Sin derechos

Ir a un hospital público a solicitar un servicio es exponerse a ser tratado como una estadística más de las que se apiñan en los pasillos en espera de atención. Esa, de forma lamentable es la regla, las excepciones son la gente amable que hace olvidar los malos ratos pasados en esos trances, que tiende su mano solidaria y colabora. Esa que no ha perdido la capacidad de servir. Personal médico que tiene sus propias cargas, sus inmensas responsabilidades y problemas de toda índole, olvida que esa pesada realidad no es privativa suya, que el paciente también las arrastra y lo que menos espera cuando acude a esos centros es un poco de compasión. Gente de mirada triste, se acerca temerosa a esos profesionales o a cualquier otro empleado, porque no sabe con qué grosería le saldrá. Unos les gritan por osar abrir una puerta que nadie de los que estaban dentro abrió, pese a los reiterados toques. Otros los hacen esperar a que finalicen sus largas conversaciones con sus compañeros de trabajo, que nada tienen que ver con asuntos de su trabajo. Esos anónimos que acuden en busca salud no cuentan con padrinos que les allanen el camino y que eviten que sean objeto de maltrato, cual si molestaran con su presencia en un lugar en el que los empleados pagados por el Estado olvidan su misión. Como título de Dostoievski, ofendidos y humillados aguardan a merced de aquellos semidioses que les harán “el favor de atenderles”. No tienen a quién acudir a quejarse y por eso les duele la lengua de mordérsela en esa impotencia que los embota. Aguardan resignados que alguien aparezca, de donde sea, y propicie un cambio. Esa sacudida que estremezca un sistema dañado hasta las ramas.

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