Un encuentro con Bertrand Russell

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

 

 

«He vivido en busca de una visión, tanto personal como social. Personal: cuidar lo que es noble, lo que es bello, lo que es amable; permitir momentos de intuición para entregar sabiduría en los tiempos más mundanos. Social: ver en la imaginación la sociedad que debe ser creada, donde los individuos crecen libremente y donde el odio y la codicia y la envidia mueren porque no hay nada que los sustente. Estas cosas y el mundo, con todos sus horrores, me han dado fortaleza»Bertrand Russell

 

Aquella tarde el cielo sobre el Greenwich Village, en el Bajo Manhattan, lucía unas tonalidades color ocre como cuando el astro Sol se retira a copular sobre las aguas vehementes de un río Hudson seductor y apasionado.

 

A pesar de aquella coloración amarillenta el color ninguneado que nace de la paleta de la imaginación indefinida borgiana es un color, diría el periodista y escritor chileno Rolando Gabrielli, que se hace notar en la piel de un millón trescientos mil chinos y en la de ciento veintisiete millones de japoneses. De pronto alcanzo a ver a la artista japonesa Yoko Ono desmontarse de una limusina y recuerdo al instante que Borges nunca pudo descifrar el amarillo.

 

No obstante, el ambiente aquella tarde en el emblemático y divertido Village, de Nueva York, el color amarillo pintaba a poesía, artes plásticas, filosofía, jazz y vida bohemia.

 

A todo esto leí en la prensa que los escritores británicos Bertrand Russell, ganador del Premio Nobel de Literatura, y D. H. Lawrence, autor de la obra teatral «El amante de Lady Chaterle» y otros no menos famosos estarían de visita en Greenwich Village para un encuentro organizado por Mabel Dodge, al que también asistiría el escritor guatemalteco Augusto Monterrosa, quien había escrito un trabajo titulado «Bertrand Russell, el caballero de la lógica», en el que escribió: «En Inglaterra y en Estados Unidos las ideas de Bertrand Russell podían ser perseguidas, pero no sus testículos».

 

Sin embargo, estando presente el escritor irlandés George Bernard Shaw, el poeta, T. S. Eliot y el novelista Joseph Conrad era probable que se fuera a hablar allí entre hermosas piezas musicales de jazz, de la «rebelión británica contra el idealismo».

 

El Village es el barrio bohemio más famoso de Nueva York y desplegaba en esta ocasión bellas orlas de vistosos colores en sus calles engalanadas. Artistas de la plástica neoyorquina como Frank Stella habían instalado frente al museo Whitney de Bellas Artes sus lienzos de telas de lino, bastidores y pintura de óleo para pintar algún cuadro famoso.

 

En el parque Washington Square la música de Richie Havens fluía dulcemente y con elegancia el artista rasgaba su prodigiosa guitarra interpretando canciones de Bob Dylan o de Los Beatles, recordándonos con nostalgia aquel festival de Woodstock de 1969.

 

Luego encamino mis pasos hacia otro lugar emblemático: el club de jazz Blue Note. Observo entrar a Eddie Palmieri, Chucho Valdez y a Ron Carter y me dije a sí mismo: «Esta noche se tocará jazz afro-caribeño en Nueva York». Mientras llegaban más artistas la gente amontonada en la acera opuesta al Blue Note oía y disfrutaba del saxofón mágico de Jimmy Cobb y su cuarteto.

 

Mi objetivo y razón de ser en aquel lugar famoso era poder ver personalmente al filósofo y escritor inglés Bertrand Russell. De la autoría de este genio literario he leído «Historia de la filosofía occidental», «Cómo ser libre y feliz», «Elogio de la ociosidad» y un ensayo sobre el «Cinismo de la juventud».

 

Como salido de una burbuja perfumada y astral se vio venir la figura imponente de la literatura Bertrand Russel, quien caminaba a pie con su pipa expulsando humo de tabaco fino y aromático, junto a Mabel Dodge y al inmenso, D. H. Lawrence.

 

Un grupo de jóvenes intelectuales nos acercamos discretamente a aquel hombre esbelto, de hermosa y bien acicalada cabellera blanca, de nariz aguileña, elegantemente vestido, como ha de esperarse de un conde, y le dijimos: «Estamos leyendo sus obras «Por qué no soy cristiano» y «Satán en los suburbios»». Su gesto fue una sonrisa de aprobación frente a más jóvenes que ciertamente no llegábamos a los inicios del filósofo pero teníamos la voluntad del desafío.

 

Quienes hemos vivido y estudiado en el Nueva York de 1962 y días ulteriores tuvimos la fortuna de participar del período más hermoso y rico de esa gran manzana que todos, ahora confundidos, rotos o no, quieren probar y saborear su ambrosía.

 

Como escritor estadounidense irreverente pude romper el cerco y estrechar aquella mano suave como de terciopelo que escribió con su pluma de oro la magnífica obra «Pesadillas de personas eminentes». Podría decir, con enorme complacencia, que siento la emoción que puedo ponerle punto final a esta breve y hermosa fantasía, la que he querido compartir en forma de reminiscencia con mis  lectores, lejos de alucinaciones o de pesadillas. Por eso escribo esta mágica utopía.

jpm

 

 

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