Salida Haití deja hueco financiero fuerzas armadas uruguayas

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La base uruguaya en Haití arrió su bandera el sábado e inició así el proceso de evacuación del material militar y de los 250 soldados estacionados en el país más pobre de América, azotado por un terremoto en 2010 y por el huracán Matthewen 2016. Uruguay ha enviado 12.000 soldados en 13 años, de los cuales han muerto ocho. Las operaciones, iniciadas en 2004, han supuesto unos 600 millones de dólares de ingresos para las Fuerzas Armadas, que ahora busca nuevas misiones.

Los 15 miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobaron la semana pasada una resolución que extiende por un periodo final de seis meses la operación de la Misión de la ONU para la Estabilización de Haití (Minustah), tras 13 años de operación.

La resolución 2250 decreta que el componente militar de la Minustah —que cuenta con unos 2.370 cascos azules y unos 2.600 policías— debe reducirse gradualmente en los próximos meses hasta completar su “retirada plena”, como muy tarde, el 15 de octubre.

El final de la misión en Haití tendrá como consecuencia un agravamiento de la situación de las Fuerzas Armadas uruguayas, que llevan años reclamando un aumento del presupuesto —de unos 500 millones de dólares al año— y que han convertido el envío de cascos azules en un modo de subsistencia. República Democrática del Congo, Península del Sinaí, Costa de Marfil, la frontera entre la India y Pakistán, Malí, Nepal, Sudán… Los soldados y expertos militares uruguayos se han especializado en este tipo de operaciones. Así, Uruguay goza del prestigio de ser uno de los países del mundo con más cascos azules per cápita.

Pero el reconocimiento internacional y el nombramiento de un uruguayo, el general Carlos Loitey, como el principal asesor militar de la ONU en misiones de paz, esconden una realidad mucho menos altruista: el 43% de los efectivos del Ejército uruguayo está bajo la línea de la pobreza y el 5% está en la indigencia, según datos de las propias Fuerzas Armadas.

En este contexto, el sueldo de 1.100 dólares mensuales que recibe cada soldado que participa en las misiones —sumado al mantenimiento de los cerca de 570 dólares que gana al mes— es incentivo suficiente para que muchos hombres y algunas mujeres (el 7% del personal de estas operaciones) acepten jugarse la vida en los lugares más peligrosos del mundo.

Otro de los beneficios de las misiones de paz es la ayuda para la compra de material bélico. Uruguay ha adquirido radares para controlar sus bastas fronteras, camionetas o artillería pesada con los fondos de la ONU. Pero la situación económica de los soldados es tan mala como el estado del armamento y del material del Ejército: la Fuerza Aérea tiene una flota vetusta de 81 aeronaves y solo cuatro de sus 18 aviones de combate están en funcionamiento. Con la misión de custodiar 2.174 kilómetros de fronteras fluviales y marítimas, la Armada no tiene helicópteros para misiones de rescate y ningún barco tiene menos de 30 años. El mejor parado es el Ejército de Tierra, ya que buena parte de su material es necesario para las misiones de paz.

Las Fuerzas Armadas arrastran desde hace años un grave problema estructural: con más de 28.000 funcionarios en plantilla, el Ministerio de Defensa dedica el 79% de su presupuesto al pago de sueldos y solo el 3% a inversiones. El Gobierno y el Parlamento se resisten a aumentar el gasto en este último rubro, en medio de un mar de dudas sobre cuál debe de ser el papel de las Fuerzas Armadas en el contexto latinoamericano, que se caracteriza por la ausencia de conflictos bélicos.

Los propios militares reconocen el perjuicio que representa el final de la misión y, de hecho, el ministerio ya está buscando nuevas misiones de paz. El 10% de los soldados uruguayos trabaja fuera del país en este tipo de operaciones.

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