Relato: La noche en que una “enorme caja de muerto” nos cruzó montada sobre un motor a orilla del Lago Enriquillo

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EL AUTOR es periodista. Reside en Santo Domingo.

-¡Zaaafa!, expresó Fondeur un poco espantado. Dio un acelerón al vehículo que conducía  de regreso a la capital. Nos desplazábamos cerca de la medianoche por la vieja carretera que bordeaba el Lago Enriquillo, de regreso de Jimaní, en la zona fronteriza.

-¡Diaaablo!  ¿Y qué es esto? ¿Viste eso? Jesús magnifico ni mameo, esas gentes están locas”, expresó mientras continuaba acelerando.

Miré para el otro lado y no atiné a ver nada. La noche nos arropaba con espesa oscuridad y reducía al mínimo la visibilidad del entorno. Como se dice popularmente, “no nos veíamos ni las palmas de las manos”. Apenas alumbrábamos el trillo de la carretera con la luz de la camioneta.

-“Vámonos rápido de aquí, esto no me pinta para nada bien”, expresé.

Hacíamos el periplo de retorno a Santo Domingo por la vieja carretera trazada a lo largo de la orilla del Lago Enriquillo.

Después de realizar un agotador recorrido por la frontera como reportero acompañando al dirigente reformista Luis Toral, la noche nos atrapó en Jimaní. Habíamos tomado la decisión de dormir en el vehículo para regresar temprano del día siguiente, en razón de que habíamos diligenciados dormitorios donde quedarnos y no  encontramos. Los pocos que existían ya estaban ocupados por mercaderes y políticos que visitaban estas comunidades.

Eran los intensos meses del año 1990. A solicitud de un amigo y mi jefe en la institución donde laboraba como encargado de prensa, Diógenes Rodríguez, recorríamos la zona fronteriza para realizar trabajos periodísticos como apoyo alternativo al dirigente político Toral, pese a éste tener un excelente equipo de prensa.

El recorrido cubrió a Jimaní, Duvergé, Neyba y otros pueblos de la zona. En Bahoruco hicimos una parada en Villa Jaragua, en la finca a orilla del lago propiedad del senador Luis José González Sánchez -“Putico”- donde disfrutamos de un excelente menú, atenciones y de un paisaje cuasi paradisíaco, colmado de uvas y otras frutas tropicales.

Cuando llegó la noche decidimos quedarnos en Jimaní. Para no regresar de noche, acordamos entonces dormir dentro del vehículo que estacionaríamos en un lugar seguro.

Pero luego cambiamos de planes. – ¿Tú eres como yo?, vámonos para la capital”, me planteó Fondeur. Le dije que ya era un poco tarde y que era mejor que nos aguantáramos.

-“Está bien, nos quedamos y nos vamos temprano, en la madrugada”, asintió.

Realizamos un recorrido nocturno por diferentes lugares de la comunidad. La gente en estas zonas acostumbra a acostarse temprano. Nosotros decidimos a hacer lo mismo, pero en el vehículo. Un inesperado ataque de mosquitos que susurraban insistentemente en nuestros oídos, y ante la incomodidad del vehículo, hizo que nos arrepintiéramos de quedarnos.

-“Vámonos para la capital-, nos dijimos. –No, no, esto aquí no lo aguanta nadie, vámonos”.

Dicho y hecho. Nos encomendamos a Dios y salimos. Cogimos por el trayecto de Galván y  Tamayo para salir al Cruce de Vicente Noble y enfilar para la capital.

Las cosas comenzaron mal

Las cosas no comenzaron del todo bien ese día. Cuando íbamos para la zona fronteriza, en la carretera  Azua-Barahona, una de las yipetas de la escolta de Toral soltó un neumático en plena subida de “El Número de Azua”. De regreso además corrimos el riesgo de quedarnos en el camino porque andábamos “corto de gasolina”.

La primera reunión se llevó a cabo en el municipio cabecera de la provincia Bahoruco, Neyba. Al terminar este encuentro salimos para la casa de Luis José González Sánchez, en Villa Jaragua, a cuyo lugar debíamos llegar antes que Toral, lo que nos ponía bajo presión.

Íbamos a gran velocidad y en una curva muy cerrada se nos “barrió” la camioneta. Ante el casi viraje, exclamé: -“Hay mis hijos, Fondeur tú me quieres matar, baja la velocidad o me bajo aquí mismo”. Fue el primer susto en el trayecto de Neyba a Villa Jaragua.

Luego en Jimaní pasamos el  segundo susto. No había gasolina en el pueblo y la camioneta casi en reserva. Por suerte nos dieron un par de galones de una planta eléctrica de un dirigente reformista.

Diógenes, nuestro mentor, nos dio dinero para llenar el tanque en Neyba. Putico, Senador de la Republica y dueño de la estación de combustible en esa ciudad, le había dicho a éste: -“No es necesario, no te preocupes, que yo autorizo que le echen gasolina en mi bomba”.

Cuando llegamos a la estación de gasolina, “Putico” le dijo al operador: -“Échale 3 galones”. Fondeur, que escuchó, ripostó:-“Llénale el tanque, que nosotros no andamos pidiendo,  échale los 3 galones al carro del senador, a ver si es bueno”.Por poco se arma un lio.

El regreso

De regreso todo iba normal hasta que, cuando nos desplazábamos en la carreta a orilla del Lago Enriquillo, Fondeur divisó a lo lejos un punto blanco de una luz desfalleciente que avanzaba delante de nosotros en medio de la oscuridad.

-¿Y qué es eso que se ve allá?, expresó, al tiempo que aceleraba el vehículo para alcanzarlo. Mientras más aceleraba, más lejano se veía el pequeño objeto que avanzaba en la oscuridad. Eso nos inquietó bastante, ya que lo que era iba muy rápido.

Por fin lo alcanzamos. Eran dos hombres en una motocicleta que llevaban una enorme “caja de muerto” en sus cabezas.

-“Viste eso”, me dijo Fondeur, quien a seguidas comenzó a rezar un “Padre nuestro” en voz alta, se persignó y atinó  a exclamar:

-¡Zaaaaffffaaa!!!.

En principio no logré reconocer el objeto que avanzaba delante de nosotros. Observé detenidamente mientras nos acercábamos y comprendí entonces el porqué del susto de Fondeur. Inicié mis propias oraciones.

-“Dios santo, ¿y qué es esto?”, expresé entre susurros.

-“Que la virgencita de La Altagracia nos ampare…vámonos rápido de aquí”, señaló de nuevo Fondeur, quien dio otro acelerón al vehículo de tal manera que llegamos sino de un salto, en un santiamén a la capital, rondando ya las cuatro de la madrugada.

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