramos logrado los progresos que nos han sacado de una larguísima etapa de barbarie y deshonor. Sin la nación dominicana, la obra sagrada de los hombres y mujeres, que habitan el panteón nacional, se hubiese deshecho. Se hubiera desplomado el esfuerzo verdaderamente extraordinario de las generaciones pasadas, que lograron contener la destrucción del territorio, la disolución de las instituciones, el hundimiento de la economía, y rescatarnos de un abismo de tinieblas a que nos sometió la infame dominación extranjera.
La nación que ejerció su dominación devastadora sobre los dominicanos, había heredado toda la riqueza de Saint Domingue, la colonia más rica del continente. Durante más de medio siglo trataron de imponerse por sus descomunales medios militares, por sus arteros dispositivos diplomáticos y haciéndonos la guerra psicológica. Sus desquiciados métodos de Gobierno desplomaron toda la prosperidad que habían heredado de la época del dominio francés. Todas las tramoyas de un pasado de riqueza y esplendor quedaron desguazadas, hasta transformar a ese país en un pueblo de mendigos.
La dualidad territorial social y económica de la isla de Santo Domingo, plantea, el desafío permanente de nuestra continuidad histórica como nación. La República Dominicana es un equilibrio de las culturas, de las sociedades, de las economías y de los territorios. Todas las amenazas a ese equilibrio han venido siempre del oeste hacia el este. Ningún gobernante dominicano puede ignorar esa realidad desoladora. La primera obligación de nuestros hombres de Estado es evitar que se rompa el equilibrio demográfico. Como los haitianos sólo reconocen la nacionalidad por origen o jus sanguini no corren ningún riesgo. República Dominicana tiene la nacionalidad por origen y por nacimiento en el territorio, dentro de las condiciones fijadas por la Constitución. En las circunstancias actuales resulta ideal un sistema de legislaciones recíprocas. Es decir, que haitianos y dominicanos se rigieran por el jus sanguini (nacionalidad por origen). De este modo, quedarían selladas las fronteras jurídicas de ambos países.
Hemos permanecido atrapados en las realidades ideológicas que caracterizaron el siglo XX. El enfrentamiento entre el socialismo real y las democracias liberales, esa etapa histórica llamada Guerra Fría. Durante ese período las relaciones internacionales fueron enfocadas como la expresión de estas rivalidades. Muchos sucumbieron a la tendencia a querer explicarlo todo con los esquemas de ese mundo que, por fortuna, quedó desplomado con la caída del Muro de Berlín en 1989.
Durante esos años, mucha gente se olvidó de las realidades nacionales. Todo ese mundo sepultado, ignorado, salió brutalmente a flote, tras el derrumbe de la Unión Soviética surgieron más de 16 Estados independientes. En Yugoslavia, tenemos seis nuevos Estados; Checoslovaquia se fraguado dos Estados independientes. Todavía hay mucha gente que repite los mismos esquemas ideológicos, olvidándose que los intereses territoriales, nacionales han desplazado ya esas perspectivas.
Yo tengo un sueño. Que los dominicanos pueden recuperar los empleos que el país produce en la agricultura, en la construcción, en la buhonería, en los servicios. Que puedan modernizar la agricultura, auxiliar a sus compatriotas que han sido brutalmente despojados de las posibilidades que el país produce. Que los dominicanos recuperemos el control de lo que somos. Que no le sean arrebatados sus derechos para dárselo a los indocumentados procedentes del país vecino. Que sus fronteras se mantengan cerradas a la inmigración ilegal. Que Haití deje de ser una amenaza a nuestra prosperidad, y se transforme en un vecino, con el cual mantengamos buenas relaciones. Cada uno en su territorio histórico. Cada uno dueño de su destino.
Yo tengo un sueño. Que los dominicanos recuperen sus hospitales y sus escuelas. Que desaparezca la desesperanza y que, llegado el fin de la ocupación extranjera, podamos dedicarnos a construir la felicidad. A reencontrarnos con nuestro país, sin interferencias extranjeras.
No podemos esperar a que Haití se recupere para realizar ese sueño. Porque el tiempo de la recuperación de Haití y el tiempo de la disolución de nuestro territorio no son homogéneos.
Independientemente de los derroteros que tome el caso haitiano, tenemos derecho a subsistencia cultural. Es probable, que la única forma de legarle a las generaciones futuras de dominicanos un país viable sea construyendo un muro de la amistad y de la buena convivencia entre dos sociedades distintas. Un muro que nos proteja de la inmigración ilegal que desnacionaliza el empleo, destruye el valor de salarios, retrasa la modernización y provoca la fractura de nuestra sociedad. Un muro contra la delincuencia, el contrabando, el narcotráfico, el tráfico de armas ilegales . Un muro que les devuelva la confianza y la paz a los dominicanos y que nos coloque en la senda de la regeneración y de la reconstrucción de todo lo que se ha destruido en esta sociedad. Un muro que proteja a nuestros hijos de las enfermedades del país más insalubre del continente. Un muro contra el tráfico de personas, trata de seres humanos. Un muro que nos proteja de la importación de la miseria. Que nos devuelva la confianza en nosotros mismos. Que los haitianos se ocupen de sus problemas, y nosotros de los nuestros. Era ése el sueño de Juan Pablo Duarte. Poder llevar al dominicano, con su talento, con su esfuerzo, con el amor por su tierra y por los suyos, como Moisés condujo a su pueblo a las puertas de la tierra prometida.
Durante los últimos años, los desgarramientos, la inestabilidad, las desgracias nos llegan del oeste. Pero el este, que somos nosotros, tiene derecho a existir. El colapso del Estado haitiano, su desplome no debe ser pretexto para suprimir la libertad y la existencia del pueblo dominicano.
¡Yo tengo un sueño! , proclamó en Washington un 28 de agosto de 1963,el reverendo Martin Luther King. No se trata de que el país se entregue a extranjeros, sino de que el pueblo excluido de los empleos, de las escuelas, de los hospitales comenzara verdaderamente a existir. Que seamos libres, al fin, para vivir en paz, para imaginar nuestra felicidad, sin las odiosas, sin las horribles interferencias extranjeras.

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