Poder, política e ideología en nuestras reformas constitucionales
Los detentadores del poder del Estado han sido los verdaderos protagonistas de las reformas constitucionales dominicanas, puesto que no sólo han operado casi siempre como los autores de las iniciativas en ese sentido, sino que también han impuesto las condiciones y las direcciones de los cambios. En otras palabras: nuestras reformas se han ideado y construido fundamentalmente al margen de las bases de la sociedad.
Ciertamente, cada vez que en el país se ha planteado o realizado una reforma constitucional, muy poca gente fuera de los líderes y los dirigentes de los partidos políticos ha desempeñado algún rol de importancia en las mismas, primero porque durante más de un siglo aquellos fueron los únicos depositarios y operarios del poder y, luego, porque los grupos de presión (económicos, sociales o de otra naturaleza) que ejercían alguna influencia terminaban plegándose a los intereses banderizos.
Aún en el primer caso que conocimos de intervención empresarial directa en las pujas por el poder y el control de los “negocios” públicos, el de los pronunciamientos de comerciantes, terratenientes e industriales contra la administración del profesor Juan Bosch, se trataba de una reacción como sector económico subordinado a intereses políticos determinados, en este caso los de la Unión Cívica Nacional (UCN), los grupos políticos de derecha que adversaban al entonces líder del PRD, la iglesia Católica y la embajada de los Estados Unidos.
No obstante esa virtual subordinación de los grupos económicos a los operarios de la política, era innegable la existencia de intereses materiales y apuestas ideológicas en choque: los remanentes de la oligarquía de los apellidos (económicamente debilitada por la dictadura de Trujillo) y los estamentos de una minúscula clase media civil y militar que habían alcanzado preeminencia social y económica al amparo de antiguo régimen o tras su superación, promovían un tipo de Estado y de sociedad de caracteres elitistas y, debido a ello, resultaban encarados por los sectores juveniles e intelectuales que, desde distintas aceras doctrinarias, postulaban nuevas formas de organización societal. Más o menos eso era lo que subyacía en los enfrentamientos entre la UCN y aliados, por un lado, y el PRD y la izquierda (sin ignorar que entre estos últimos también existían diferencias, porque el primero era reformista y la segunda revolucionaria).
Por supuesto, hay que recordar que la economía dominicana nunca ha sido de total o considerable preeminencia privada (como ha acontecido en otras latitudes en el contexto del desarrollo del capitalismo del centro y de la periferia), pues el Estado siempre ha jugado un rol de intervención y tributación de mercedes y privilegios que lo ha convertido en una omnipresente maquinaria paternalista, y a la que, por cierto, se han acomodado bastante los empresarios dominicanos: pocos de éstos han ensanchado sus actividades al margen de tales “estímulos”.
Más aún: está documentado que las grandes fortunas privadas dominicanas han tenido sus raíces en la colusión político-empresarial: unas como resultado de la defraudación del erario, otras por la alianza con gobernantes civiles y jefes militares, y los más haciendo “inversiones” en campañas bélicas o políticas que, después, les resultan retornadas con creces a través del otorgamiento de licencias o contrataciones de compra de bienes y servicios. Por lo menos desde la segunda administración constitucional de Pedro Santana hasta nuestros días el fenómeno ha sido ostensible.
Esa situación ha configurado entre nosotros un sector económico privado que si bien ha crecido y se ha diversificado exponencialmente, obteniendo beneficios enormes con base en la referida apoyatura estatal y contribuyendo bastante al crecimiento económico nacional, de algún modo ha quedado sujeto a las amarras del poder político, y aunque por veces ha parecido asumir posturas críticas frente a éste, sobre todo cuando sus intereses han sido afectados por alguna decisión gubernamental, en definitiva ha sido incapaz de asumir su rol social con autonomía, esto es, sin depender o estar claramente condicionado por aquel.
Y es que, con algunas excepciones, en la República Dominicana la alianza entre políticos y empresarios que es propia de las sociedades capitalistas o cuya economía pretende ser de mercado, se expresa con preeminencia de los primeros cuando se trata de definir los elementos de organización del Estado: en general, los políticos actúan como jefes de los empresarios, aunque se sabe desde antaño que en última instancia no es así, y estos últimos parecen aceptarlo de buen grado. En este sesgo es obvio que tenemos cierta distancia con el devenir socio-histórico de otras naciones.
