Reír de buenas ganas!

La política es campo fértil para el humor y el histrionismo. Por ello, he sostenido que el que no tiene sentido del humor ni vocación de vaca mansa, fácilmente termina corriendo agenda ajena, o peor, haciéndose público de un velorio que no es el suyo. Y, en mi caso, ni al mío pienso ir.

 
Igual, en política, hay derrotas que aparentan victorias y victorias que aparentan derrotas. No creo ni en la una ni en la otra. Más bien, soy alérgico a mirar solo cadáveres y sonrisas. Pienso que hay otro significado en cada batalla. Por ejemplo, siempre me identifiqué con Karpov –el ex campeón mundial de ajedrez- y su estilo estratégico-posicional: una ligera ventaja, a veces imperceptible, ¡y zas!, un final imperdible…
 
Hay que reír, pues la risa, dicen, es remedio infalible cuando los reveses y la mala suerte nos acompaña. Pero yo prefiero reír como ejercicio diario ante el carnaval de escarabajos y liebres que, como rio desbordado se lleva todo a su paso.
 
¡Hay que ver como se pavonea una lombriz cuando llueve y nacen por doquier!
 
O como en la novela de Güenter Grass, El tambor de hojalata, soy aquel niño ángel-demonio que toca -sin cesar- el tambor, mientras los demás se hacen hombres, se van a la guerra y se entretienen pensando que nadie repara en su afán de gloria y destrucción. ¡Vaya  dicotomía!
 
No procuro buscar escenarios que no son míos, o por lo menos donde no puse nada. Eso para no ser víctima de aquel viejo refrán: “el que se viste con lo ajeno, en la calle los desnudan”. Por ello, pesado o ligero, me gusta navegar (ir a la guerra…) con mi equipaje…
 
Cierta vez, alguien me dijo: es mejor construir puentes que cerrar puertas. Yo prefiero, casi siempre, mirar y observar, a veces vestido de pendejo, y otras de coyunturas…
 
Hace poco pude torear una manada de toros bravíos, mientras alguien rosaba mi hombro. Tiempo después, me dije, para mí adentro, que curiosa es la vida, esos mismos toros –hace poco- los vi pasar indiferentes. Pero tal vez no estaban de acuerdo. Aunque después sí.
 
No obstante, reí de buenas ganas, pues alguien, a leguas, radiografió el incidente-experiencia como un imposible: “…tomar sopa con tenedores…”.
 
No lo niego, he reído mucho –desde aquel día-, más que por la ocurrencia “…tomar sopa con tenedores”, por la cara de pendejo que una vaca daltónica me supuso (y porque no, por la cara, adusta y desencajada, de un toro saltarín). ¡Como gocé!
jpm
 
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