Señor Presidente: no caiga en esa trampa

Hay quienes todavía no le perdonan al general Santana que el Congreso Nacional lo llamara en 1849 a tomar “el Mando Supremo del Ejército” ante el avance de las tropas haitianas y el desprestigio del Presidente Manuel Jiménez, incapaz de sofocar “la indisciplina que minó al Ejército Dominicano, mientras era arrollado por el Emperador Soulouque”. Así lo explica textualmente el biógrafo Rufino Martínez, a quien el Profesor Juan Bosch cita con frecuencia como fuente documental de entero crédito. Agregaba Rufino Martínez, que “Tan desastroso fracaso refluía en el hombre que perseguía descartar a Santana, queriendo probar que la presencia de éste, no era indispensable para contener y vencer a los invasores haitianos.”

El Presidente Manuel Jiménez, quien fue el mismo autor intelectual que en 1845 metió en el lío a María Trinidad Sánchez y luego la dejó sola; y el mismo trinitario a quien Santana le confió en su Gobierno el Ministerio de Guerra y después le cedió el poder pacíficamente cuando renunció en 1848, tuvo la gran oportunidad de gobernar en nombre del ideal de sus compañeros trinitarios, e incluso de autorizar el retorno de Duarte, Sánchez y Mella. Más sin embargo, no superó la prueba de estadista dotado de las virtudes que hacen falta para permanecer al frente de la dirección del Estado, y al no hacerlo, desperdició la coyuntura histórica única que le puso en bandeja de plata a su grupo los destinos de la República.

 La desafortunada reacción del Presidente Manuel Jiménez ante la referida decisión del cuerpo legislativo, fue reseñada por Rufino Martínez del modo siguiente: “El Presidente Jiménez anuló ese decreto del Congreso, haciendo uso de la prerrogativa que le confería el Artículo 210 de la Constitución; pero vencido por la realidad, no pudo evitar la presencia de Santana, que por cierto fue salvadora con su triunfo en la Batalla de Las Carreras. Aún así el Presidente aceptó el reto. Persiguió a los miembros del Congreso y puso en estado de acusación a Santana para que fuese juzgado como conspirador y traidor a la patria.”  Salta a la vista que este gastado cliché de los adversarios de Santana antecede a la Anexión.

 El desenlace que tuvo el ridículo alzamiento del Presidente Manuel Jiménez apoyado por sus prosélitos luego de que Santana venciera a los haitianos, lo narra también Rufino Martínez de la siguiente manera: “Se aprestaron –los partidarios de Manuel Jiménez- a la prueba suprema, resueltos a llevar a cabo el espíritu de venganza que les latía desde el año 44. Pero es de notar, que en esta circunstancia estaban del lado de Santana buen número de los febreristas de primera categoría.”

 El mismo biógrafo hace la siguiente reflexión en torno a la estrepitosa degeneración evidenciada en la carrera política del trinitario y ex Presidente Manuel Jiménez: “Cuando se tiene la responsabilidad de mantener en alto el curso de una vida para no mancillar la honra gallardamente conquistada, valdría más morirse que ofrecer el cuadro penoso a que da origen la falta de firmeza espiritual, de carácter.”

 Ciento sesenta y seis años después de ese deplorable episodio, renace la misma animadversión en la conducta de un congresista homónimo, Manuel Jiménez, vaya coincidencia, que atrincherado en una supuesta agenda cultural desde los fueros del Congreso Nacional, pretende ahora negarle los merecimientos al general Santana para que sus restos reposen en el lugar que les corresponde por ser los delLibertador de la Patria, título otorgado por ese mismo cuerpo legislativo en 1849.

 Quizás en los criterios valorativos del diputado Manuel Jiménez no haya penetrado el convencimiento del Profesor Juan Bosch, quien en “Composición social dominicana, historia e interpretación”, afirmó lo siguiente: “Ahora bien, una república debe ser necesariamente la forma de organización política de una sociedad burguesa, y nosotros no éramos una sociedad burguesa. Así, nuestra organización política no correspondía a nuestra realidad social.” (Pág. 256, Herederos de Juan Bosch, 2010).

 La redefinición doctrinaria del Estado dominicano en materia de nacionalidad, persigue en el fondo preservar todo cuanto tiene que ver con la consolidación de la dominicanidad. El imperio pernicioso de las trivialidades, impide sin embargo que muchos dominicanos capten y comprendan la excelsitud de ese objetivo supremo de la Patria. Probablemente también sea esa la razón por la que el congresista Manuel Jiménez tampoco alcanza el grado suficiente de discernimiento que le permita interpretar que su iniciativa legislativa conspira en esencia contra esa política de Estado de ribetes sagrados.

 Lo peor de todo en lo que respecta a responsabilidades y costo histórico conectados a este insólito propósito, es que por lo general el enjuiciamiento futuro soslaya a los actores de reparto, encargándose el tiempo de difuminarlos. En cambio, el implacable tribunal de la Historia descarga siempre todo el poder demoledor de su dictamen sobre los protagonistas estelares del proceso. Por consiguiente, de “ejecutarse” una eventual resolución congresual proponiendo que los restos del Libertador de la Patria sean retirados del Panteón Nacional, sería sobre la memoria del Ejecutivo, no sobre la del legislador, que recaerían los efectos futuros de un juicio histórico terrible.  Señor Presidente, no caiga en esa trampa.

 

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