Los sectores religiosos, en cambio, han lucido siempre más interesados en el tema señalado, y sus integrantes han tenido una participación destacada en los debates: las protestas de la Iglesia católica ante algunos aspectos de la Constitución de 1844, el activismo conocido de sacerdotes y religiosos como Meriño, Billini o Morales Languasco, la beligerancia religiosa frente a Trujillo y Bosch, y la notable presencia que en las últimas décadas tuvieron figuras como el arzobispo Polanco Brito, monseñor Núñez Collado y el cardenal López Rodríguez, entre otros.
La Iglesia católica, como se sabe, ha sido casi siempre parte del bloque de poder a todo lo largo de la historia dominicana, y si no se puede afirmar que ha tenido una postura claramente identificable respecto al tema de los cambios en el régimen constitucional, si se puede asegurar que ha hecho escuchar su voz cada vez que en el país ha habido debates sobre cambios sustantivos en una dirección ideológica clara: la defensa de los valores y los intereses de la religión y de los puntos de vista más conservadores.
En los casos de las reformas de los años 2010 y 2015, y en los debates constitucionales de 2011 y 2012, los representantes del catolicismo tuvieron una notable presencia, si bien con ciertas novedades: mientras la cúpula se mostraba avecinada al poder político de turno, los sacerdotes de la base y muchos feligreses asumían posturas críticas frente a este último, y sus criterios parecían más coincidentes con los de los sectores opositores. No era un fenómeno general nuevo (las discrepancias entre la cúpula y la base del catolicismo datan de decenios), pero sí lo era en lo atinente a las controversias sobre las reformas del texto magno.
Por el otro lado, sobre todo en los últimos tiempos hemos sido testigos de la creciente participación en los debates políticos y constitucionales de los grupos religiosos que se adscriben al protestantismo y a otras denominaciones no católicas, más conocidos entre nosotros como “evangélicos” o con otros nombres: éstos no sólo han logrado crearse un gran espacio en la opinión pública, sino que ya tiene cierta influencia en la actividad política y una buena presencia en los órganos o poderes del Estado.
En cuanto a las llamadas organizaciones de la sociedad civil, su rol ha sido mas abierto y beligerante sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, tras la caída del muro de Berlín y el debilitamiento de las opciones políticas de la izquierda marxista o socialista: en cierta medida pasaron a ser las herederas de la tradición militante y crítica de esa izquierda, pero desempeñando su rol desde una perspectiva de aclimatación democrática y relación directa o indirecta con grupos y Estados extranjeros, siendo así en los hechos entidades conscientemente funcionales al sistema.
En tal sentido, esas organizaciones, a diferencia de los empresarios y los grupos religiosos, evitan la vinculación institucional con los partidos y el poder político, se constituyen en críticos de éstos y, sin encarnar ninguna alternativa electoral viable, formulan cuestionamientos y propuestas cuyo norte no es la superación del modelo vigente sino su mejoramiento. Por eso, en procesos de consolidación del sistema como las reformas constitucionales son muy activas, y promueven opciones de cambio radical cuya base doctrinaria está más cercana a las ideas matrices de las grandes democracias occidentales que a los puntos de vista radicales de los sectores de izquierda social que gobiernan en algunos países de América Latina.
En el fondo, los cambios en el régimen constitucional de nuestro país no han respondido a un consenso originado en la base ciudadana (casos Bolivia o ahora Chile), ni a un enfoque ideológico determinado (casos Cuba, Nicaragua o Venezuela) ni a una concepción específica del Estado (casos de las tradicionales democracias occidentales): han sido impuestos por sectores políticos coyunturalmente dominantes (en virtud del control que ejercen en los poderes públicos) que, aunque muchas veces cuestionados por instancias de la sociedad civil, han encontrado respaldo, por comisión o por omisión, en los restantes miembros del bloque de poder: los partidos aliados, los empresarios, la intelectualidad “orgánica”, la Iglesia católica y la prensa cooptada.
JPM