Sobre la bondad

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De entre todas las distorsiones que la sociedad contemporánea, posmoderna y consumista nos ha ido legando como cultura planetaria hay una sumamente aberrante, que consiste en creer que solo la riqueza puede ser bondadosa. Es decir, creer que para dar hay que tener.
Más degenerada aún es la creencia de que ser bondadoso o generoso equivale a dar al necesitado aquello que podría estar sobrando.
Es innegable que la sociedad cuenta con grandes fortunas personales o familiares que, a su vez, promueven, como un gesto de bondad, causas de orden social y humano, que se traducen en aligeramiento de la pobreza y del compromiso del Estado para combatirla, y, por supuesto, en bien ganado mérito para quienes emprenden esas acciones humanas.
Sin embargo, la bondad echa sus raíces más fuertes en el acto mismo de dar sin tener, de desprenderse de lo extremadamente necesario para sí y compartirlo o entregarlo a quien lo necesita más.
Dar, desde la escasez que arropa a lo poco, se corresponde más con la virtud de la bondad que dar aquello que simplemente sobra.
La bondad y el desprendimiento auténticos, el desapego a lo transitorio son actos equivalentes y su esencia estriba en voltear, como una media, el criterio de necesidad que confunde nuestras vidas.
Parecería que, en la sociedad actual, la vida misma estaría bajo terrible amenaza si nos planteáramos la necesidad de eliminar la necesidad.
Es evidente que la libertad por la que hemos luchado es esclava de la necesidad, tanto real como virtual. Dar, desde lo más profundo de nuestra necesidad, significa, en estos tiempos cruentos, individualistas y desalmados, un gesto de auténtica libertad.
Pero, hay que alejar en todo lo posible la bondad de la hipocresía. La verdadera bondad está fortalecida en el hecho de dar sin necesidad de ser visto y sin esperar ninguna recompensa.
Dar por convicción y no por efecto demostración. Será Dios, de acuerdo con la palabra de Jesús a través de Mateo, quien habrá de recompensar. De ahí que el propio Jesús rechace que se le llame a él bueno, por sus actos de fe y su desprendimiento, y dice “Nadie es bueno, salvo uno, que es Dios”.
Las buenas acciones, nos enseña Hannah Arendt, en la medida en que hay que hacerlas y olvidarlas instantáneamente, no habrían de convertirse jamás en parte del mundo, porque vienen y van sin dejar huellas.
Son, en esencia, ajenas a este mundo, y mucho más aún, ajenas al espectáculo deprimente de la publicidad de la bondad misma. Imprimir acción pública o publicitar el acto de la bondad o la generosidad es destruir, de una vez, la cualidad misma de la buena acción.
Viví muy de cerca la bondad como sinónimo de dar desprendida, desinteresada y fervorosamente en un hombre que tenía poco, casi nada. De sus dos vacas, sus cinco tareas de tierra fértil, sus diez gallinas, su reducido salario se alimentaron su hogar y los de sus hermanos y varias familias de nuestro barrio. Dio sin dolor y sin presunción. Dio por convicción y humildad. Ese hombre fue mi padre.
Y por transmisión emulativa, he visto a otra persona que da, sin mirar a quién y sin importar dónde. Da sin tener y solo aspira conseguir poco para compartirlo con todos los que pueda, viviendo y necesitando, como Francisco de Asís, muy poco lo poco que necesita para vivir.
Da sin que lo sepa nadie, porque en su convicción fideísta cristiana, las buenas acciones son inherentes a la dicha misma de vivir, ya sea en abundancia o en la escasez. Esa persona es mi hermana, Tatá.

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