Soberanía: La problematica de nuestros tiempos
Escucho a políticos, a ciudadanos sinceros, a alcahuetes de nueva monta afirmar y defender la soberanía. Entonan himnos a la soberanía. Amigos lectores y amables veedores, la historia de la humanidad es la historia de la guerra.
Leo a mi hermano David escribir sobre los buenos modales cristianos; a un grupo enganchado a comunista de aire acondicionado que la mejor cosa es no leerlos, porque son tóxicos. Jesucristo mismo lo dijo: “no eches las perlas a los puercos.” Vemos como vertiginosamente cambian los temas cuando vuelan a un terrorista persa causante de miles de muertes en el mundo. “Se alarmaron los botafumeiros de turno”. Esta historia es muy vieja. Fue a partir de ese contexto –el de la soberanía—bélico que se desarrolla la mayor parte de los criterios políticos entre los Estados. Es un esquema de tal naturaleza la idea de todo beneficio de un Estado era a costa de un perjuicio a otro. Fue sólo a partir de los escritos de David Hume y de Adam Smith que afloró la posibilidad de que en las relaciones de comercio todos se beneficiaban o sea tanto el importador como el exportador.
Este hallazgo representó un cambio sustancial en las posibilidades de las relaciones entre los Estados. No obstante las viejas ideas de intereses nacionales de autarquía y de soberanía continuaron y aún continúan imperando en las concepciones políticas. Así, la soberanía es el poder de un Estado de imponer su voluntad supuestamente en beneficio de sus intereses nacionales. El Siglo XIX fue testigo de la evaluación de los Estados Nacionales y la Segunda Guerra mundial fue el último holocausto a que llevó a la humanidad las teorías hegelianas.
Era evidente que en un contexto como el descrito en el que la soberanía dependía de la fuerza, ésta a su vez dependía del territorio y de la población. En naciones en la que la guerra era el objetivo político por antonomasia la población era el factor preponderante que permitía tener más hombres en armas. A su vez dado que la economía era fundamentalmente agrícola, ya que el mayor esfuerzo estaba en la capacidad para comer, el suelo a su vez constituía el factor determinante de la riqueza. En síntesis, los Estados más poderosos eran aquellos que tenían más población para servir en el ejército y más territorio para alimentar a esa población. No obstante la ciencia y la tecnología fueron haciendo su incursión paulatina en la determinación de la fuerza de las naciones. Fue así que Inglaterra era uno de los factores de poder en Europa a partir de la Revolución Industrial y Rusia, no obstante duplicar en el Siglo antes pasado la población de Francia y con un territorio más de 10 veces mayor, no era más poderosa que ésta.
Era evidente que dentro de esta cosmovisión en que privaba la idea hegeliana de la guerra como el elemento que determinaba la aparición de los Estados en la escena de la historia, la soberanía no tenía más limitación que la fuerza que lo amparaba. La única limitación existente es la posibilidad del equilibrio entre los cinco países que hicieron la historia del mundo en el Siglo pasado. Inglaterra, Francia, Rusia, Austria y la Alemania creada por Bismark bajo la égida de Prusia. Los desacuerdos eran los prolegómenos del rugido del cañón. El resto de los países del mundo tenían un rol secundario y no eran soberanos en el sentido que esta palabra tenía en el mundo europeo. En América del Norte en el Siglo XVIII Inglaterra todavía no había alcanzado la potencia que desarrollaría en el Siglo siguiente y esto facilitó la independencia de Estados Unidos de América, aun cuando dispuso de la colaboración de Francia en ese empeño.
La soberanía, pues, en su expresión absoluta es un concepto político y de poder (lean bien los politicastros). Es decir donde la fuerza en su más cruda manifestación establece los límites en las relaciones entre los Estados. La moderación a su vez en las imposiciones posbélicas era el límite cuantitativo establecido por una concepción sutil de los propios intereses y no por la generosidad de los vencedores. Paulatinamente, la soberanía fue pasando de un concepto eminentemente político a un concepto jurídico. En ese mismo sentido iba perdiendo su carácter de absoluto para tener un carácter eminentemente relativo.
Este concepto jurídico de la soberanía, que se expresa en la teoría de la igualdad jurídica de los Estados, más allá de sus fundamentos teóricos se ha ido imponiendo como consecuencia de factores reales que han modificado las relaciones entre los Estados a partir de la Segunda Guerra Mundial.
La existencia de armas nucleares, pues, ha cambiado a su vez la teoría del equilibrio de poder. El equilibro bipolar entre Rusia y los Estados Unidos de América se asentó en un balance en el que ya no era posible equivocarse, pues no había vencedores. Sigue existiendo sin embargo la realidad de que hay países más poderosos que otros, pero la diferencia fundamental con el periodo anterior es que se ha hecho evidente que el bienestar de las poblaciones respectivas no depende en absoluto del poderío bélico. Habíamos dicho que la soberanía original se apoyaba en la fuerza pero el sustento ético residía en los intereses nacionales y supuestamente implicaban el bienestar en los países poderosos. Tal correlación ha desaparecido en la medida que la tecnología y no el territorio se ha convertido en el factor determinante de la riqueza y por consiguiente de las posibilidades de un mayor bienestar para las poblaciones respectivas.
Lamentablemente el mundo subdesarrollado parece no haberse percatado de esta mutación definitiva en las relaciones internacionales y en el consecuente relativismo del concepto de soberanía, en la medida que ha pasado a tener un carácter jurídico. Ese carácter jurídico tuvo entonces su manifestación política en el equilibrio bipolar y no en la fuerza efectiva de los demás países. Inclusive los tres países industriales, cuanto más de los países en desarrollo. La soberanía como concepto absoluto se ha convertido así definitivamente en un instrumento de poder absoluto interno. Ese mismo concepto desvirtuado de la soberanía es el que determina a través de la acción del Estado un mayor atraso tecnológico o sea un menor bienestar para la población. Los supuestos interese nacionales entonces se convierten en una retórica vacua en la que se ha roto definitivamente el supuesto vínculo ético entre la soberanía y el bienestar de la población.
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